El amante de Lady Chatterley. D. H. Lawrence
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—Vamos, querido, permite la premisa material, tal como lo hace la mente pura.
Exclusivamente.
—Al menos el bolchevismo ha llegado al fondo —dijo Charlie.
—¡El fondo! ¡Un fondo sin fondo! Dentro de poco los bolcheviques tendrán el
mejor ejército del mundo, con el mejor equipo mecánico.
—Esto no puede seguir, este asunto del odio. Tiene que haber una reacción
—dijo Hammond.
—Bueno, hemos aguardado durante años, no podemos esperar más. El odio
es algo que crece como cualquier otra cosa. Es el inevitable resultado de imponer ideas a la vida, de imponer nuestros más profundos instintos, instintos que forzamos de acuerdo con ciertas ideas. Nos conducimos con una fórmula, como una máquina. La mente lógica pretende llevar la voz cantante, y esa voz deviene odio puro. Todos somos bolcheviques, pero somos hipócritas, Los rusos son bolcheviques sin hipocresía.
—Hay muchos caminos distintos de la ruta soviética —dijo Hammond—. Los bolcheviques no son inteligentes.
—Claro que no. Aunque a veces resulta inteligente pecar de ingenuo, si se quiere alcanzar un objetivo. Personalmente, considero que el bolchevismo es una tontería, pero también me parece que la vida social en occidente es una tontería. En consecuencia considero que nuestra célebre vida intelectual es una tontería. Somos tan indiferentes como los cretinos y tan apáticos como los idiotas. Todos somos bolcheviques, aunque con otro nombre. Nos creemos dioses, ¡hombres como dioses! Lo mismo que los bolcheviques. Uno tiene que ser humano y tener un corazón y un pene para librarse de ser un dios o un bolchevique, porque estos son la misma cosa. Son muy buenos para ser verdaderos.
En el silencio condenatorio surgió la ansiosa pregunta de Berry.
—Entonces crees en el amor, Tommy. ¿No es así?
—¡Oh, querido muchacho! —dijo Tommy—. ¡No, querubín! ¡Nueve de cada diez
veces, no! El amor es otra de esas tonterías de nuestro tiempo. Amigos con cinturas ondulantes, pequeñas pervertidas del jazz con nalgas de niño, como botones de un abrigo. ¿Te refieres a esa clase de amor? ¿O al tipo de amor de la propiedad en común en busca del éxito, la clase de amor mi-marido-mi-esposa? ¡No, mi querido amigo, no creo en nada de eso!
—¿Entonces en qué crees?
—¿Yo? Intelectualmente creo en tener un corazón noble, un pene juguetón, una inteligencia vivaz y el valor de decir “mierda” delante de una dama.
—Pues todo eso lo posees —concluyó Berry.
Tommy Dukes echó a reír a carcajadas.
—¡Eres un ángel, muchacho! ¡Ojalá lo tuviera! ¡Ojalá lo tuviera! No, mi corazón
es tan insensible como una papa, mi pene se dobla y nunca levanta la cabeza, preferiría cortármelo que decir “mierda” delante de mi madre o de mi tía, auténticas damas, no lo dudes. Y la verdad no soy inteligente, soy un simulador. Sería maravilloso ser inteligente: entonces estaría vivo en todas las partes mencionadas y las innombrables. El pene levantaría la cabeza para decirle “¿Cómo estás?” a una persona de verdad inteligente. Renoir decía que pintaba sus cuadros con el pene, y lo hacía, ¡magníficos cuadros! Me gustaría hacer algo con el mío. ¡Dios!, uno sólo es capaz de hablar. Otra tortura sumada a las del Hades. Y Sócrates comenzó todo.
—Hay excelentes mujeres en el mundo —Connie alzó la cabeza y al fin habló.
A los hombres no les gustó. Connie tendría que haber fingido que no había escuchado. Odiaban admitir que había escuchado tan de cerca esa conversación.
—Dios mío, si no son buenas conmigo, ¿qué importa cuán buenas puedan ser?
—No, no tiene sentido. Simplemente no puedo vibrar al unísono con una mujer. No hay una mujer a la que desee cuando estoy frente a ella, y voy a empezar a obligarme a hacerlo. ¡Por Dios, no! Seguiré como hasta hoy y viviré una vida intelectual. Es lo único honesto que puedo hacer. Soy muy feliz conversando con mujeres, pero es algo puro, irremediablemente puro. ¡Irremediablemente puro! ¿Qué opinas tú, Hildebrand?
—Es menos complicado si uno conserva la pureza —dijo Berry. —Sí, la vida es completamente simple.
V
Una helada mañana con un poco de sol de febrero, Clifford y Connie dieron un paseo por el parque hasta llegar al bosque. Clifford en su silla motorizada y Connie caminando a su lado.
El aire pesado conservaba un olor a azufre, pero ellos estaban acostumbrados. El horizonte cercano se hallaba rodeado de una niebla opalescente, con humo y escarcha, y en lo alto se percibía un retazo de cielo azul; era como dentro de un recinto, siempre dentro. La vida siempre es un sueño o un delirio, dentro de un recinto.
Las ovejas tosían en el áspero y seco pasto del parque, donde el hielo azuloso se acumulaba en las cavidades de los matorrales. Cruzaba el parque un sendero que llegaba al portón de madera, una delgada cinta color de rosa. Clifford lo había mandado cubrir hacía poco con grava tamizada de la orilla del pozo. Cuando la piedra y los desechos del inframundo se habían quemado y liberado su azufre, la gravilla se había tornado de un color rosa brillante, del tono de un camarón en días secos, y más oscuro, del color de un cangrejo, en días húmedos. Ahora mostraba un color camarón pálido, con escarcha de color blanco azulado. A Connie le agradaba esa alfombra de gravilla de un brillante color de rosa. Incluso un viento dañino puede traer algo bueno.
Clifford condujo con cautela por la pendiente de la colina, Connie tenía una mano sobre la silla. Enfrente se hallaba el bosque, delante los avellanos y más allá la densidad purpúrea de los robles. En la linde del bosque los conejos retozaban y mordisqueaban. De pronto los grajos alzaron el vuelo en una hilera negra y se alejaron en una franja del firmamento.
Connie abrió el portón de la cerca y Clifford, esforzándose, se internó en el amplio sendero de herradura que se abría paso en una pendiente entre los avellanos desnudos. La arboleda era lo que quedaba del gran bosque donde Robin Hood cazaba, y el sendero era un antiguo camino que cruzaba el condado. Ahora, por supuesto, era sólo una vereda entre el bosquecillo privado. La carretera a Mansfield viraba allí hacia el norte.
En la fronda todo se hallaba inmóvil, en el suelo las hojas muertas mantenían la escarcha en el lado oculto. Un azulejo llamó ásperamente y muchos pájaros revolotearon. Pero no había caza, no quedaba un faisán; los habían aniquilado durante la guerra y el bosque había quedado sin protección, hasta que ahora Clifford había contratado de nuevo al guardabosque.
Clifford amaba el bosque, sobre todo los viejos robles. Sentía que habían sido suyos durante generaciones. Y deseaba protegerlos. Quería que ese sitio fuera inviolable, aislado del mundo.
La silla avanzaba con lentitud por la pendiente, meciéndose y sacudiéndose sobre los terrones congelados. De repente, a la izquierda apareció un claro donde no había nada más que un grupo de helechos muertos, algunos arbolitos largos y delgados brotando aquí y allá, grandes tocones que mostraban las marcas