El amante de Lady Chatterley. D. H. Lawrence
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Y quería que Clifford se casara y tuviera un heredero. Clifford sentía que su padre era un anacronismo sin esperanza. ¿Pero en qué le iba él por delante, excepto en la penosa sensación de que todo era ridículo, y en el supremo ridículo de su propia posición? Así y todo, tomo su baronía y Wragby con gran seriedad.
La alegre excitación había salido al fin de la guerra... muerta. Demasiada muerte, demasiado horror. Un hombre necesitaba apoyo y consuelo. Un hombre necesitaba tener un ancla en el mundo seguro. Un hombre necesitaba una esposa.
Los Chatterley, dos hermanos y una hermana, habían vivido curiosamente aislados, encerrados uno con otro en Wragby, a pesar de sus relaciones. La sensación de aislamiento intensificó los lazos familiares, el sentido de la debilidad de su posición, un sentido de indefensión, a pesar de, o a causa de, el título y la tierra. Se hallaban al margen de las Midlands industrializadas en las que transcurrían sus vidas. Y se habían marginado de su clase social a causa de la naturaleza taciturna, obstinada y solitaria de Sir Geoffrey, su padre, de quien hacían escarnio, pero a quien debían su naturaleza sensible.
Los tres afirmaban que podrían vivir juntos para siempre. Y ahora Herbert había muerto Y Sir Geoffrey deseaba que Clifford se casara. Sir Geoffrey casi no lo mencionaba, pero su muda y lúgubre insistencia dificultaba la resistencia de Clifford.
Pero Emma dijo ¡no! Era diez años mayor que Clifford y sostenía que el matrimonio constituiría una deslealtad, una traición a lo que habían defendido los jóvenes de la familia.
A pesar de todo Clifford se casó con Connie y pasó un mes de luna de miel con ella. Corría el año terrible de 1917 y estaban tan unidos como dos personas juntas en un barco que se hunde. Clifford era virgen cuando se casó y la parte sexual no significaba mucho para él. Con exclusión de esto, él y ella se entendían a la perfección. Y a Connie la contentaba esa intimidad que iba más allá del sexo, más allá de la satisfacción masculina. Por su parte, Clifford no parecía empeñado únicamente en buscar su satisfacción, como sucede con tantos hombres. No, la intimidad era más profunda, más personal. Y el sexo era un simple accidente, un agregado, uno de esos curiosos procesos orgánicos obsoletos que persistían en su propia torpeza, pero no eran realmente necesarios. Connie deseaba tener hijos, aunque sólo fuera para fortalecerla ante su cuñada Emma.
Pero a principios de 1918 Clifford fue enviado a casa destrozado y no hubo hijos. Y Sir Geoffrey murió de vacuidad.
II
Connie y Clifford se establecieron en Wragby en el otoño de 1920. La señorita Chatterley, disgustada aún por la deserción de su hermano, se había mudado a un pequeño piso en Londres.
Wragby era una antigua casona alargada de piedra parda comenzada a mediados del siglo XVIII y con añadidos posteriores, hasta que se convirtió en una madriguera sin distinción. Se hallaba en una elevación en medio de un parque de viejos robles, pero, ¡ay!, a corta distancia podía verse la chimenea de la mina de Tevershall, cercada por nubes de humo y vapor, y entre un húmedo y brumoso ambiente, la tosca aglomeración del poblado de Tevershall, que comenzaba casi a las puertas del parque y extendía su fealdad sin esperanza a lo largo de un par de kilómetros: casas, hileras de casas de ladrillo miserables y pequeñas, con techos de pizarra negra, ángulos agudos y una tristeza obstinada y vacía.
Connie estaba acostumbrada a Kensington, a las colinas de Escocia, a las ondulaciones de Sussex: esa era su Inglaterra. Con la actitud estoica de los jóvenes, le bastó una mirada para asumir la fealdad sin alma de la minería de carbón y hierro de las Midlands, y la tomó como lo que era, algo inconcebible en lo que no valía la pena pensar. Desde las deprimentes habitaciones de Wragby podía escuchar el traqueteo de las cribas del pozo, el zumbido de los motores, los rumores metálicos en el patio de maniobras, el ronco lamento de las locomotoras. El tiradero del pozo de Tevershall estaba ardiendo, había estado ardiendo durante años y costaría una fortuna apagarlo. Así que lo dejaron arder. Y cuando el viento soplaba en su dirección, lo cual ocurría a menudo, la casa se llenaba de la peste de la combustión sulfurosa de los excrementos de la tierra. Incluso en los días sin viento el aire olía a cosa subterránea, azufre, hierro, carbón, ácidos. Y aun en las rosas navideñas las manchas se asentaban con persistencia, inverosímiles, como un maná negro que caía de un cielo de perdición.
