El amante de Lady Chatterley. D. H. Lawrence

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El amante de Lady Chatterley - D. H. Lawrence Clásicos

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de cosas que lo motivara. Pero el extraño lo advirtió. Para Connie, en su mundo y en su vida todo parecía raído, agotado, y su insatisfacción era más antigua que las colinas.

      Llegaron a la casa por la parte de atrás, donde no había escalones. Clifford se las arregló para trasladarse a la silla de ruedas de la casa; tenía unos brazos fuertes y flexibles. Connie le ayudó a acomodar sus piernas muertas.

      El guardabosque, mientras esperaba el permiso para retirarse, observaba con atención, no se perdía detalle. Palideció, con algo cercano al temor, cuando Connie tomó en sus brazos las piernas inertes y las llevó a la otra silla, mientras Clifford giraba el cuerpo. Mellors parecía asustado.

      —Gracias por la ayuda, Mellors —dijo Clifford indiferente, mientras se dirigía a las habitaciones de la servidumbre.

      —¿Se le ofrece algo más, señor? —dijo Mellors con voz neutra, como salida de un sueño.

      —Nada más. Buenos días.

      —Buenos días, señor.

      —Buenos días. Ha sido muy amable en subir la silla. Espero que no se haya fatigado —dijo Connie mirando al guardabosque, que se hallaba fuera.

      La mirada de Mellors se posó en ella un instante, como si despertara. Era muy consciente de su presencia.

      —¡No, no fue muy pesado! —dijo rápidamente. Luego su voz adquirió el tono tosco de la jerga coloquial—. ¡Buenos días a usted, señoría!

      —¿Quién es el guardabosque? —preguntó Connie durante la comida. —Mellors. Ya lo conoces.

      —Sí, pero... ¿De dónde salió?

      —De ninguna parte. Es de Tevershall. Creo que hijo de un minero.

      —¿Y él ha sido minero?

      —Herrero en la mina, creo que jefe de herreros. Fue guardián aquí dos años, antes de la guerra, hasta que se alistó. Mi padre siempre tuvo muy buena opinión de él, así que cuando volvió y fue a pedir trabajo de herrero en la mina, lo traje de regreso como guardián. Me alegró mucho contar con él, es casi imposible encontrar por aquí un buen guardabosque, se necesita un hombre que conozca a la gente.

      —¿Es casado?

      —Lo fue. Pero su mujer se enredó con... con varios hombres y acabó con un minero de Stacks Gate. Creo que sigue viviendo allí.

      —Entonces, ¿está solo?

      —Más o menos. Su madre vive en el poblado, y creo que tiene un hijo. Clifford fijó en Connie la mirada de sus ligeramente prominentes ojos azul pálido, en los cuales apareció cierta vaguedad. Parecía alerta en primer plano, pero en el fondo, como en la atmósfera de las Midlands, había bruma, una niebla humosa.

      Y la bruma parecía avanzar. De modo que cuando miró a Connie a su manera peculiar, mientras le daba una precisa información peculiar, ella percibió que la mente de Clifford se llenaba de niebla, de nada. Y eso la asustó. Clifford parecía impersonal, al borde de la idiotez.

      Vagamente discernió una de las grandes leyes del espíritu humano: cuando el alma emocional recibe un golpe lacerante que no mata el cuerpo, el alma parece recuperarse en la medida en que el cuerpo se recupera. Pero esto es sólo apariencia. En realidad no es sino el mecanismo de un hábito reasumido. Poco a poco la herida del alma comienza a hacerse sentir, como un moretón que lentamente lleva a lo profundo su terrible dolor, hasta que llena por completo la mente. Y cuando creemos que nos hemos recuperado y olvidado, los terribles efectos secundarios alcanzan su peor momento.

