Cuatro estaciones. Colette

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Cuatro estaciones - Colette Pequeños Grandes Ensayos

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imprevisibles, lo que no sería un punto a favor de su incursión en la política!”.4 El sentido mismo de la cronología lineal de los ensayos, que abarcan dos años enteros de la vida cotidiana de Colette –y, podríamos decir, dos de los más anodinos, si bien, no hay que olvidarlo, no estamos ya ante la joven autora del ciclo de Claudine (1900-1903), ni siquiera ante la escritora, joven aunque experimentada, de La vagabunda (1910), sino ante una autora de 52 años–, es el de desplegar una crítica contra ese tiempo medido, fragmentado, cíclico que, a su vez, encubre o, mejor dicho, posibilita otro ciclo, el ciclo del capital por excelencia: producción, circulación, consunción. El sujeto moderno, a ojos de Colette, es un correlato exacto de ese proceso; por ello está destinado a su consunción última, que no es ya la muerte como lo era para los románticos, sino sencillamente la caída perpetua o, mejor dicho, el desgaste infinito.

      Sin duda podrá parecerle al lector de este volumen ciertamente hiperbólico que una serie de textos que hablan de trineos, vestidos o animales salvajes que se esconden en las calles y edificios de París comporten un grado tan elevado de reflexión en torno a la modernidad. Empero, es precisamente el carácter cotidiano de la modernidad lo que redimensiona los textos de estas Cuatro estaciones. Dicho de otro modo, para Colette lo moderno es terriblemente complejo por su aparente cotidianidad, por su peligrosa normalidad. Esa normalidad se refiere constantemente a la distancia –será mejor decir, a la tensión– entre la niñez y la adultez, una normalidad de reglas y convenciones que no terminan de desdibujar los paisajes del romanticismo finisecular y su negativo por excelencia, a saber, la Belle époque, pero que, al mismo tiempo, al ser incorporada a la serie específica de trabajos que exige la modernidad para poder concretarse, tampoco es del todo una imagen fija e inamovible de los inicios del siglo xx y el proceso, ya desde entonces indetenible, de globalización. Si bien Colette y su obra se encuentran en esa especie de limbo entre el siglo xix y el xx, su crítica –en un sentido profundo, es decir, como prognosis– puede parecer mucho más cercana a nosotros que a los lectores a los que de hecho estaba dirigida. A diferencia de los autores descomunales de la modernidad temprana (Proust, Joyce, Kafka, Mann, Musil, la propia Virginia Woolf), la reflexión de Colette es verdaderamente un espejo que muestra ambas partes de la modernidad al mismo tiempo: por un lado, la imagen que se proyecta desde el fondo –y cuyo origen es intrazable, si no es que inexistente– y, por otro, la imagen proyectada por ésta, es decir, la copia y el “original” en el mismo momento, separadas tan sólo por un doblez, un pliegue que generalmente se encuentra cifrado en la subjetividad de la voz de la autora. No es, entonces, un efecto de la nostalgia a lo que asistimos en sus textos sino el encuentro de lo que fue y no ha terminado de ser con lo que, sin concretarse del todo, está siendo. La de Colette, así, es una escritura conscientemente performativa que diluye de manera tajante los límites entre pasado y futuro, una escritura que, sin la necesidad de anclarse al indicativo sino, más bien, deplagando sus potencialidades, construye un presente. Y ese efecto, a casi un siglo ya de los textos que ahora presentamos, logra no sólo re-crear las condiciones textuales y retóricas con las que trabaja Colette sino, sobre todo, su dimensión social. En este sentido es en el que podemos decir que las narraciones que ahora presentamos son ensayos en toda la extensión de la palabra.

      Ésa es precisamente la dimensión social de las Cuatro estaciones de Colette: al situarse en un punto intermedio entre las ruinas de un pasado romantizado y los desechos siempre proliferantes de un futuro instrumentalizado, las descripciones que hace –rayanas en una forma muy particular de écfrasis que niega la escisión entre lo urbano y lo campestre– son denuncias de una situación decadente que parece no poder terminar sino por medio de su propia aniquilación en manos del capital. En un movimiento que recrea a Proust –y que, a su modo, anticipa a Perec–, Colette dice, por ejemplo, que sólo los millonarios que llegan a París pueden llevar hasta allí, piedra por piedra, algunas iglesias góticas de provincia. Dicho de otro modo, sólo el capital, en su afán de acumulación –y por medio de la violencia que produce al excederse, al crear excedentes–, puede recrear esa ciudad que existe ya nada más en la memoria de las personas, en una especie de recinto inhabitable que está hecho de palabras. Su lenguaje, entonces, como una especie de código privado donde moran flores y jardines –pero también pequeños artefactos cotidianos, pequeñas situaciones y accidentes– es lejano, triste, luminoso; es el espectro de la materialidad que la rodea, o bien, para decirlo más claramente, el lenguaje es lo único que aún, acaso, mantiene un valor de uso frente a la proliferación de valores y su incesante intercambio.

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