Bueno, allí estaba: ¡inevitable como el resto de las cosas! Era espantoso, ¿mas para qué esforzarse? Así era y así seguiría siendo. Era parte de la vida, como todo lo demás. Por la noche, en el bajo techo de nubes ardían temblorosos manchones rojos, hinchándose y contrayéndose como dolorosas quemaduras. Eran los hornos. Al principio este horror fascinaba a Connie, era como si viviera bajo la tierra. Luego se acostumbró. Y por las mañanas llovía.
Clifford decía que Wragby le gustaba más que Londres. La comarca tenía voluntad propia y su gente poseía agallas. Connie se preguntaba qué más tendrían: ciertamente, ni ojos ni mente. Eran personas demacradas, amorfas y tristes como la campiña e igualmente hostiles. Aunque en su profundo farfullar del dialecto y en el restregar de sus claveteadas botas de trabajo contra el asfalto cuando volvían a casa en pandillas, había algo terrible y un tanto misterioso.
No hubo bienvenida para el joven propietario, ni fiestas ni comité de recepción, ni siquiera una flor. Sólo un oscuro trayecto en automóvil por un camino oscuro y húmedo, en medio de árboles sombríos, cruzando la pendiente del parque donde grises y húmedas ovejas se alimentaban, hasta el montículo donde la casa desplegaba su fachada parda y el ama de llaves y su marido merodeaban como inseguros huéspedes sobre la faz de la tierra, listos para musitar unas palabras de bienvenida. No hubo comunicación entre la casa Wragby y Tevershall. Nada. No se tocaron las gorras ni hubo reverencias. Los mineros se limitaron a mirar, los comerciantes levantaron sus gorras hacia Connie como si fuera una conocida y asintieron nerviosos hacia Clifford. Eso fue todo. Un golfo intransitable y una especie de resentimiento silencioso en cada lado. Al principio Connie sufrió la permanente llovizna de resentimiento que venía del poblado. Luego se endureció ante ella y la convirtió en un tónico, algo revitalizante. No que Clifford y ella fueran aborrecidos, sólo que pertenecían a una especie distinta de los mineros. Golfo infranqueable, inefable brecha, tal como quizá no exista al sur de Trento. Pero existe en las Midlands y en el infranqueable golfo del norte industrial, a través del cual no hay comunicación posible. Te quedas en tu lado y me quedo en el mío. Extraña negación del pulso común de la humanidad.
El poblado simpatizaba con Clifford y Connie en abstracto. Pero en la carne concreta: —¡Déjame en paz! —de cada lado.
El párroco era un buen hombre de unos sesenta años, dedicado a su trabajo y personalmente reducido casi a la ausencia de identidad por el silencio —¡Déjame en paz!— del poblado. Las esposas de los mineros eran en su mayor parte metodistas. Los mineros no eran nada. El atuendo oficial que llevaba el clérigo era suficiente para ocultar el hecho de que era un hombre como cualquier otro. No, era el señor Ashby, una especie de institución de rezos y sermones.
El obstinado e instintivo “Somos tan buenos como usted, así sea Lady Chatterley”, confundía y desconcertaba muchísimo a Connie al principio. La extraña y sospechosa falsa amabilidad con la cual las esposas de los mineros acogían sus intentos amistosos; el insólitamente ofensivo tinte de: “¡Oh, Dios mío! Ahora soy alguien, Lady Chatterley me dirige la palabra, pero no tiene por qué pensar que no soy tan buena como ella”, que siempre oía en las voces a medias zalameras de las mujeres, le resultaba insoportable. No había manera de superarlo. Era un acto de rebeldía totalmente ofensivo.
Clifford se desentendió de todos ellos y Connie