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que le correspondía, el mismo de siempre, el que pertenece a los marginados de nacimiento. Hacer el amor no era para él algo personal. Eso no haría que cambiara: de ser un perro sin dueño, a quien todo mundo envidia su collar dorado, a ser un perro de buena sociedad.

      En el fondo de su alma era un marginado, un antisocial, y así lo aceptaba en su interior, por muy de Bond Street que luciera su exterior. Su aislamiento era una necesidad, tal como la apariencia de conformidad y el roce con las personas inteligentes le resultaban necesarios.

      El amor ocasional, como bálsamo y consuelo, era también algo bueno, y él no era ingrato. Por el contrario, estaba ardientemente, dolorosamente agradecido, casi hasta las lágrimas, por un poco de cordialidad natural y espontánea. Bajo la piel pálida de su rostro inmóvil y desilusionado, su alma de niño sollozaba con gratitud por la mujer y ardía por volver a ella, mientras su alma marginada intuía que iba mantenerse alejado de ella.

      Michaelis halló la oportunidad de hablarle mientras encendían las velas del vestíbulo.

      —¿Puedo verte?

      —Yo te iré a ver —dijo ella.

      —Oh, está bien.

      Esperó largo tiempo y al fin ella acudió.

      Era Michaelis un amante tembloroso y excitado, su orgasmo llegaba pronto y

      todo terminaba. Había algo curiosamente infantil y desvalido en su cuerpo desnudo: era como un niño desnudo. Sus defensas provenían todas del ámbito del ingenio y la astucia, una astucia instintiva, y cuando se hallaban en suspenso parecía él doblemente desnudo, como un niño, de carne tierna y sin terminar, que se debatía sin ayuda.

      Desataba en la mujer una desesperada especie de compasión y avidez, un deseo físico sin freno que él no lograba satisfacer en ella. Él siempre alcanzaba el orgasmo y terminaba rápido, luego se encogía sobre el pecho de ella y recuperaba un poco de su insolencia, mientras ella yacía aturdida, defraudada, perdida.

      Muy pronto Connie aprendió a abrazarlo, a conservarlo dentro de ella cuando él había terminado. Y entonces él era generoso y curiosamente potente; se mantenía erecto dentro de ella y le permitía, mientras seguía activa, salvajemente, apasionadamente activa, alcanzar su propio punto crítico. Y cuando él percibía el frenesí de ella persiguiendo su satisfacción orgásmica mediante la dura y erecta pasividad de Michaelis, experimentaba él una curiosa sensación de orgullo y complacencia.

      —¡Ah, espléndido! —murmuraba ella temblorosa, y se quedaba quieta, aferrada a él. Y él yacía impecable en su aislamiento, aunque de alguna manera orgulloso.

      Esa vez se quedó sólo tres días y con Clifford se portó exactamente como la primera tarde; y con Connie también. Nada fracturaba su apariencia.

      Escribió a Connie con el mismo lastimero tono de siempre, a veces ingenioso, y con un algún extraño rasgo de asexuado afecto. La clase de desesperado afecto que parecía sentir por ella, aunque la lejanía esencial era la misma. Se hallaba desesperado en el corazón de sí mismo y le agradaba vivir desesperado. Se diría que odiaba la esperanza. Une immense esprance a travers la terre, leyó en alguna parte, y su comentario fue: “... y la maldita ahogó todo lo que valía la pena”.

      Connie nunca lo entendió verdaderamente, pero a su manera lo amaba. Y todo el tiempo percibió en ella el reflejo de desesperanza de Michaelis. Ella no podía amar del todo en la desesperanza. Y él, siendo un desesperado, jamás podría amar del todo.

      Así que durante mucho tiempo siguieron escribiéndose y ocasionalmente reuniéndose en Londres. Ella aún deseaba la emoción física y sexual que podía conseguir con él mediante su propia actividad, una vez terminado el pequeño orgasmo de Michaelis. Y él aún deseaba dárselo. Y eso bastaba para mantenerlos en contacto. Y era suficiente para concederle a ella un tipo de seguridad sutil, algo ciego y apenas arrogante. Se trataba de una confianza casi mecánica en sus poderes, combinada con un gran entusiasmo.

