Cuatro estaciones. Colette
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Los primeros de enero, París no se beneficia comúnmente de un clima indulgente. La lluvia confundida con la nieve, un deshielo más penetrante que la helada, un brusco chubasco, en charcos rápidamente acristalados en hielo fino, se agregaban a la tristeza de ese día de fiesta. Y yo no osaba, casada apenas, romper con los usos de una familia política cuya dulzura junto con la alta moralidad ofrecían a mi joven fuerza y mi curiosidad de vivir una de esas salvaguardas que la orillan a una al suicidio. Caminaba, de visita en visita, a todo lo largo del mortal día, con el alma extraviada de los prisioneros. En un camino marcado por pasteles secos, tazas de té y mujeres vestidas de negro, me cruzaba con cuñadas aguerridas, primas luchando contra París desde el Pasaje de las Aguas hasta el Gran Montrouge, sobrinas abolladas de sabañones y tíos políticos, hermanos crecidos de los que no podía morir alguno sin que me equivocara de difunto… Me encontraba también con niños refinados y aburridos, acostumbrados a sacrificar, sin decir palabra, su día feriado, su tarde de lectura glotona, niños estoicos que hubieran cedido, con la misma frente dura y sumisa, su asiento en el transporte o su lugar en el paraíso. Su resistencia no me engañaba. Un colegial desafortunado o vejado lega, al hombre en el que se convierte, sus fobias de estudiante, sus fantasías regresivas que lo despiertan por la noche al más trágico de los sueños de bachiller, a una pesadilla que se le da como tarea suplementaria. En esa época de hace 20 años, ya hubiera querido yo, imitando ante esos adolescentes mal empleados a la sabia marquesa que le aconseja a su nieto, decirles: “No cometas más que las idioteces que te causen verdadero placer. No cumplan más que con los deberes que tienen sentido. Aprvechen aquí mismo el deseo y la firme decisión de visitar a sus amigos cuando un mutuo afecto los mueva a hacerlo. Ese día no conoce ya lo fastuoso, ni la sinceridad. Ya no existen la brizna de acebo, la perla de muérdago, adornos paganos de Navidad, ni la tarta regada con alcohol… Todo falta, e incluso ese frío transparente, durable, algodonado de nieve, ese frío, si me atrevo a escribirlo, que nos mantiene calientes, que incita a la risa, a deslizarse, al juego, ese frío tapizado, sordo y blanco que hace más amarillas las naranjas, más rosadas las mejillas de los niños y la bolsa de satín rosa, más cordial una gruesa mano extendida, suplicando en su guante. Sus deseos vergonzosos, vindicativos, ya no van errando de puerta en puerta taloneando alegremente sus zapatos; se esconden y esperan a que se les dé algo de dinero… En verdad, mis pobres niños, ese día es pobre y huele a dinero, habiendo ya perdido su olor de fiesta patronal…”
Esos niños de antes nunca han escuchado esto que, in petto, les predicaba. Mi hija hoy día resplandece, a sus 12 años, con una sociabilidad mundana ilimitada, y es ella quien me enseña que la criatura humana no se obstina en nada tanto como en el deber imaginario. Por lo demás, sé lo que vale la intransigencia de los innovadores cuando las reformas que intentan alcanzan la puerilidad de nuestros usos y costumbres. Lo sé desde que un primo mío dejara en mi casa una tarjeta de presentación que llevaba, grabadas, estas palabras:
Rafael Landoy
Vicepresidente de la Liga contra
el uso de las tarjetas de presentación
Primavera de mañana
En enero, la rosa azafranada trepa por las vigas de las pérgolas monegascas, asedia la palmera nizarda, se levanta hacia la luz, torna el rostro hasta el sol y despliega, en un momento, una corola cuyo color ámbar, cárnico, y su desorden perfumado son inimitables… “He ahí, dice esta audaz anunciadora, he ahí cómo París portará la rosa… ¡dentro de cuatro meses!”
