La casa de las almas. Arthur Machen

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La casa de las almas - Arthur Machen

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en mucho más de diez libras. Hay tantas cosas que considerar. Primero, la cama. Se vería corriente que pusiéramos una cama simple sin las monturas de latón. Luego la ropa de cama, el colchón, las cobijas, las sábanas y el cubrecama: todo costaría algo.

      Ella volvió a soñar, calculando el costo de todo lo necesario, y Darnell la observaba, ansioso, calculando con ella y preguntándose cuál sería su conclusión. Por un momento la delicada tonalidad del rostro de ella, la gracia de su forma y su cabello castaño, que le caía sobre las orejas y se agolpaba en pequeños rizos alrededor de su cuello, parecían insinuar un lenguaje que él aún no había aprendido, pero ella volvió a hablar.

      —Me temo que la ropa de cama acabaría saliendo muy cara. Aunque Dick’s sea considerablemente más barato que Boon’s o Samuel’s. Y, querido, tendríamos que poner algunos adornos en la repisa de la chimenea. Vi unos floreros muy bonitos en once con tres el otro día en Wilkin & Dodd’s. Necesitaríamos por lo menos seis, y tendría que haber una pieza central. ¿Ves cómo todo va sumando?

      Darnell guardó silencio. Vio que su esposa preparaba el argumento final contra su plan y, aunque le hacía ilusión, no podía resistirse a sus alegatos.

      —Saldría como en doce libras, más que en diez —dijo ella—. Habría que entintar el piso alrededor del tapete (¿dijiste que es de tres por tres?), y nos haría falta un tramo de linóleo para poner debajo del aguamanil. Y las paredes se verían muy vacías sin cuadros.

      —He pensado lo de los cuadros —dijo Darnell, y habló con entusiasmo; sentía que en esto, por lo menos, era irrebatible—. Sabes que tenemos Día en el Derby y Estación de tren ya enmarcados, metidos en un rincón del cuarto de las cajas. Son un poco anticuados, quizá, pero eso no importa en una recámara. ¿Y no podríamos usar algunas fotografías? Vi un marco muy lindo en roble natural el otro día en la Ciudad, para media docena, por uno con seis. Podríamos poner a tu padre y a tu hermano James, y a la tía Marian y a tu abuela con su bonete de viuda… y a cualquiera de los otros del álbum. Y luego está el antiguo cuadro de familia que tenemos en el baúl de cuero; ése quedaría bien arriba de la chimenea.

      —¿Dices el de tu bisabuelo con el marco dorado? Pero ése es muy anticuado, ¿no? Se ve tan raro de peluca. Creo que de alguna manera no combinaría muy bien con el cuarto.

      Darnell pensó un momento. Se trataba de un retrato kitcat de medio cuerpo de un joven señor, audazmente vestido a la moda de 1750, y recordó muy apenas las viejas historias que su padre le había contado de su antepasado: historias del bosque y los campos, de senderos sumidos en la tierra y del terruño olvidado al oeste.

      —No —dijo—, supongo que sí está muy pasado de moda. Sin embargo, vi unas litografías muy lindas en la Ciudad, enmarcadas y bastante baratas.

      —Sí, aunque todo cuenta. Bueno, habrá que hablarlo, como dices. Sabes que tenemos que ser cuidadosos.

      La sirvienta entró con la merienda, una lata de galletas, un vaso de leche para la señora y una modesta pinta de cerveza para el señor, con un poco de queso y mantequilla. Después Edward se fumó dos pipas de tabaco aromático y se fueron a dormir tranquilamente; Mary primero y su marido un cuarto de hora después, según el ritual establecido desde los primeros días de su matrimonio. Darnell cerró con llave las puertas del frente y de atrás, cerró el gas en el medidor y, cuando subió, se encontró a su mujer ya acostada, con el rostro vuelto sobre la almohada.

      Ella le habló con suavidad en cuanto entró en el cuarto.

      —Sería imposible comprar una cama presentable por menos de una libra con once, y las sábanas buenas salen caras donde sea.

