El amante de Lady Chatterley. D. H. Lawrence
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Читать онлайн книгу El amante de Lady Chatterley - D. H. Lawrence страница 18
Luego, cuando ya se iba, oyó voces y retrocedió. ¡Gente! No deseaba ver gente. Entonces su fino oído captó otro sonido y se reanimó; el llanto de un niño. Sin perder tiempo se dirigió al lugar, alguien estaba maltratando a un niño. Avanzó a zancadas por el camino húmedo, dominada por la ira. Se sentía dispuesta a montar una escena.
Al doblar un recodo vio dos figuras en el camino, poco más adelante: el guardabosque y la niña que lloraba, vestida con un abrigo morado y un gorro de algodón. —¡Ah, cállate ya, pequeña zorra! —se escuchó la voz colérica del hombre, y el llanto subió de tono.
Constance se acercó, los ojos relampagueantes. El hombre se volvió hacia ella y la saludó con frialdad; estaba pálido de ira.
—¿Qué está pasando? ¿Por qué llora la pequeña? —exigió Constance apremiante, con la respiración agitada.
Una débil sonrisa, como de burla, apareció en el rostro del hombre. —Pregúntele a ella —dijo crudamente, con acento local.
Connie sintió como si él la hubiera golpeado en el rostro, que súbitamente
enrojeció. Desafiante, encaró al hombre, le clavó la mirada de sus llameantes ojos de un azul oscuro.
—Le pregunté a usted —jadeó ella. Él hizo una extraña reverencia y se levantó el sombrero.
—Así es, señoría —dijo, y añadió en dialecto vernáculo—. Pero no puedo decírselo. —Y se convirtió en un soldado inescrutable y pálido por la contrariedad.
Connie se volvió hacia la niña, una pequeña de nueve o diez años, de rostro colorado y cabello negro.
—¿Qué te pasa, querida? ¿Por qué lloras? —le dijo, con la apropiada dulzura convencional. Los tímidos sollozos se hicieron más violentos y eso desató mayor dulzura de Connie.
—¡Está bien, está bien, ya no llores! Dime qué te hicieron —en el tono de Connie había una intensa ternura. Hundió una mano en un bolsillo de su chaqueta y encontró una moneda de seis peniques.
—¡Ya no llores! —dijo inclinándose ante la niña—. Mira lo que tengo para ti.
Sollozos, gemidos, una mano se alejó de la cara llorosa y un astuto ojo negro se posó por un momento en la moneda. Luego hubo más sollozos, aunque contenidos. —¡Dime qué te pasa, dime! —dijo Connie y puso la moneda en la mano regordeta, que se cerró sobre ella.
—¡Es por... es por el gatito!
Estremecimientos del llanto que cedía.
—¿Qué gatito, querida?
Después de un breve silencio el tímido puño, apretando la moneda, señaló un matorral de zarzamoras. —¡Ahí!
Connie dirigió la mirada a ese punto y allí estaba tendido un gran gato negro, con sangre encima.
—Oh —dijo Connie con asco.
—Un cazador furtivo, señoría —dijo el hombre en tono irónico.
Connie lo miró con enojo.
—No me extraña que la niña llore —dijo—, mató ese gato delante de ella. ¡No me extraña nada que llore!
Mellors miró a Connie a los ojos, mudo, despectivo, sin ocultar sus sentimientos. Y de nuevo ella se sonrojó; había montado una escena y se dio cuenta de que el hombre no la respetaba.
—¿Cómo te llamas? —dijo con aire jovial a la niña—. ¿No quieres decirme tu nombre?
La pequeña respiró profundo y luego dijo con voz aflautada. —Connie Mellors.
—¡Connie Mellors! ¡Qué bonito nombre! ¿Saliste con tu papá y él le disparó a un gatito? Pero era un gato malo.
La niña la miró con sus atrevidos ojos oscuros, escrutándola, midiéndola y midiendo su compasión.
—Quería quedarme con mi abuela —dijo la niña. —¿Y dónde está tu abuela?
La niña señaló el camino con un brazo.
—En la casa.
—Ah... ¿Quieres ir con ella?
La niña se estremeció. Parecía que de nuevo echaría a llorar.
—¡Sí!
—¿Quieres que te lleve? ¿Quieres que te lleve con tu abuela? Para que tu papá
pueda hacer su trabajo —Connie se volvió hacia el hombre—. Es su hija, ¿verdad? Él saludó. Asintió con un ligero movimiento de la cabeza.
—¿Puedo llevarla a la casa? —preguntó Connie.
—Si su señoría lo desea.
El guardián de nuevo la miró a los ojos con una mirada tranquila, imparcial. La mirada de un hombre muy solo, independiente.
—¿Quieres ir conmigo a la casa, con tu abuela?
La niña volvió a piar.
—¡Sí! —dijo con una sonrisa forzada.
A Connie le disgustó; era una niña mimada y falsa. Sin inquina, le enjugó la
cara y la tomó de la mano. El guardián saludó en silencio.
—¡Que tenga buen día! —dijo Connie.
Se hallaban a cerca de kilómetro y medio de la casa. Cuando divisaron la pintoresca casita del guardabosques, Connie la mayor estaba harta de Connie la menor. La niña estaba llena de trucos, como un pequeño mono, y muy segura de sí misma. La puerta de la casa estaba abierta y de dentro venía un traqueteo. Connie se detuvo y la niña se soltó y echó a correr hacia el interior. —¡Abuela ¡Abuela!
—¿Por qué has vuelto tan temprano?
Era la mañana de un sábado y la abuela había estado puliendo la estufa. Tenía puesto un delantal de arpillera, llevaba un cepillo en una mano y mostraba una mancha de tizne en la nariz. Era una mujer pequeña y seca.
—¿Qué está pasando? —dijo, y rápidamente se pasó un brazo por la cara cuando vio a Connie frente a la casa.
—Buenos días —dijo Connie—. La niña estaba llorando, así que la traje a casa.
La abuela se dirigió a la niña.
—¿Dónde está tu padre?
La nieta se aferró a las faldas de la abuela y sonrió.
—Estaba con ella —dijo Connie—, pero le disparó a un