El amante de Lady Chatterley. D. H. Lawrence

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El amante de Lady Chatterley - D. H. Lawrence Clásicos

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solo, señoría.

      —¿Y su señora madre?

      —Vive en su propia casa, en el poblado. —¿Con la niña?

      —Con la niña —dijo el hombre.

      Y su rostro liso y gastado adoptó una apariencia de inefable burla. Era un rostro que cambiaba todo el tiempo, desconcertante.

      —Mi madre viene a hacer la limpieza los sábados —dijo viendo que Connie parecía perpleja—. De lo demás me encargo yo.

      De nuevo Connie lo miró a los ojos. Los del hombre sonreían de nuevo, socarrones, aunque cálidos y azules y en cierto modo amables. Ella lo miró inquisitiva. Él vestía pantalón y camisa de franela y una corbata gris, el pelo suave y húmedo, el rostro pálido y erosionado. Cuando sus ojos dejaron de reír, se veían como unos ojos que han sufrido mucho, aunque no perdían su calor. La palidez del aislamiento cayó sobre él, ella no estaba allí para él.

      Connie quería decir muchas cosas y no dijo ninguna. Lo miró de nuevo y dijo: —Espero no haberlo molestado.

      Una leve sonrisa irónica entrecerró los ojos del hombre.

      —Nada más me estaba peinando. Siento no haberme puesto algo encima, pero no tenía idea de quién estaba tocando. Nadie viene aquí, y lo inesperado suena amenazador.

      Echó a andar delante de ella por el sendero del jardín para sostener la puerta. En camisa, sin la desaliñada chaqueta de pana, ella de nuevo apreció lo esbelto que era, delgado, algo encorvado. Cuando ella pasó a su lado, había algo joven y brillante en el cabello del hombre, en sus ojos inquietos. Al parecer era un hombre de unos treinta y siete o treinta y ocho años.

      Connie se internó en el bosque sabiendo que él la miraba alejarse; el hombre la perturbaba, a pesar de su entereza.

      Él, cuanto entró a la casa, pensaba: “¡Es linda y es real! Es más linda de lo que se imagina”.

      Ella se lo preguntaba todo sobre él. No parecía un guardabosque y tampoco un minero, aunque tenía algo en común con la gente del lugar. Y poseía también algo poco común.

      —El guardabosques, Mellors, es una persona extraña —le dijo a Clifford—, podría pasar por un caballero.

      —¿De verdad? —dijo Clifford—. No me había dado cuenta.

      —¿No crees que hay algo especial en él? —insistió Connie.

      —Me parece un buen hombre, pero no sé gran cosa de él. Dejó el ejército el año pasado, hace menos de un año. Creo que estuvo en la India. Debió de aprender algunos modales por allá, quizás era asistente de un oficial y eso lo ayudó a refinarse. Algunos hombres eran así. Pero no les hace mucho bien, pues de regreso a casa tienen que volver a sus viejos lugares.

      Connie miró a Clifford con aire reflexivo. Vio en su actitud el peculiar desprecio, característico de su estirpe, hacia alguien de clase baja que desea superarse.

      —¿No crees que hay algo especial en él? —preguntó.

      —¡Francamente no! Nada que haya visto.

      Clifford la miró con curiosidad, inquieto, diríase que con sospecha. Y ella sintió que no le estaba diciendo la verdad y que no se estaba diciendo la verdad. Le disgustaba cualquier alusión a cualquier humano excepcional. La gente era más o menos de su nivel o estaba por debajo.

      Connie volvía a percibir la estrechez y la miseria moral de los hombres de su generación. ¡Eran muy cerrados, los asustaba la vida!

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