El amante de Lady Chatterley. D. H. Lawrence
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El amante de Lady Chatterley - D. H. Lawrence страница 7
Con todo, este bastardo dublinés viajaba con sirviente en un auto magnífico.
Algo en él agradaba a Connie. No era presuntuoso, no se hacía ilusiones acerca de sí mismo. Conversaba con Clifford con buen juicio, de manera breve y práctica, sobre todo lo que Clifford deseaba saber. No era expansivo ni monologaba. Entendía que había sido invitado a Wragby para que lo utilizaran y, como un viejo, astuto y casi indiferente hombre de negocios, o un gran hombre de negocios, se dejaba interrogar y respondía con el mínimo dispendio de sentimientos.
—¡Dinero! —dijo alguna vez—. El dinero es una especie de instinto. Y hacer dinero es el talento natural de un hombre. No es nada que se busque. No es un truco que se practique. Es una especie de accidente de la propia naturaleza; una vez que se empieza a hacer dinero se sigue haciéndolo, supongo que hasta cierto punto.
—De alguna manera se tiene que empezar —dijo Clifford.
—¡Desde luego! Se tiene que participar en el juego. Quien está fuera no consigue nada. Hay que abrirse paso. Y una vez que se logra, nada se puede hacer por evitarlo.
—¿Habría hecho dinero si no fuera por el teatro? —preguntó Clifford.
—Posiblemente no. Podría haber sido un buen escritor o uno muy malo, pero lo que soy es un escritor, un escritor de teatro, y así tenía que ser. No tengo la menor duda.
—¿Cree que estaba destinado a ser un autor de piezas populares? —preguntó Connie.
—¡Ese es exactamente el punto! —dijo Michaelis volviéndose repentinamente hacia ella—. ¡No hay razón alguna! Nada que ver con la popularidad. Nada que ver con el público, si de eso se trata. No hay en mis obras nada que las haga populares. No es eso. Son como el clima, algo que tiene que ser así en ese momento.
Volvió hacia Connie los ojos lentos, muy abiertos, ojos que se hallaban hundidos en una desilusión total, y ella tembló ligeramente. Michaelis se veía muy viejo, infinitamente viejo, construido con capas de desilusión acumuladas sobre él generación tras generación. Como estratos geológicos; y al mismo tiempo se veía desolado como un niño. De cierta manera era un marginado, pero conservaba la bravura desesperada de su existencia de rata.
—Es maravilloso lo que ha conseguido, a su edad —dijo Clifford meditativo.
—Tengo treinta años... Sí, treinta —dijo Michaelis de manera brusca y rápida, con un curiosa risa hueca, triunfal y amarga.
—¿Está usted solo? —inquirió Connie.
—¿Quiere decir si vivo solo? Tengo a mi sirviente. Es griego, o eso dice, y es un inútil. Pero lo conservo. Y voy a casarme, debo casarme.
—Suena como si le fueran a extirpar las amígdalas —dijo Connie y echó a reír—. ¿Será muy difícil?
Michaelis la miró con admiración.
—Mire usted, Lady Chatterley, de alguna manera lo será. Me he dado cuenta, perdone, me he dado cuenta de que no puedo casarme con una inglesa, ni siquiera con una irlandesa...
—Pruebe con una estadounidense —dijo Clifford.
—¡Oh, una estadounidense! —Michaelis echó a reír con una risa hueca—. No. Le pedí a mi sirviente que me busque una turca, algo así, algo oriental.
El extraño y melancólico espécimen de tan extraordinario éxito maravilló a Connie; se rumoraba que sólo de Estados Unidos percibía un ingreso de cincuenta mil dólares. A veces era apuesto; a veces, cuando miraba a los lados y hacia abajo y la luz caía sobre él, tenía la belleza silenciosa y perdurable de una máscara tallada en marfil negro, de ojos plenos, fuertes cejas extrañamente arqueadas, la boca inmóvil y comprimida; una franca inmovilidad momentánea, esa intemporalidad a la cual Buda aspira y que en ocasiones los negros expresan sin siquiera aspirar a ella; ¡algo muy antiguo y congénito a la raza! Eones de formar parte del destino de la raza, en vez de nuestra resistencia individual. Y luego cruzar a nado, como ratas en un río oscuro. Connie sintió un súbito y extraño impulso de simpatía hacia él; un arrebato mezclado con compasión y teñido de repulsión, casi equivalente al amor. ¡El forastero! ¡El forastero! ¡Y lo llamaban sinvergüenza! ¡Mucho más miserable y arrogante parecía Clifford! ¡Mucho más estúpido!
Michaelis se dio cuenta al instante de que la había impresionado. Volvió hacia ella sus luminosos y ligeramente saltones ojos castaños con una mirada indiferente. Estaba evaluándola, midiendo la impresión que le había producido. Con los ingleses nada podía salvarlo de ser el eterno marginado, ni siquiera el amor. Y no escaseaban las mujeres que se apasionaban por él. También las inglesas.
Michaelis sabía en qué situación se encontraba frente a Clifford. Eran dos perros hostiles que hubieran querido mostrarse los dientes y en vez de eso sonreían obligados. Con la mujer, no estaba tan seguro.
El desayuno era servido en las habitaciones. Clifford nunca comparecía antes de la comida, y el comedor era deprimente. Después del café Michaelis, inquieto y lleno de energía, se preguntaba qué podía hacer. Era un hermoso día de noviembre, hermoso para Wragby. Le echó una mirada al melancólico parque. ¡Dios mío! ¡Qué lugar!
Envió un sirviente a preguntar si podía hacer algo por Lady Chatterley: había pensado viajar a Sheffield en coche. La respuesta llegó: ¿le importaría subir al salón de Lady Chatterley?
Connie tenía un pequeño salón en el tercer piso, la parte más alta del centro de la casa. Las habitaciones de Clifford se hallaban, por supuesto, en la planta baja. Michaelis se sintió halagado por la invitación y siguió ciegamente al mensajero; nunca se daba cuenta de las cosas, no tenía contacto con lo que le rodeaba. En el salón lanzó una mirada distraída a las finas reproducciones alemanas de cuadros de Renoir y Cezanne.
—Tiene aquí un hermoso lugar —dijo con su sonrisa extraña, como si le doliera sonreír, mostrando los dientes—. Muy buena idea instalarse en lo más alto.
—Lo mismo pienso —dijo ella.
El salón era lo único alegre y moderno en la casa, el único sitio en Wragby donde la personalidad de Connie se desplegaba. Clifford nunca lo había visto y ella no invitaba a subir a casi nadie.
Connie y Michaelis se sentaron uno a cada lado de la chimenea y conversaron. Ella lo interrogó sobre su vida, su madre y su padre, sus hermanos. Los demás despertaban siempre su interés, y cuando su simpatía se despertaba, perdía el sentido de clase. Michaelis habló con franqueza de su vida, con gran sinceridad, sin afectación, exhibiendo con sencillez su amarga e indiferente alma de perro callejero, y mostrando al final un destello de vengativo orgullo gracias a su éxito.
—¿Por qué es usted un ave solitaria? —preguntó Connie; y de nuevo él le dirigió la mirada radiante e inquisitiva de sus ojos castaños.
—Hay pájaros que son así —replicó Michaelis. Luego, con un toque de ironía familiar, añadió—: Pero, veamos, ¿qué pasa con usted? ¿No es usted también un ave solitaria?
Connie, sorprendida, lo pensó unos instantes.
—Sí,