El amante de Lady Chatterley. D. H. Lawrence

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El amante de Lady Chatterley - D. H. Lawrence Clásicos

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muy amable de su parte, pero no tenía por qué molestarse en traerla. ¡Habrase visto! —la vieja se volvió hacia la pequeña—. ¡La buena de Lady Chatterley tomándose esas molestias por ti! ¡Sin ninguna necesidad!

      —No fue molestia, sólo un paseo —dijo Connie sonriendo.

      —¡Fue muy amable de su parte, se lo agradezco! ¡Así que ella estaba llorando! Sabía que algo iba a pasar en cuanto se alejaran. Esta niña le tiene miedo, eso es lo que pasa. Para ella es como un extraño, muy extraño, y no creo que lleguen a llevarse bien. Él es muy raro.

      Connie no supo qué decir.

      —¡Mira, abuela! —dijo la niña, radiante.

      La vieja vio la moneda de seis peniques en la mano de la niña.

      —¡Ah, seis peniques! Oh, su señoría, no tiene que hacerlo, no tiene por qué.

      ¿Ves qué buena es Lady Chatterley contigo? Has tenido suerte esta mañana.

      La mujer pronunció el nombre como toda la gente del pueblo lo hacía:

      Chat’ley. “¿Ves qué buena es Lady Chat’ley contigo?”

      Connie no pudo evitar ver la nariz de la vieja y ésta se limpió con negligencia

      la cara con el dorso de la muñeca y no logró quitar el tizne.

      Connie comenzó a alejarse.

      —Le agradezco mucho, Lady Chat’ley, se lo aseguro... Dale las gracias a Lady

      Chat’ley —ordenó a la niña.

      —Gracias —gorjeó la pequeña.

      —Adiós, cariño. Buenos días —dijo Connie riendo y se alejó aliviada.

      Le pareció curioso que ese hombre delgado y altanero tuviera por madre a esa mujer pequeña y sagaz.

      Tan pronto como Connie se fue, la mujer se acercó al trozo de espejo que

      tenía en la cocina y se vio la cara. Viéndola, con un pie golpeaba el piso con impaciencia.

      —¡Tenía que encontrarme con este tosco delantal y la cara sucia! ¡Bonita idea va a tener de mí!

      Connie se dirigió lentamente a su hogar en Wragby. ¡Hogar! Era una palabra excesivamente cálida para esa enorme y tediosa madriguera. Era una palabra que había tenido sus días, pero ahora era una palabra caduca. Todas las grandes palabras, le parecía a Connie, eran para su generación palabras decrépitas: amor, alegría, felicidad, hogar, madre, padre, marido; todas esas palabras grandes y dinámicas estaban medio muertas y agonizaban cada día. El hogar era la casa donde vivías, el amor era un elemento sobre el que no te engañabas, alegría era una palabra que se aplicaba a un buen chárleston, felicidad era un término hipócrita utilizado para confundir a los demás, un padre era un individuo que disfrutaba su propia existencia, un marido era el hombre con quien vivías y a quien levantabas el ánimo. En cuanto al sexo, la última de las grandes palabras, era un término usado en las fiestas para describir la excitación que te duraba un tiempo y luego te dejaba más andrajoso que nunca. ¡Deshilachado! Era como si estuvieras hecho de un material barato que se iba deshaciendo en la nada.

      Todo lo que quedaba era un terco estoicismo: y en él se hallaba un inequívoco placer. En la experiencia de la nada de la vida, fase tras fase, etapa tras etapa, había cierta espantosa satisfacción. ¡Eso era todo! Siempre era ésta la última declaración: hogar, amor, matrimonio, Michaelis: ¡Eso era todo! Y cuando uno muriera sus últimas palabras serían: ¡Eso era todo!

