El amante de Lady Chatterley. D. H. Lawrence
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Clifford era extremadamente tímido y muy consciente de que era un inválido. Odiaba el trato con la gente excepto sus sirvientes. Porque dependía de una silla de ruedas y una silla de motor. Aun así, seguía vistiéndose con elegancia, gracias a sus sastres caros, y usaba las cuidadas corbatas de Bond Street como antaño y se veía tan inteligente e impresionante como siempre. Nunca había sido uno de esos afeminados jóvenes modernos: era más bien campestre, de rostro rubicundo y hombros anchos. Pero su voz suave y reflexiva, y sus ojos, a la vez audaces y asustados, seguros e indecisos, revelaban su naturaleza. Su comportamiento era a menudo arrogante, y luego volvía a ser sencillo y discreto, casi tembloroso.
Connie y Clifford estaban muy unidos, a la distante manera moderna. A Clifford, el golpe de la invalidez lo había lastimado en lo profundo y le impedía ser relajado y frívolo. Era una cosa herida. Y como tal, Connie se apegaba a él apasionadamente. Aunque de nada servía que percibiera la limitada relación que tenía él con la gente. En cierto sentido, los mineros eran su gente, pero Clifford los veía como objetos más que como hombres, parte de la mina más que de la vida, toscos fenómenos naturales en vez de seres humanos como él. De alguna manera les temía, no soportaba que lo miraran ahora que era un lisiado. Y la extraña y agreste vida de los mineros le parecía tan poco natural como la de los erizos.
Clifford sentía un remoto interés, como el de un hombre que mirara a través de un microscopio o un telescopio. No tenía trato. No trataba con nadie, salvo, por tradición, con Wragby, y mediante el estrecho lazo de la defensa de la familia, con Emma. Más allá, nada le afectaba. Connie se daba cuenta que ella misma no le interesaba; quizá no había nada que rescatar en él; simplemente se negaba al contacto humano.
La verdad es que Clifford dependía totalmente de ella, la necesitaba en todo momento. Aunque era un hombre grande y fuerte, se hallaba indefenso. Podía desplazarse en la silla de ruedas y pasear con lentitud por el parque en la silla motorizada. Y cuando estaba solo era un caso perdido. Necesitaba a Connie para que le confirmara que él existía.
Y aun así era ambicioso. Le había dado por escribir relatos, extraños relatos personales sobre gente que había conocido. Historias ingeniosas, vengativas y, de alguna misteriosa manera, carentes de significado. Su capacidad de observación era extraordinaria y peculiar. Pero no había emoción, ningún contacto real. Era como si todo sucediera en el vacío. Y como en nuestros días el territorio de la vida es por mucho un escenario artificialmente iluminado, los relatos eran fieles a la vida moderna, esto es, a la psicología moderna.
Clifford era morbosamente sensible cuando se trataba de sus relatos. Deseaba que todos los consideraran buenos, los mejores, superiores. Aparecían en revistas muy modernas y eran elogiados o desaprobados, como se acostumbra. A Clifford el rechazo lo torturaba, eran cuchillos que le clavaban. Como si todo su ser estuviera comprometido en esas historias.
Connie le ayudaba tanto como podía. Al principio con gran entusiasmo. Clifford, a su manera monótona, insistente, persistente, le consultaba todo, y ella respondía con su plena capacidad. Como si su alma, su cuerpo y su sexo despertaran y pasaran a los relatos del marido. Esto la emocionaba y la absorbía.