Desde diciembre, los primeros vestidos blancos, floreciendo al borde del césped verde de la Riviera, muestran cierta arrogancia: “Observen este talle, largo como un día de lluvia, ese volado infantil que llamamos coquetamente falda, ese tubo de tela sin inflexión ni cintura, ese sombrero desprovisto de bordes que no protege ni al cutis ni a los ojos: he ahí aquello que va a entusiasmar a París, una vez que llegue la primavera. Somos blancas aquí. Pero París nos verá variopintas. Nos parecemos a las maquetas que los creadores de modelos, los diseñadores de disfraces de las grandes revistas, dejan “en blanco”, es oportuno decirlo, a la fantasía de los coloristas. Pero toda la primavera de la moda está en nosotras ya. Blancas, como una virgen durmiente, no esperamos más que el despertar de la tierra para tomar los colores del cogollo, de la margarita amarilla, de la genciana azul y la inflamada eglantina”.
Veo pasar a los grandes capullos de lino, de seda blanda, de lana sin mancha, de cándido kasha1 y suspiro. Un año de moda comienza, fatal aun para las mujeres que la naturaleza dotó de relieves precisos. La especie, es cierto, se hace cada vez más rara. Pero tiene una vida difícil; algo sé al respecto. ¡Por desgracia, no soy yo quien podrá jamás –como lo hizo en un restaurante una mujer elegante que acababa de manchar, con una gotita de salsa, su vestido de nieve– correr al lavabo y regresar triunfante, inmaculada: al menos de frente, pues ella había simplemente dado vuelta a su ropa del anverso al reverso…!
Sí, la primavera, en materia de moda, se anuncia simple y llanamente. Una primavera para las mujeres de pie, posando como un esbelto candelabro en laesquina de un macizo, surgidas del pasto como un chorro de agua, apoyadas contra una balaustrada, como un balaustre menos abultado que los otros. Haga usted caminata, juegue al golf, al tenis, usted será considerada más que nunca; veremos solamente Dianas ligeras y nunca sentadas, no sin pretexto. Si se sientan, su corta, estrecha, gentil, miserable y diminuta falda se remonta más allá de lo posible, por sobre medias a las que un capricho riguroso impone el matiz exacto de las antiguas muñecas de salvado. Si se sientan, ya no sólo estarán incómodas sino que incomodarán. No obstante, la mayoría de ellas son puras de pensamiento, acostumbradas a su desnudez parcial, tranquilas casi como nuestros niños medio desnudos, y no bajan ni el dobladillo de su falda ni los párpados. En otra época, una mujer mostraba su pierna porque la pierna era hermosa: y la escondía por la misma razón. Hoy, la pierna prolonga, acaba con indiferencia el arreglo de la vestimenta; por debajo de 30 centímetros de falda visible el sastre exige 30 centímetros visibles de pierna, ni más ni menos; no les pide, mujeres, su opinión, y poco importa que esos últimos 30 centímetros sean varas, palitos de pan, pilares montados sobre barcos, sobre pies de ciervo o tostadas insípidas.
Corta, plana, geométrica, cuadrangular, la vestimenta femenina se establece con base en gálibos que dependen del paralelogramo, y 1925 no le dará la bienvenida al regreso de la moda de líneas suaves, del arrogante seno, de la apetitosa cadera. Un sastre aventurero trae a Francia media docena de modelos estadunidenses que no mejorarán las cosas para ustedes, dobles ponis francesas, latinas fornidas difíciles de fatigar, rebeldes a enfermarse. Esta escuadra de arcángeles, con un casto vuelo que ninguna carne retarda, llevará la moda hacia una línea siempre más esbelta, hacia una vestimenta todavía más simplificada en su construcción, cortada de un solo golpe de tijeras sobre una materia magnífica.
Tal vez no estamos tan lejos del momento en el que la alta costura, creadora de una suerte de indigencia fastuosa, se asustará de su obra. Ésta le da la mejor parte a toda mano capaz de extraer, de dos trozos de tela, un rectángulo doble perforado de dos