El amante de Lady Chatterley. D. H. Lawrence
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L’amour avait passe par la, como alguien dijo. Pero el padre era un hombre de experiencia y dejó que la vida siguiera su curso. En cuanto a la madre, una inválida nerviosa en los últimos meses de su vida, deseaba que sus hijas fueran “libres” y “se realizaran”. Ella nunca había logrado ser ella misma, se le había negado. Sabría el cielo por qué, pues era una mujer con ingresos propios y determinación. Culpaba al marido. La verdad es que dependía de una vieja huella de autoridad que dominaba su mente o su alma y de la que nunca pudo deshacerse. Nada que ver con Sir Malcolm, quien permitía que su independiente, hostil y nerviosa cónyuge viviera a su modo, mientras él seguía su particular camino.
De modo que las chicas eran libres y volvieron a Dresde y la música y la universidad y los jóvenes. Amaba cada una a su respectivo joven y cada joven las amaba con la pasión de la atracción mental. Todas las admirables cosas que los jóvenes pensaban, declaraban y escribían, lo pensaban, declaraban y escribían para ellas. El joven de Connie era musical, el de Hilda, técnico. Y ellos simplemente vivían para las chicas. En sus cerebros y en sus emociones mentales, claro. En otros aspectos mostraban cierto rechazo, aunque no lo sabían.
Era evidente que el amor había pasado por ellos: es decir, la experiencia física. Era curiosa la delicada e inconfundible transformación que experimentaban los cuerpos de hombres y mujeres: la mujer florecía, se redondeaba sutilmente, sus ángulos de juventud se suavizaban y su expresión era nerviosa o triunfal; el hombre se tornaba tranquilo, introvertido, la forma de sus hombros y sus nalgas era menos firme, más difuminada.
En el auténtico entusiasmo sexual dentro del cuerpo, las hermanas casi sucumbieron ante el extraño poder masculino. Pronto se recuperaron, tomaron tal entusiasmo como una mera sensación y permanecieron libres. Los hombres, en gratitud a la mujer por la experiencia sexual, permiten que sus almas escapen hacia ellas. Y después era como si hubieran perdido dos monedas y recuperado una. El hombre de Connie podía estar enfurruñado y el de Hilda mostrarse un tanto burlón. ¡Así son los hombres! Ingratos y jamás satisfechos. Cuando no los aceptas te odian porque no los quieres; y cuando los acoges de nuevo te odian por cualquier otra razón. O sin razón alguna, son niños descontentos y es imposible satisfacerlos, aunque la mujer haga cuanto pueda.
Como quiera que sea, estalló la guerra. Hilda y Connie volvieron apresuradamente a casa, donde habían estado en mayo para los funerales de su madre. Antes de la Navidad de 1914 sus jóvenes alemanes habían muerto y las hermanas los lloraron, los amaban apasionadamente y pronto los olvidaron. Ya no existían.
Las dos jóvenes vivían en la casa paterna —en realidad materna— de Kensington y alternaban con el grupo de jóvenes de Cambridge, el grupo que se pronunciaba por la “libertad”, los pantalones de franela, las camisas de franela de cuello abierto, una muy cultivada especie de anarquía sentimental, una voz susurrante y unos modales extremadamente sensibles. Inesperadamente, Hilda se casó con un hombre diez años mayor, el miembro más antiguo del grupo de Cambridge, hombre al que no le faltaba el dinero y gozaba de un confortable empleo hereditario en el gobierno: para más, escribía ensayos filosóficos. Se fue a vivir con él a una modesta casa en Westminster y se codeó con esa sociedad de gente del gobierno que no ocupa los puestos más altos pero que es, o podría ser, el auténtico poder intelectual de la nación, gente que sabe de qué habla o habla como si lo supiera.
Connie realizaba una forma atemperada de trabajo bélico y se reunía con los intransigentes de pantalón de franela de Cambridge, que por el momento se reían de todo. Su “amigo” era Clifford Chatterley, un joven de veintidós años que abandonó a toda prisa Bonn, donde estudiaba los aspectos técnicos de la minería del carbón. Antes había pasado dos años en Cambridge. Ahora era teniente en un regimiento elegante y, gracias al uniforme, podía burlarse de todo de manera encantadora.
