El amante de Lady Chatterley. D. H. Lawrence

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El amante de Lady Chatterley - D. H. Lawrence Clásicos

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hasta entonces la vida transcurría: en el vacío. Lo demás era una no existencia. Allí estaba Wragby, la servidumbre... como algo espectral, algo que no existía. Connie paseaba por el parque y por los bosques que circundaban el parque, disfrutaba la soledad y el misterio, pisaba la hojarasca otoñal y en primavera cortaba prímulas. Pero todo era un sueño o, mejor, un simulacro de realidad. Las hojas de roble eran para ella hojas de roble reflejadas en un espejo, y ella misma era una silueta sobre la que alguien había leído, recogiendo prímulas que sólo eran sombras o recuerdos, o meras palabras. Sin sustancia para ella, nada... ¡Sin roce, sin contacto! Sólo la vida con Clifford, ese interminable tejido de historias telarañas, minucias de conciencia, esos relatos de los cuales Sir Malcolm había dicho que no tenían sustancia y no prevalecerían. ¿Por qué tendría que haber algo en ellas, por qué tendrían que durar? Basta para cada día su propia maldad. Basta para cada momento la apariencia de realidad.

      Clifford tenía numerosos amigos, en realidad conocidos, y los invitaba a Wragby. Invitaba a personas de todas clases, críticos y escritores, gente que ayudaría a promover sus libros. Y se sentían halagados por la invitación a Wragby y se volcaban en elogios. Connie lo entendía perfectamente. ¿Por qué no? Ese era uno de los fugaces reflejos del espejo. ¿Qué había de malo en ello?

      Connie era la anfitriona de esa gente, casi todos varones. Incluso era la anfitriona para las ocasionales amistades aristocráticas de Clifford. Era una muchacha dulce, sanguínea, de apariencia campesina, pecosa, de grandes ojos azules, acairelado cabello castaño, voz afable y poderosas caderas, considerada muy “femenina” y algo anticuada. No era una chica “tipo sardina”, como un muchacho de pecho plano y nalgas escasas. Era muy femenina y muy inteligente.

      De modo que los hombres, sobre todo los que no eran muy jóvenes, eran muy atentos con ella. Sabiendo la tortura que sufriría el pobre Clifford ante el menor indicio de coqueteo de parte de ella, no animaba a sus admiradores. Permanecía callada y como ausente, y no buscaba el contacto con ellos. Clifford estaba orgulloso de sí mismo.

      La parentela de Clifford la trataba con amabilidad. Ella se daba cuenta de que tal amabilidad indicaba que no la temían, y juzgaba que esa gente sólo la respetaría si la asustaba un poco. Pero tampoco tenía contacto con ellos. Los dejaba ser amables y desdeñoso, los dejaba pensar que no había necesidad de desenvainar el acero y ponerse en guardia. No tenía una verdadera relación con ellos.

      Pasó el tiempo. Aunque ocurriera cualquier cosa, nada sucedía, porque Connie se mantenía maravillosamente ajena al contacto. Ella y Clifford vivían en sus ideas compartidas y en los libros de Clifford. Connie recibía visitas, siempre había alguien en la casa. El tiempo pasaba como en los relojes, ocho y media en vez de siete y media.

      III

      Connie era consciente de su creciente intranquilidad. A causa de su falta de relaciones la inquietud iba apoderándose de ella como una locura. Crispaba sus nervios, aunque ella no lo deseara, tensaba su espina dorsal cuando ella no deseaba esforzarse sino reposar confortablemente. Era algo que se agitaba dentro de ella, en el útero, en alguna parte, y Connie sentía que debía saltar al agua y nadar hasta sacudírselo; una locura sin sosiego hacía latir violentamente su corazón, sin motivo. Y adelgazaba.

      Pura y simple inquietud. A veces echaba a correr a través del parque, abandonaba a Clifford y se tendía boca abajo entre los helechos. Para escapar de la casa tenía que huir de la casa y de todo el mundo. El bosque era su único refugio, su santuario.

      Pero no era un verdadero refugio, un santuario, porque no tenía vínculos con él. Era solamente un lugar donde podía ocultarse del resto. Nunca había comprendido el verdadero espíritu del bosque... si es que existía tal despropósito.