      Estaba terriblemente contenta en Wragby. Y usaba toda su excitación y alegría para estimular a Clifford, quien escribió sus mejores páginas por esa época y era casi feliz a su extraña y ciega manera. Era realmente Clifford quien cosechaba los frutos de la satisfacción sexual que ella obtenía de la pasiva erección de Michaelis dentro de ella. Aunque desde luego nunca lo supo, y de haberlo sabido no habría dado las gracias.

      Cuando esos alegres y estimulantes días de Connie se fueron y ella se hallaba irritable y deprimida, ¡cómo los añoraba Clifford! Quizá, de haber conocido el secreto, hubiese deseado que ella y Michaelis estuvieran juntos de nuevo.

      IV

      Connie siempre tuvo el presentimiento de que su amorío con Mick, como la gente llamaba al dramaturgo, no llegaría muy lejos. Y al parecer otros hombres nada significaban para ella. Estaba atada a Clifford. Él deseaba una parte de su vida y ella se lo daba. A su vez, ella deseaba una parte de la vida de un hombre y esto no podía dárselo Clifford. Hubo ocasionales encuentros con Michaelis, pero como a ella se lo decían sus intuiciones, eso llegaría a su fin. Mick era incapaz de perseverar. Era parte de su naturaleza romper cualquier relación y sentirse libre, aislado, de nuevo un perro vagabundo. Era su mayor necesidad, aunque siempre decía: ¡Ella me rechazó!

      El mundo, suponemos, está lleno de posibilidades, que se reducen a muy pocas en la mayor parte de las experiencias personales. Hay montones de buenos peces en el mar, se dice, pero las vastas masas parecen ser de macarela y arenque, y si no se es macarela o arenque es posible que no se encuentren buenos peces en el mar.

      Clifford avanzaba hacia la fama y el dinero. La gente acudía a verlo. Connie siempre recibía a alguien en Wragby. Si no eran macarelas eran arenques, ocasionalmente un bagre o una anguila.

      Había algunos asiduos, hombres que habían estado en Cambridge con Clifford. Por ejemplo Tommy Dukes, que había permanecido en el ejército y era general brigadier. “El ejército me deja tiempo para pensar y me exime de las batallas de la vida”, decía.

      Otro era Charles May, un irlandés que escribía ensayos científicos sobre las estrellas. Un tercero era Hammond, escritor. Los tres eran más o menos de la edad de Clifford, jóvenes intelectuales del momento. Todo ellos creían en el cultivo de la mente. Cualquier otra cosa que hicieran pertenecía a la vida privada y no importaba gran cosa. Nadie le pregunta a otro a qué hora va al retrete. Eso no le interesa sino a quien le concierne.

      Y así con la mayor parte de los asuntos de la vida cotidiana. Cómo ganas tu dinero, si amas a tu esposa, si tienes amoríos. Todas esas cuestiones pertenecen al ámbito privado y sólo interesan a quien le conciernen, como eso de ir al retrete, que no tiene interés para nadie más.

      —Lo más notable acerca del problema sexual —dijo Hammond, un hombre alto y delgado, con mujer y dos hijos, aunque mucho más apegado a la máquina de escribir—, es que, estrictamente, no existe tal problema. No queremos seguir a un hombre al excusado, ¿por qué seguirlo cuando se va a la cama con una mujer? Ahí radica el problema. Si no le pusiéramos a una cosa más atención que a la otra, no habría problema. Es algo totalmente inútil, sin sentido, un asunto de curiosidad malsana.

      —¡Del todo, Hammond, del todo! Pero si alguien comienza a enamorar a Julia, empezarás a calentarte, y si el asunto sigue, pronto estarás hirviendo de rabia. —Julia era la esposa de Hammond.

      —¡Por supuesto!

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