      ¿Dinero? Quizás en este caso no pudiera decirse lo mismo. El dinero siempre hacía falta. El dinero, el éxito, la diosa meretriz, como Tommy Dukes se empeñaba en llamarla citando a Henry James, era una necesidad permanente. No podía gastarse la última moneda y decir luego: ¡Eso es todo! No, si llegaras a vivir diez minutos más, ibas a querer más monedas para esto o lo otro. Para que el negocio siguiera funcionando automáticamente, requerías dinero. Era indispensable tenerlo. Y no necesitabas nada más. ¡Eso era todo!

      Porque, por supuesto, no tenías la culpa de estar vivo. Una vez que estás vivo, el dinero es una necesidad, la única necesidad absoluta. En caso de apuro puedes conseguir cualquier cosa. Pero no dinero. Enfáticamente, ¡de eso se trata!

      Connie pensó en Michaelis y el dinero que podría haber tenido con él e incluso el que ella no deseaba. Prefería los ingresos menores que ella ayudó a ganar a Clifford con sus escritos, escritos que ella había ayudado a hacer. “Clifford y yo juntos ganamos mil doscientas libras al año escribiendo”, así lo consideraba ella. ¡Hacer dinero! ¡Hacer dinero! De la nada. ¡Sacándolo del aire! ¡La última hazaña de la que humanamente se puede estar orgulloso! Lo demás eran tonterías.

      Connie volvió a casa a unir fuerzas con Clifford, para inventar otro cuento a partir de la nada, un cuento que significaba dinero. Clifford parecía preocuparse mucho de la calidad de sus relatos. A ella esto no le preocupaba. ¡No tiene sustancia!, había dicho su padre. ¡Doce cientos de libras el año anterior!, fue la réplica simple y definitiva.

      Cuando eres joven, dispones los dientes, muerdes y resistes hasta que el dinero comienza a fluir de un lugar invisible; era una cuestión de poder. Era una cuestión de voluntad; una muy sutil y poderosa emanación de tu voluntad que te devuelve la misteriosa nada del dinero, una palabra escrita en un trozo de papel. Una suerte de magia triunfal. ¡La diosa meretriz! Bien, si uno ha de prostituirse, ¡que sea a la diosa meretriz! Siempre se podía despreciarla, así uno se haya prostituido ante ella, lo cual era magnífico.

      Por supuesto, Clifford aún respetaba tabús y fetiches infantiles. Deseaba que lo consideraran “verdaderamente bueno”, lo cual era un completa tontería. Lo de verdad bueno era lo que se imprimía. No era bueno ser de verdad bueno y quedarse con el material. Era como si los hombres “realmente buenos” perdieran el autobús. Después de todo sólo se vive una vez, y si pierdes el autobús te quedarás en la calle con el resto de los fracasos.

      Connie contemplaba un invierno en Londres con Clifford, el siguiente invierno. Él y ella habían cogido bien el autobús y bien podían viajar un tiempo en la parte alta, para exhibirse.

      Lo único malo era que Clifford tendía a mostrarse confuso, ausente, a caer en ataques de depresión vacíos. Era la herida de su psique emergiendo. Y eso provocó que Connie quisiera gritar. Oh, Dios, si el mecanismo de la conciencia fallaba, ¿qué se debía hacer? ¡Al diablo con todo, cada uno hacía su parte! ¿Había que defraudar?

      A veces Connie lloraba amargamente, e incluso en pleno llanto se decía: Tonta, mojando pañuelos. Como si sirviera de algo.

      Desde Michaelis había decidido que no quería nada. Esa parecía la solución más simple para lo que de otro modo sería insoluble. No deseaba más de lo que tenía, sólo deseaba seguir adelante con lo que había conseguido: Clifford, los relatos, Wragby, la renta Lady Chatterley, dinero y fama, tal como sucedía. Quería seguir adelante con todo. Amor, sexo, toda esa clase de cosas, sólo agua helada. Lámelo y olvídalo. Si en tu mente no dependes de ello, no es nada. Especialmente el sexo. ¡Nada! Resuélvelo en tu mente y terminará el problema. El sexo y una bebida, los dos duran más o menos lo mismo, producen el mismo efecto y tienen un costo aproximado.

      ¡Un niño, un bebé!

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