Clifford Chatterley era de clase más alta que Connie. Connie pertenecía a la intelectualidad acomodada, pero él era un aristócrata. No de los más elevados, pero lo era. Su padre era baronet y su madre era hija de un vizconde.
Si bien Clifford era de más noble cuna que Connie, de más “alta sociedad”, a su manera resultaba provinciano y tímido. Se sentía confortable en el limitado “gran mundo”, es decir, en la sociedad aristócrata terrateniente, pero lo intimidaba y lo ponía nervioso ese otro gran mundo constituido por las vastas hordas de las clases medias y bajas y los extranjeros. La verdad sea dicha, lo asustaba un poco la humanidad de las clases medias y bajas, y los extranjeros que no pertenecían a su clase. De alguna manera paralizante, era consciente de su indefensión, aunque poseía la defensa del privilegio. Curioso fenómeno de nuestros tiempos.
De allí que la indulgente seguridad de una chica como Constance Reid lo hubiera fascinado. En el caótico mundo exterior, ella era mucho más dueña de sí que Clifford dueño de sí mismo.
Aunque Clifford también era un rebelde, incluso se rebelaba contra su clase. Quizá rebelde sea una palabra excesiva. La verdad es que estaba atrapado en el rechazo general y popular de los jóvenes de todo convencionalismo y de cualquier clase de autoridad. Los padres eran ridículos: el suyo, tan obstinado, el que más. Los gobiernos eran ridículos: en especial el nuestro, de esos que siempre esperan ver qué pasa. Los ejércitos eran ridículos, y lo eran los viejos generales mediadores, sobre todo el congestionado Kitchener. También la guerra fue ridícula, aunque mató mucha gente.
De hecho, todo era un poco ridículo o muy ridículo. Todo lo relacionado con la autoridad en el ejército, el gobierno o las universidades, era ridículo hasta cierto punto. Y también eran ridículas las aspiraciones de la clase gobernante a gobernar. Sir Geoffrey, el padre de Clifford, era intensamente ridículo, talando árboles y sacando a los hombres de su mina para lanzarlos a la guerra; y él mismo era prudente y patriótico, aunque gastaba en su país más dinero del que obtenía.
Cuando la señorita Chatterley —Emma— llegó de las Midlands a Londres para realizar labores de enfermería, hacía constantes comentarios, de manera discreta, sobre Sir Geoffrey y su resuelto patriotismo. Herbert, el hermano mayor y heredero, se reía con ganas, aunque eran sus árboles los que talaban para apuntalar trincheras.
Clifford se limitaba a sonreír nerviosamente. Todo era ridículo, en verdad. ¿Y si se estaba muy cerca uno devenía ridículo también? Al menos la gente de otra clase, como Connie, era sincera acerca de algo. Creía en algo.
Eran más sinceros acerca de los Tommies y la amenaza de la conscripción, y la escasez de azúcar y caramelos para los niños. En todos esos temas las autoridades eran ridículamente culpables. Pero Clifford no se lo tomaba en serio. Para él las autoridades eran ridículas por naturaleza, no por los caramelos o los Tommies.
Las autoridades se sentían ridículas y se comportaban de manera ridícula y entretanto todo era como una fiesta del sombrerero loco. Hasta que las cosas empeoraron y Lloyd George vino a salvar la situación. Esto sobrepasaba el ridículo, y el joven rebelde dejó de reír.
En 1916 Herbert Chatterley murió en combate y Clifford se convirtió en heredero. Cosa que lo aterrorizaba. Sin embargo, su importancia como hijo de Sir Geoffrey y muchacho de Wragby le fueron inculcados de tal modo que nunca pudo escabullirse. Sabía que también esto, a los ojos del vasto y crispado mundo, era ridículo. Heredero ahora y responsable de Wragby. ¿Acaso no era terrible? Y al mismo tiempo espléndido y, quizá, sencillamente absurdo.
Nada tenía Sir Geoffrey de absurdo. Era mediocre y nervioso, introvertido y obstinadamente determinado a salvar a su país y su propia posición, con Lloyd George o con quien fuera. Así de aislado estaba, tan divorciado de la Inglaterra que era en verdad Inglaterra; tan profundamente incapaz que se permitía tener una buena opinión de Horatio Bottomley Sir Geoffrey