      Sabía vagamente que de alguna manera se estaba quebrando. Sabía vagamente que se había desconectado: había perdido la comunicación con el mundo vital y lleno de sustancia. ¡Sólo le quedaban Clifford y sus libros, que no existían, que carecían de contenido! Vacío en el vacío. Lo entendía vagamente. Y era como golpearse la cabeza contra una roca.

      Su padre la aconsejó nuevamente.

      —¿Por qué no te buscas un novio, Connie? Te haría mucho bien.

      Ese invierno Michaelis estuvo de visita unos días. Era un joven irlandés que

      había hecho fortuna en Estados Unidos gracias a sus obras de teatro. Por un tiempo fue acogido con entusiasmo por la buena sociedad londinense, porque sus obras abordaban la buena sociedad. Paulatinamente la buena sociedad se dio cuenta de que había sido ridiculizada por esa rata dublinesa de alcantarilla y vino el repudio. Se le tildó de bruto y sinvergüenza. Se descubrió que odiaba lo inglés, y para la clase que lo descubrió ese era el peor de los crímenes. Lo descuartizaron y sus restos fueron arrojados a la basura.

      Con todo, Michaelis tenía un apartamento en Mayfair y paseaba por Bond Street la imagen de un caballero, nadie puede lograr que los mejores sastres rechacen a los clientes de la peor calaña si esos clientes pagan.

      Clifford había invitado a ese joven de treinta años cuando la carrera del joven pasaba por un mal momento. Clifford no titubeó. Michaelis llegaba quizás a los oídos de un millón de personas; y siendo como era un forastero desesperado, sin duda agradeció la invitación a Wragby en esa coyuntura, cuando la buena sociedad lo repudiaba. Tal agradecimiento sin duda “beneficiaría” a Clifford en Estados Unidos. ¡En buena hora! Un hombre recibe numerosos elogios, sean cuales fueren, si se habla bien de él, especialmente “allá”. Clifford era un recién llegado y era notable el sano instinto publicitario que tenía. Al final Michaelis lo mostró de manera muy noble en una de sus obras y Clifford se vio como un héroe popular. Hasta la reacción final, cuando se dio cuenta de que había sido ridiculizado.

      A Connie la sorprendió un poco la imperiosa y ciega necesidad de Clifford de ser conocido: es decir, ser conocido por el vasto y amorfo mundo del que nada sabía y ante el cual sentía un miedo incómodo; conocido como escritor, como un escritor moderno de primera clase. Gracias al competente Sir Malcolm, viejo cordial y fanfarrón, Connie sabía que los artistas deben promoverse y empeñarse en colocar su mercancía. Pero su padre se valía de canales establecidos y usados por los miembros de la Real Academia para vender sus cuadros. Clifford, en cambio, descubría medios de publicidad de todo género. Invitaba a toda clase de gente a Wragby, sin demeritarse ni un ápice. Decidido a construir un monumento a su reputación tan rápido como pudiera, utilizaba todo tipo de escombros para lograrlo.

      Michaelis llegó puntual en un coche magnífico, con chofer y sirviente. ¡Ataviado en el más puro estilo Bond Street! Al verlo, algo en el espíritu bucólico de Clifford retrocedió. Michaelis no era exactamente... no exactamente... de hecho, no era del todo lo que... lo que su apariencia intentaba mostrar. Para Clifford esto era suficiente y definitivo. A su pesar se portó amable con él, con el éxito asombroso que lo enaltecía. La diosa meretriz de la Fortuna, como la llamaba, rugiente y protectora, custodiaba a un Michaelis a veces humilde, a veces desafiante, y esto intimidaba a Clifford por completo: él también deseaba prostituirse en el altar de la diosa meretriz, la Fortuna, si ella lo aceptaba.

      Michaelis no tenía nada de inglés, a despecho de todos los sastres, sombrereros, barberos y zapateros del mejor distrito de Londres. No, definitivamente Michaelis no era un inglés: tenía un rostro incorrecto, plano y pálido, incorrecto el porte, incorrecta la actitud de hallarse a disgusto. Abrigaba resentimiento y rencor: cosa evidente para cualquier caballero inglés, que jamás se permitiría mostrar algo así en su comportamiento. El pobre de Michaelis había sufrido infinidad de coces y aun ahora parecía vivir con el rabo entre las piernas. Mediante el más puro instinto y la más auténtica

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