El amante de Lady Chatterley. D. H. Lawrence
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El amante de Lady Chatterley - D. H. Lawrence страница 20
¡Eso era todo!
Connie tenía el niño metido en la cabeza. ¡Espera! ¡Espera! Tamizaría generaciones enteras de hombres hasta dar con uno que valiera la pena. “Recorre las calles y callejones de Jerusalén y trata de encontrar un hombre”. Había sido imposible encontrar un hombre en la Jerusalén del profeta, aunque abundaban los humanos de sexo masculino. ¡Pero un hombre!, ¡c’est une autre chose!
Connie tenía la idea de que tendría que ser un extranjero: no un inglés y mucho menos un irlandés. Un extranjero auténtico.
¡Espera! ¡Espera! El próximo invierno iría con Clifford a Londres, y el siguiente irían al extranjero, el sur de Francia, Italia. ¡Espera! No había prisa con el niño. Era un asunto exclusivamente suyo, y el único punto que, a su extraña manera femenina, se tomaba en serio hasta el fondo de su alma. No se arriesgaría con el primero en llegar, ¡no, nunca! Se puede elegir un amante en cualquier momento, pero no al hombre que engendrará un hijo en tu vientre. ¡Espera, espera!, esto es algo muy diferente. “Recorre las calles y callejones de Jerusalén...” No se trata del amor, se trata de un hombre. Uno al que incluso se pueda odiar en lo personal. Y si era el hombre, ¿qué podía importar el odio personal? Esto tenía que ver con otra parte de uno mismo.
Como de costumbre había llovido y los senderos estaban muy húmedos para la silla de Clifford, pero Connie salía. Salía sola todos los días, principalmente al bosque, donde se hallaba sola todo el tiempo. No veía a nadie por allí.
Esta vez quería enviarle un mensaje al guardián, y como el mensajero estaba en cama con influenza —siempre parecía haber alguien con influenza en Wragby—, Connie se ofreció para ir a la casa de campo.
El aire era suave y siniestro, como si el mundo agonizara lentamente. Gris, pegajoso y silente, incluso el que llegaba de las minas de carbón, porque los pozos estaban trabajando corto tiempo y ese día estaban detenidos por completo. ¡El fin de todas las cosas!
El bosque entero estaba inerte, inmóvil, sólo se escuchaba el choque hueco de las gotas que caían de las ramas desnudas. Por lo demás, entre los árboles había una grisura profunda dentro de lo profundo, inercia sin esperanza, silencio, nada.
Connie caminaba sin prisa. El viejo bosque despedía una antigua atmósfera melancólica que de alguna manera la tranquilizaba, era mejor que la dura insensibilidad del mundo exterior. A Connie le gustaba la intimidad del bosque remanente, la muda reticencia de los viejos árboles. Parecía un poderoso silencio y a pesar del silencio una presencia vital. Ellos también esperaban: obstinados, estoicos, y emitían la potencia del silencio. Quizá sólo aguardaban el final; la hora de ser talados y eliminados, el fin del bosque, y para ellos el fin de todas las cosas. Aunque quizá su fuerte y aristocrático silencio, el silencio de los árboles fuertes, significaba algo más.
Cuando Connie abandonó el bosque en el lado norte, la casa del guardián, una casa de oscura piedra morena, con aguilones y una hermosa chimenea, de tan silenciosa y sola parecía deshabitada. Pero una hebra de humo se elevaba desde la chimenea, y el pequeño jardín cercado del frente se veía limpio y ordenado. La puerta de la casa se hallaba cerrada.
Frente a la casa Connie sintió temor de la presencia del hombre, de sus ojos inquisitivos y penetrantes. No le gustaba llevarle órdenes y sintió el deseo de alejarse. Golpeó suavemente la puerta y nadie acudió. Golpeó de nuevo sin gran fuerza y tampoco hubo respuesta. Se asomó por la ventana y vio el pequeño cuarto oscuro, con su privacidad casi siniestra que rechazaba cualquier invasión.
Erguida, escuchó y le pareció oír ruido detrás de la cabaña. Su fracaso para hacerse oír le devolvió la entereza, no se dejaría vencer.
Le dio vuelta a la casa. En la parte posterior el terreno ascendía y el patio quedaba hundido y cercado por un muro de piedra no muy alto. Dobló la esquina de la casa y se detuvo. En el pequeño patio, a dos pasos de ella, el hombre se estaba lavando, ajeno por completo a la presencia de la señora. Desnudo hasta la cintura, el pantalón de pana caía sobre sus delgadas caderas. Su blanca espalda se hallaba curvada sobre una palangana de agua jabonosa, en la cual sumergía la cabeza, agitándola con un extraño y rápido movimiento, levantando los delgados brazos blancos y expulsando el agua jabonosa de sus orejas, rápido, como una comadreja jugando en el agua, completamente solo. Connie retrocedió y se apresuró a internarse en el bosque. A pesar de su entereza, sufrió una fuerte impresión, aunque no se trataba sino de un hombre lavándose, algo común y corriente. ¡Dios sabía!
De alguna singular manera fue una experiencia visionaria: y la había golpeado en el centro del cuerpo. Vio el tosco pantalón deslizándose sobre la delicada, pura y blanca piel, sobre los huesos; y esa sensación de soledad de una persona sencillamente sola, la abrumó. La desnudez perfecta, blanca y solitaria de una criatura que vive sola, interiormente sola. Y más allá, la innegable belleza de una criatura inmaculada. No la materia de la belleza, ni siquiera el cuerpo de la belleza, sino los destellos, el calor, la llama de una vida individual, revelándose en contornos que se pueden tocar: ¡un cuerpo!
Connie había recibido el impacto de la visión en el vientre, y lo supo, estaba dentro de ella. Pero su mente la incitaba a ridiculizar. ¡Un hombre lavándose en el patio! ¡Sin duda con un jabón amarillo que olía a azufre! Estaba muy confundida; ¿por qué tenía que tropezar con esa vulgaridad privada?
Se alejó de sí misma y un momento después se sentó en un tocón. Estaba muy confundida para pensar. Pero en medio de su desconcierto estaba decidida a entregar el mensaje al guardián. No retrocedería. Debía darle tiempo para vestirse, mas no para abandonar la casa. Posiblemente se estaba preparando para salir.
Lentamente inició el camino de regreso, escuchando. Al acercarse, la cabaña lucía igual que antes. Un perro ladró y ella tocó a la puerta, su corazón tamborileaba a pesar de sí misma.
Escuchó que el hombre bajaba por la escalera. Él abrió la puerta de golpe y la sobresaltó. Parecía molesto, pero al instante la sonrisa acudió a su rostro.
—¡Lady Chatterley! —dijo—. ¿Quiere pasar?
Sus modales eran naturales y comedidos; ella cruzó el umbral y entró a la monótona habitación.
—Sólo vine a traerle un mensaje de Sir Clifford —dijo Connie con su voz suave y jadeante.
El hombre la estaba mirando con esos ojos azules que lo escudriñaban todo, lo cual la hizo desviar un poco el rostro. El hombre pensó que se veía atractiva, casi hermosa en su timidez, y de inmediato tomó el control de la situación.
—¿Le gustaría sentarse? —preguntó el guardián, suponiendo que ella no aceptaría. La puerta seguía abierta.
—¡No, gracias! Sir Clifford dese saber si...
Le dio el mensaje, mirándolo inconscientemente a los ojos. Y ahora esos ojos lucían cálidos y amables, particularmente para una mujer, maravillosamente cálidos, y amables, y tranquilos.
—Muy bien, señoría. Me encargaré