El amante de Lady Chatterley. D. H. Lawrence

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El amante de Lady Chatterley - D. H. Lawrence Clásicos

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importantes especulaciones de esos inteligentes caballeros. Tenía que estar allí. No la pasaban tan bien sin su presencia, sus ideas no fluían tan libremente. Clifford era mucho más evasivo y nervioso, se intranquilizaba pronto en ausencia de ella y la charla se dificultaba. A Tommy Dukes le iba mejor, la presencia de ella lo inspiraba. Hammond no le gustaba a Connie, le parecía egoísta en un sentido mental. Y Charles May, aunque le simpatizaba en algunos aspectos, le parecía desagradable y desordenado a pesar de sus estrellas.

      Infinidad de tardes había escuchado Connie las discusiones de aquellos cuatro hombres y uno o dos más. Y no le molestaba que jamás llegaran a conclusión alguna. Le gustaba escuchar sus opiniones, especialmente cuando Tommy era uno de ellos. Era asunto gracioso. En vez de que la besaran o la tocaran con sus cuerpos, le abrían sus mentes. ¡Era muy divertido! ¡Pero qué mentes tan frías!

      Y también era irritante. Ella le tenía más respeto a Michaelis, cuyo nombre mencionaban todos con sumo desprecio, como un arribista rústico, un patán maleducado de la peor clase. Rústico y patán o no, llegaba a sus propias conclusiones. No se limitaba a pasear en torno de ellas con millones de palabras en un desfile de la vida intelectual.

      A Connie le agradaba la vida intelectual, la apasionaba. Aunque en este caso le parecía exagerada. Le encantaba hallarse allí, entre nubes de humo, en esas afamadas reuniones de los compinches, como los llamaba en privado. La gratificaba, y también la hacía sentirse orgullosa, que ellos ni siquiera pudiesen hablar sin su presencia silenciosa. Tenía un inmenso respeto por el pensamiento, y esos hombres trataban de pensar honestamente. Aunque había por ahí un gato que no se atrevía a pegar el salto. Tenían en común que todos hablaban de algo, pero lo que ese algo significaba para su vida, no sabría decirlo. Era algo que Mick tampoco aclaró.

      En tanto, Mick no hacía nada más que cruzar por su vida y poner ante los demás tantos obstáculos como le ponían a él. Era en verdad un antisocial, razón por la cual Clifford y sus compinches se oponían a él. Clifford y sus amigos no eran antisociales, más bien hacían su parte para salvar a la humanidad o cuando menos para instruirla.

      Hubo una interesante velada la tarde de un domingo, cuando la conversación de nuevo derivó hacia el amor.

      —Bendito sea el vínculo que une nuestros corazones en algún tipo de parentesco —dijo Tommy Dukes—. Quisiera saber cuál es ese vínculo. El que nos une en este momento es la fricción mental entre uno y otro. Aparte de esto, poco es lo que nos une. Nos separamos y nos decimos palabras maliciosas, como otros malditos intelectuales del planeta. Maldito sea todo el mundo, porque todo el mundo hace lo mismo. De otra manera separémonos y ocultemos los rencores que abrigamos contra los otros musitándoles palabras azucaradas. Es curioso que la vida intelectual al parecer florezca con las raíces en el resentimiento, un resentimiento inefable y sin medida. ¡Siempre ha sido así! ¡Observen a Sócrates, en Platón, y el séquito que lo rodea! Rencor puro. Y auténtica alegría cuando se despedaza a alguien. ¡Protágoras o quien sea! ¡Y Alcibíades y los demás discípulos perros de presa se unen a la refriega! Debo señalar que uno prefiere a Buda tranquilamente sentado bajo un árbol, o a Jesús predicando a sus discípulos pequeñas historias dominicales, en santa paz y sin pirotecnia verbal. No, radicalmente hay algo erróneo en la vida intelectual. Enraizada en el rencor y la envidia, la envidia y el rencor. Conocerás el árbol por sus frutos.

      —No creo que todos seamos unos resentidos —protestó Clifford.

