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permanentemente melancólicos, o estoicos, o desilusionados, o temerosos.

      —¿Por qué? —dijo Connie, con el aliento entrecortado, mirándolo—. Usted lo es, ¿o no?

      Se sentía terriblemente atraída por Michaelis, lo cual casi la hizo perder el equilibrio.

      —Tiene usted toda la razón —dijo él, volviendo la cabeza para mirar hacia los lados, hacia abajo, con esa extraña quietud de las viejas razas apenas presente en nuestros días. Eso hacía que Connie perdiera la capacidad de verlo como alguien independiente de ella.

      Él la miró con la mirada enérgica que todo lo veía, todo lo registraba. A la vez, el niño que lloraba en la noche, lloraba desde su pecho, hacia ella, de una forma que conmovía las entrañas de Connie.

      —Es muy amable al preocuparse por mí —dijo él, lacónico.

      —¿Y por qué no iba a hacerlo? —exclamó ella, con la respiración agitada.

      Él respondió con su risa burlona, sibilante.

      —Así las cosas, ¿puedo tomar su mano un minuto? —dijo él de improviso, fijando los ojos en ella con un poder casi hipnótico y enviándole una carga de atracción que a ella le tocó fibras íntimas.

      Connie lo miró con fijeza, deslumbrada y transfigurada, y él se acercó, se arrodilló ante ella, tomó sus pies, hundió el rostro en su regazo y allí se quedó, inmóvil. Aturdida, Connie miró con azoro le tierna nuca apoyada en su regazo, sintió la presión del rostro de Michaelis en sus muslos. En su ardiente turbación, no pudo evitar que su mano se posara, con ternura y compasión, en la nuca inofensiva, y él tembló con un profundo estremecimiento.

      Luego él alzó hacia ella la mirada de sus intensos ojos brillantes de imponente atractivo y ella fue incapaz de resistirse. Del fondo de su pecho brotó la respuesta, un inmenso deseo: le daría lo que fuera, cualquier cosa.

      Michaelis era un amante extraño y delicado, dulce con las mujeres. Temblaba sin lograr controlarse y al mismo tiempo permanecía distante, consciente de los sonidos exteriores.

      Para ella todo eso no significaba nada, sino que ella se había entregado a él. Después él dejó de temblar y se quedó quieto, muy quieto. Entonces ella, con dedos cariñosos y compasivos, acarició la cabeza que descansaba sobre su pecho.

      Cuando Michaelis se levantó, besó las manos de Connie, luego los pies envueltos en pantuflas de gamuza, y en silencio se retiró hasta el final de la habitación, donde permaneció de espaldas a ella. Después de unos minutos de silencio él se dio vuelta y se acercó a ella, sentada de nuevo junto a la chimenea.

      —Supongo que me odiará —dijo él de manera tranquila e inevitable. Ella alzó los ojos, rápida.

      —¿Por qué habría de hacerlo? —preguntó.

      —Casi todas lo hacen —dijo él, y en seguida corrigió—. Quiero decir que eso ocurre con las mujeres.

      —No tengo razones para odiarlo —dijo ella con resentimiento.

      —¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡Así tendría que ser! Es usted muy buena conmigo —dijo él lloriqueando.

      Connie se preguntó por qué se sentiría él miserable.

      —¿Quiere volver a sentarse? —dijo ella. Él se volvió hacia la puerta.

      —¡Sir Clifford! —dijo él—. ¿No estará...?

      Ella lo pensó un momento.

      —¡Tal vez! —dijo mirándolo—. No me gustaría que Clifford lo supiera, ni siquiera que lo sospechara. Le dolería mucho. Pero no me parece que hayamos obrado mal, ¿no cree?

      —¿Obrar mal? ¡Buen Dios, no! Es usted infinitamente buena conmigo. Apenas puedo soportarlo.

      Él se hizo a un lado y ella cayó en la cuenta de que estaba a punto de sollozar.

      —No es necesario que se entere Clifford, ¿verdad? —suplicó—. Le haría mucho daño. Si no lo sabe, si nada sospecha, nadie saldrá lastimado.

      —¡Por mi parte no sabrá nada! —dijo Michaelis vehemente—. Usted se daría cuenta. Yo mismo lo confesaría —rio con su risa hueca y cínica ante tal idea. Ella lo miró azorada y él añadió—: ¿Puedo besar su mano e irme? Creo que iré a Sheffield y comeré allí. Si me es posible, volveré para el té. ¿Puedo servirle en algo? ¿Puedo estar seguro de que no me odia y no me odiará? —finalizó con una apremiante nota de cinismo.

      —No lo odio —dijo Connie—. Lo aprecio.

      —¡Ah! —dijo él con pasión—, prefiero que me diga eso y no que me ama. Significa mucho más... Hasta esta tarde. Tengo mucho en qué pensar hasta entonces. —Besó sus manos con humildad y se fue.

      —Ese joven me parece insoportable —dijo Clifford durante la comida. —¿Por qué? —inquirió Connie.

      —Bajo esa fachada se oculta un patán. Listo para saltar sobre nosotros. —Creo que la gente lo ha tratado muy mal —dijo Connie.

      —¿Te parece? ¿Y crees que emplea su valioso tiempo en obras de caridad? —Creo que es una persona generosa.

      —¿Con quién?

      —Eso no lo sé.

      —Claro que no lo sabes. Creo que confundes la falta de escrúpulos con generosidad.

      Connie no respondió. ¿Sería cierto? Era posible. La falta de escrúpulos de Michaelis ejercía sobre ella cierta fascinación. Él avanzaba kilómetros mientras Clifford reptaba unos cuantos metros. A su manera, Michaelis había conquistado el mundo, justo lo que Clifford deseaba. ¿Los medios y las formas? ¿Eran los de Michaelis más despreciables que los de Clifford? ¿La forma en que el pobre marginado se había abierto paso a empujones y codazos y por las puertas traseras era peor que la manera de Clifford de promoverse hacia la celebridad? La diosa meretriz del éxito era una perra perseguida por miles de perros jadeantes con la lengua de fuera. El primero que la conseguía, que obtenía el éxito, era el verdadero perro entre los perros. De modo que Michaelis podía llevar la cola en alto.

      Lo más extraño era que no lo hacía. Volvió hacia la hora del té con un gran ramo de violetas y lirios y la misma expresión abatida. Connie a veces se preguntaba si no se trataba de una especie de máscara para desarmar a los oponentes, porque no la alteraba. ¿Era en verdad un perro desconsolado?

      La imagen de perro triste persistió toda la tarde, y mediante ella Clifford percibió la disimulada insolencia. Connie no la advirtió, quizá porque no iba dirigida a las mujeres, sólo a los hombres y sus conjeturas y figuraciones. Esa indestructible insolencia interior del exiguo sujeto era lo que hacía que los hombres se lanzaran sobre Michaelis. Su mera presencia era una afrenta para un hombre de sociedad, así la disfrazara con buenos modales.

      Connie estaba enamorada de él, pero se las arreglaba para abismarse en el bordado mientras los hombres hablaban y así no evidenciar su secreto. En cuanto a Michaelis, era perfecto; el mismo joven melancólico, atento y lejano de la tarde anterior, a millones de grados de distancia

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