A Roma sin amor. Marina Adair
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Se forraría. Tenía una efectividad del cien por cien para juntar parejas de las que ella no formaba parte.
Se apartó el pelo de la cara, se inclinó hacia delante y tiró de la tela por encima de su cabeza mientras sacudía el torso. ¡Por fin! El vestido cayó al suelo, con un leve rasguño por el que Annie se sentiría culpable por los siglos de los siglos.
Sudada y acalorada, cerró los ojos y dejó que sus brazos cayeran inertes.
—¿Qué le pasa a mi suerte?
—Yo también me pregunto lo mismo. De hecho, te daré veinte pavos si me prometes que no vas a parar —dijo una voz masculina e inesperada… ¡desde el interior de su casa!
Se le formó un nudo de terror en la garganta al recordar todas las pelis de miedo que había visto.
Diciéndose a sí misma que era Clark quien le hablaba por el móvil, Annie abrió los ojos y chilló.
Detrás de ella, junto a la puerta de su dormitorio, se alzaba una silueta alta y robusta. Desde el punto de vista que le permitía su postura, doblada hacia delante y con la cabeza entre las piernas, a Annie le pareció un tío malvado y amenazador, y no le hubiera extrañado nada que de pronto blandiera un hacha.
Con el corazón latiendo a una velocidad como si fuera a resquebrajarse, Annie cogió uno de sus zapatos de tacón de aguja, se irguió y se giró. Como arma, dejaba mucho que desear, pero lo levantó con su mirada más intimidante. Una mirada que, según Clark, asustaría a los niños, repelería a los vampiros y lograría que hasta el más inquieto de los pacientes tomara asiento.
Obviamente, los asesinos con hachas eran inmunes. Al menos el suyo, porque levantó una ceja y ella tragó saliva.
Vaya. Simple, pero efectivo.
—¿Quién coño eres? —Annie vio que llevaba el torso desnudo, calzoncillos y el pelo alborotado. Ni rastro del hacha—. Y ¿qué haces durmiendo en mi cama?
El tío clavó los ojos en la vestimenta de Annie mientras esbozaba una sonrisa torcida.
—Yo iba a preguntarte lo mismo, Ricitos de Oro.
Capítulo 3
Habían transcurrido solo dos días desde que Emmitt Bradley había dejado atrás las tres semanas de ingreso en la mejor UCI de Shenzhen, y ya empezaba a experimentar síntomas alarmantes. Las alucinaciones eran lo que más le preocupaban.
Sin lugar a dudas, esa chica era la alucinación más sexy que había visto jamás. La prefería a los insoportables dolores de cabeza. Hostia, ¿y si seguía en China y lo de despertarse y encontrar un vestido elegante y una piel bronceada dando vueltas por su casa no era más que un sueño húmedo inducido por la medicación?
No, recordaba la explosión, la fuerza arrolladora del estallido que lo había lanzado por los aires en aquel segundo sótano de la fábrica que centraba su reportaje periodístico. El trayecto hasta el hospital y las semanas siguientes le resultaban un poco borrosas, pero los sudores fríos y el dolor punzante que sintió cuando se presurizó la cabina del avión que lo llevaba a casa los tenía grabados a fuego en su memoria.
El doctor le había recomendado que no volara hasta estar preparado. Incluso le dio una lista estricta de las cosas que debía evitar en cuanto le dieran el alta:
El trabajo.
Los antojos.
El whisky.
Las mujeres.
Vale, el último punto lo había añadido él, porque si no fuera por las mujeres mandonas él no se habría quedado al margen, mientras otro acababa encargándose de la cobertura de su historia. Un tema del que no le apetecía hablar aún, y por eso había mantenido su regreso en secreto.
A lo mejor había ido a un bar y se había traído a casa a una borrachilla para comprobar si su cama era demasiado grande, demasiado pequeña o perfecta. En su estado, lo dudaba, pero no era una posibilidad que, de entrada, pudiera descartar.
La escaneó de arriba abajo de un solo vistazo. No, una mujer como ella seguro que no visitaba el Crow’s Nest en busca de rollos de una noche. Y los tíos como Emmitt nunca se abrían a algo más.
Volvió a pensar en la teoría del coma. Y si había algo que Emmitt supiera hacer mejor que nadie era poner a prueba una teoría.
—En otras circunstancias, te diría que cuantos más seamos, mejor. —Se pasó una mano por el pelo y, ¡joder!, hasta los folículos le dolían—. Pero hoy no me va demasiado bien.
El miedo que sentía Annie enseguida se transformó en desdén.
—Siento mucho interrumpir tu tranquilidad —le dijo antes de lanzarle el zapato a la cabeza—. Ahora, ¡largo!
—Dios. —Emmitt se agachó porque, alucinación o realidad, era un objeto de lo más peligroso. De un rojo intenso, con un tacón de aguja tan afilado que podría cortar el acero o, como comprobó al mirar hacia el punto de la pared en el que hacía dos segundos estaba su cabeza, clavarse en el pladur—. Ahora en serio, ¿quién lo ha organizado? —le preguntó.
—¿Cómo dices?
—Ha sido Levi, ¿a que sí? El muy santurrón… Me dijo que quedara con tías porque se me estaba a punto de acabar la suerte y terminaría saliendo con alguna chiflada monísima. —Se tomó unos instantes para observarla de nuevo, y se fijó especialmente en sus braguitas (si tenía que apostar, diría que brasileñas)—. No pareces una de esas. Pero no sería la primera vez que me equivoco.
—¿Una chiflada? —Annie agarró el mando a distancia de la mesa de centro.
—Jo, Ricitos de Oro, has pasado por alto la parte más importante y mona.
Annie se quedó donde estaba, en el umbral entre la retirada y la venganza, con el mando en alto y dispuesto a castrar al tío, y valorando su próximo movimiento.
Emmitt se le acercó, empequeñeciéndola con su altura, y entró en el combate con una mirada, en plan «ataca si tienes lo que hay que tener», que acojonaría a cualquier adulto.
Pero ella no estaba ni acojonada ni intimidada. Terca como una mula, entornó los ojos para mirarlo, y él se preguntó dónde había ido a parar el tono dócil y complaciente que había oído por teléfono. En la mujer que tenía delante no había nada de docilidad. Parecía una genia que acababa de liberarse de su lámpara. No una morena dispuesta a cumplir sus deseos. No, daba la impresión de que esta genia había acumulado rabia durante mil años y se preparaba para arrojarla sobre un pobre mortal.
—Me llamo Anh Nhi Walsh. O Annie, si es que es un nombre demasiado cosmopolita para ti.
Emmitt estaba a punto de decirle que en su pasaporte había más sellos que en casa de un filatelista, cuando Annie decidió que el pobre mortal iba a ser él.
Aferrando el mando a distancia con toda su fuerza, dio un paso atrás y sonrió. Emmitt conocía bien esa sonrisa. La había inventado él.