      Él se quitó la ropa y se metió a la cama con agilidad, apagando la vela en la mesa. Las persianas estaban debidamente cerradas, todas parejas, pero era una noche de junio y más allá de los muros, más allá del desolador mundo y de los campos grises de Shepherd’s Bush, una enorme luna dorada había subido flotando a través de veladuras mágicas de nube hasta lo alto de la colina, y la tierra estaba llena de una luz maravillosa entre esa gloria que iluminaba el bosque desde lo alto y el ocaso rojo que persistía detrás de la montaña. Darnell parecía ver algo del reflejo de ese resplandor hechicero en el cuarto. Las paredes pálidas, la cama blanca y el rostro de su mujer reposando sobre la almohada entre el cabello castaño estaban iluminados, y si escuchaba casi podía oír al rey de codornices en los campos, al chotacabras emitiendo su extraña nota desde el silencio del lugar escabroso donde crecen los helechos y, como el eco de una canción mágica, la melodía del ruiseñor que cantaba la noche entera en el aliso junto al arroyo. No había nada que él pudiera decir, pero metió el brazo con lentitud bajo el cuello de su esposa y se puso a jugar con los rizos de cabello castaño. Ella no se movió; se quedó ahí acostada respirando con suavidad, mirando el techo vacío del cuarto con sus bellos ojos, también, sin duda, con pensamientos que no podía pronunciar, besando a su marido con obediencia cuando él se lo pidió, y él le habló con voz titubeante.

      Ya casi estaban dormidos —Darnell de hecho estaba a punto de empezar a soñar— cuando ella le dijo muy quedo:

      —Mi amor, me temo que no nos va a alcanzar —y él oyó sus palabras entre el murmullo del agua, que caía goteando desde la roca gris hasta el estanque cristalino debajo.

      Los domingos en la mañana siempre eran ocasión para la pereza. En realidad nunca hubieran desayunado si la señora Darnell, que tenía los instintos del ama de casa, no se hubiera despertado y visto la brillante luz del sol y sentido que la casa estaba demasiado callada. Se quedó acostada en silencio otros cinco minutos, mientras su marido dormía a su lado, y escuchó con atención, esperando el sonido de Alice moviéndose en la planta baja. Un tubo dorado de luz de sol ingresaba resplandeciendo por un hueco en las persianas y daba en su cabello castaño esparcido alrededor de su cabeza sobre la almohada, y miró el cuarto con fijeza, el tocador “duquesa”, la porcelana de color del aguamanil y los dos fotograbados en marcos de roble, El encuentro y La despedida, que colgaban en la pared. Soñaba a medias mientras seguía atenta a los pasos de la criada y la leve sombra del más vago pensamiento la recorrió, y se imaginó tenuemente, por el breve instante de un sueño, otro mundo donde el embeleso era vino, donde deambulaba por un valle profundo y feliz y la luna siempre salía, roja, por encima de los árboles. Pensaba en Hampstead, que para ella representaba la visión del mundo más allá de los muros, y pensar en el campo la llevó a rememorar los días festivos y luego a Alice. No se oía nada en la casa; podría haber sido medianoche si el largo pregón del periódico dominical no hubiera resonado de pronto, rodeando por la calle Edna, y con éste no hubiera llegado el aviso de gritos y ruidos metálicos del lechero con sus cubetas.

      La señora Darnell se sentó en la cama y, ya despierta, escuchó con más cuidado. Era evidente que la muchacha estaba bien dormida y habría que levantarla, o de lo contrario el quehacer de todo el día estaría desfasado y recordaba cuánto detestaba Edward cualquier alboroto o discusión por cuestiones domésticas, sobre todo en domingo, después de su larga semana de trabajo en la Ciudad. Le lanzó una mirada afectuosa a su marido aún dormido, pues le tenía mucho cariño, y así se levantó con suavidad de la cama y fue en camisón a llamar a la criada.

      El cuarto de la sirvienta era pequeño y sofocante. Había sido una noche de mucho calor y la señora Darnell se detuvo un momento en la puerta, preguntándose si esa chica en la cama en realidad era la sirvienta de rostro polvoriento que trajinaba día tras día por la casa, o incluso la criatura emperifollada, vestida de morado, con el rostro brillante, que aparecía los domingos a servir el té temprano porque era su “tarde de salir”. El cabello de Alice era negro y su piel, pálida, casi con un tono aceitunado, y dormía con la cabeza apoyada en un brazo, recordándole a la señora Darnell una curiosa litografía de una Bacante cansada que había visto hacía no mucho en un

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