      Eso había sucedido con Clifford. Una vez que estuvo “bien”, una vez que volvió a Wragby y escribía sus cuentos y a pesar de todo se sentía seguro de la vida, parecía haber olvidado y recuperado su ecuanimidad. Y entonces, lentamente, al paso de los años, Connie percibió que la herida del horror y del miedo emergía y se extendía en Clifford. Por un tiempo se había mantenido en lo profundo, adormecida, como si no existiera. Y ahora lentamente comenzaba a afirmarse en la propagación del miedo, casi una parálisis. Mentalmente Clifford permanecía alerta, pero el traumatismo del gran golpe se extendía gradualmente en su yo afectivo.

      Y mientras se diseminaba en él, Connie sintió que la invadía. Poco a poco se extendía en ella un pavor interno, un vacío, una indiferencia hacia todo. Cuando Clifford se hallaba excitado era capaz aún de charlar con brillantez y, por así decirlo, controlar el futuro: como en el bosque, cuando habló de que ella tuviera un hijo y diera un heredero a Wragby. Y el día siguiente las brillantes palabras no eran sino hojas muertas desmenuzándose y convirtiéndose en polvo, sin significado, arrastradas por una ráfaga de viento. No eran las frondosas palabras de una vida verdadera, jóvenes y enérgicas y adheridas al árbol. Eran las hordas de hojas caídas de una vida inútil.

      Así lo veía ella en todas partes. Los mineros de Tevershall de nuevo hablaban de huelga, y a Connie le parecía que no se trataba de una manifestación de energía sino de una herida de guerra que había estado en suspenso y lentamente salía a la superficie y creaba el gran dolor de la inquietud y el estupor y el descontento. La herida era profunda, muy profunda. Era la herida de una guerra inhumana y falsa. Tomaría muchos años a la sangre vital de las generaciones disolver el vasto coágulo negro de sangre magullada, inserto muy adentro de las almas y los cuerpos. Y necesitaría una nueva esperanza.

      ¡Pobre Connie! Al paso de los años, lo que la afectó fue el temor a la nada en su vida. La vida intelectual de Clifford y la suya propia comenzaron gradualmente a sentirse como nada. El matrimonio de la pareja, la vida juntos, se basaba en un hábito de intimidad del que él hablaba: había días en que todo no era sino vacío, nada. Se trataba sólo de palabras, excesivas palabras. La única realidad era la nada, y sobre ella una verborrea hipócrita.

      En eso descansaba el éxito de Clifford: ¡la diosa meretriz! Cierto, casi era famoso y sus libros le daban mil libras. Su fotografía estaba en todas partes. En una de las galerías había un busto de él y en otras dos tenían un retrato suyo. Parecía el más moderno entre las voces modernas. Con su sorprendente instinto de inválido para la publicidad, en cuatro o cinco años se había convertido en el más popular de los jóvenes “intelectuales”, aunque Connie no lograba ver dónde entraba lo intelectual. Clifford era muy competente para ese análisis levemente humorístico de las personas y sus motivos, que al final hace pedazos todo. Era como esos cachorros que hacen trizas los cojines del sofá, sólo que él no era joven y juguetón, sino curiosamente viejo y obstinadamente engreído. Era extraño y eso no era nada. Esta era la sensación que multiplicaba su eco en el fondo del alma de Connie: era una bandera, una maravillosa demostración de nada. Y a la vez alarde. ¡Un alarde! ¡Un alarde! ¡Un alarde!

      Michaelis había tomado a Clifford como el personaje principal de una obra de teatro; ya había diseñado la trama y escrito el primer acto. Michaelis era mejor que Clifford para crear una demostración de nada. Era el último grano de pasión que quedaba en esos hombres: la pasión de demostrar. Sexualmente carecían de pasión, estaban muertos. Y ahora no era dinero lo que buscaba Michaelis. Clifford jamás había puesto en primer término el dinero, aunque se lo embolsaba siempre que podía porque el dinero era el troquel y la marca del éxito. Y era el éxito lo que ellos anhelaban. Deseaban, ambos, hacer una demostración concreta, una muestra de sí mismos capaz de cautivar por un tiempo a la vasta población.

      Era extraño, prostituirse a los pies de la diosa meretriz. Para Connie, que estaba fuera de eso, y en quien se había

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