      —Mi querido Clifford, piensa en la forma en que nos hablamos, todos nosotros. Y yo soy el peor de todos. Porque infinitamente prefiero el rencor espontáneo a las falsas palabras edulcoradas. Veneno puro. Si comienzo a hablar de lo buen amigo que es Clifford, etcétera, pobre Clifford, merecerá compasión. Por el amor de Dios, digan todos ustedes lo peor que se les ocurra acerca de mí y sabré que me aprecian. Si me llenan de elogios, sabré que estoy perdido.

      —Pues yo creo que de verdad nos apreciamos —dijo Hammond.

      —Deberíamos... Nos lanzamos palabras rencorosas, hablamos mal de los otros a sus espaldas. Y yo soy el peor.

      —Yo creo que confundes la vida intelectual con el ejercicio crítico. Y estoy de acuerdo contigo, Sócrates dio a la actividad crítica un gran impulso, e hizo mucho más —dijo Charlie May con actitud magisterial. Los compinches mostraban cierta pomposidad bajo su asumida modestia. Todo se decía ex cathedra, aunque se fingían humildes.

      Dukes se negó a abordar el tema de Sócrates.

      —Es verdad, la crítica y el conocimiento no son la misma cosa —dijo Hammond. —Por supuesto que no lo son —intervino Berry, un joven moreno y tímido que

      había llegado a ver a Dukes y se quedó a pasar la noche. Todos lo miraron como si un asno hubiera hablado.

      —No hablaba del conocimiento sino de la vida intelectual —dijo Dukes sonriente—. El conocimiento verdadero proviene de la conciencia del cuerpo entero; del vientre y el pene tanto como del cerebro y la mente. La mente sólo puede analizar y racionalizar. Si se deja que la mente y la razón gobiernen todo lo demás, lo único que lograrán es criticar y matar todo. Es todo lo que pueden hacer. Y esto es muy importante. Sabe Dios que la crítica es hoy muy importante, una crítica implacable. Por lo tanto vivamos la vida intelectual y la gloria en nuestro resentimiento, y acabemos el viejo espectáculo podrido. Pero, lo advierto, es así: mientras vives tu vida, eres de alguna manera un todo orgánico con la vida entera. Y una vez que comienzas la vida intelectual arrancas la manzana, cortas la conexión entre la manzana y el árbol: la conexión orgánica. Y si no hay en tu vida nada más que vida intelectual, eres una manzana cortada, has caído del árbol. Y entonces es una necesidad lógica abrigar rencor, como para la manzana caída pudrirse es una necesidad natural.

      Clifford abrió mucho los ojos: para él todo era palabrería. Connie reía para sí misma.

      —De modo que todos somos manzanas caídas —dijo Hammond en tono ácido y petulante.

      —Pues hagamos sidra de nosotros mismos —dijo Charlie.

      —¿Qué piensan ustedes del bolchevismo? —preguntó el moreno Berry, como si todo lo anterior llevara a ese tema.

      —¡Bravo! —rugió Charlie—. ¿Qué piensan del bolchevismo?

      —¡Vamos! —dijo Dukes—. Hagamos polvo el bolchevismo.

      —Me temo que el bolchevismo es un tema mayúsculo —dijo Hammond agitando la cabeza con suma seriedad.

      —Para mí —dijo Charlie—, el bolchevismo no es nada más que un odio superlativo a lo que llaman lo burgués, aunque lo que llaman burgués no está del todo definido. Es el capitalismo entre otras cosas. Los sentimientos y las emociones son algo tan burgués, que habría que inventar un hombre que no los tuviera. El individuo, en especial el hombre independiente, es burgués, de modo que debe ser suprimido. Cada uno debe sumergirse en lo más grande, lo social soviético. Incluso un organismo es burgués: por lo tanto el ideal es lo mecánico. Lo único que es una unidad inorgánica, compuesta de muchas partes, todas esenciales, es la máquina. Cada hombre es una parte de la máquina, y la fuerza que impulsa la máquina es el odio, el odio a lo burgués. Para mí eso es el bolchevismo.

      —¡Absolutamente! —dijo Tommy—. Aunque también me parece una descripción perfecta de todo el ideal industrial. El ideal del dueño de la fábrica en una cáscara de nuez, aunque nunca aceptará que la fuerza motriz sea el odio. Es el odio, siempre; odio a la vida misma. Basta con echarle una mirada a las Midlands, si es que no les queda claro. Todo es parte de

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