La vida física de la pareja era casi inexistente. Ella tenía que supervisar el manejo de la casa. Aunque el ama de llaves había servido muchos años a Sir Geoffrey, y la anciana casi seca, superlativamente correcta, que apenas podía llamarse sirvienta o incluso mujer, la que servía la mesa, había estado en la casa durante cuarenta años. Incluso las mujeres de la limpieza ya no eran jóvenes. ¡Era horrible! Lo mejor que podía hacerse con ese sitio era dejarlo en paz. ¡Todas esas habitaciones que nadie usaba, la rutina de las Midlands, la limpieza mecánica y el orden mecánico! Clifford había insistido en contratar una nueva cocinera, la mujer con experiencia que le había servido en su piso en Londres. Por lo demás, el lugar parecía gobernado por la anarquía mecánica. Todo funcionaba a la perfección, con estricta limpieza y estricta puntualidad, incluso con estricta honestidad. Para Connie se trataba de una anarquía metódica. No existía el calor de un sentimiento que mantuviera la casa orgánicamente unida. Era tan deprimente como una calle por la que nadie pasa.
¿Qué podía hacer Connie sino dejar las cosas como estaban? Así que dejó la casa por la paz. La señorita Chatterley acudía de vez en cuando con su fino rostro aristocrático y, triunfal, se regocijaba al ver que nada había cambiado. Nunca perdonaría a Connie por haberla expulsado de la unión intelectual con su hermano. Era ella, Emma, quien debería ayudar a Clifford a pulir sus relatos, sus libros; las historias de los Chatterley, algo nuevo en el mundo que ellos, los Chatterley, habrían creado. No habría otra categoría. Ninguna relación orgánica con el pensamiento y la expresión de antes. Únicamente algo nuevo en el mundo: los libros Chatterley, enteramente personales.
El padre de Connie, en una fugaz visita a Wragby, confesó a su hija:
—En cuanto a los trabajos de Clifford, son ingeniosos, pero no tienen sustancia. ¡No perdurarán!
Connie miró al corpulento caballero escocés que tan bien se las había arreglado en la vida, y sus ojos, sus azules y siempre azorados ojos, se opacaron. ¡No tienen sustancia! ¿Qué quiso decir con eso? Si los críticos lo elogiaban, el nombre de Clifford era casi célebre e incluso ganaba dinero, ¿qué quería decir su padre con eso de que no había nada en los escritos de Clifford? ¿Qué más podría haber?
Connie había adoptado la pauta de los jóvenes: lo que había en el momento era todo lo que había. Y un momento seguía a otro sin que necesariamente se correspondieran.
Durante su segundo invierno en Wragby, su padre le dijo:
—Connie, espero que no permitas que las circunstancias te conviertan en una demi-vierge.
—¡Una demi-vierge! —dijo vagamente Connie—. ¿Por qué no?
—A menos que así lo prefieras, por supuesto —dijo su padre sin demora. Y a Clifford, cuando se vieron a solas, le dijo lo mismo—: Me temo que a Connie no le sienta ser una demi-vierge.
—Una semivirgen —repuso Clifford, traduciendo la expresión para no equivocarse. Lo pensó un momento y su rostro enrojeció. Se hallaba molesto, se sentía ofendido—. ¿En qué sentido no le sienta? —inquirió con sequedad.
—Está muy delgada, angulosa. No es su estilo. No es una muchacha tipo sardina, sino una robusta trucha escocesa.
—¡Espero que sin las manchas! —dijo Clifford.
Más tarde pensó decir algo a Connie sobre el estado semivirgen de la situación entre ellos. No se atrevió. Gozaba de gran intimidad con ella y a la vez no eran suficientemente íntimos. En su mente y en la de ella, estaban muy unidos, pero en lo corporal no existían el uno para el otro y los dos se resistían a admitir el corpus delicti. Era muy íntimos y al mismo tiempo completamente ajenos.
Connie sospechó que su padre había dicho algo y ese algo rondaba en la cabeza de Clifford. Ella sabía que a él no le importaba que fuera una semivirgen o una mujerzuela, siempre que él no se enterara o no se lo hicieran ver. Lo que los ojos no ven y la mente no conoce, no existe.
Connie y Clifford llevaban casi dos años en Wragby viviendo su vida deficiente y absorbidos por Clifford y su trabajo. Sus intereses nunca habían dejado de fluir en torno a su trabajo. Hablaban y peleaban