Suya hasta medianoche - Te enamorarás de mí - Oscura venganza. Ким Лоренс
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Читать онлайн книгу Suya hasta medianoche - Te enamorarás de mí - Oscura venganza - Ким Лоренс страница 25
Audrey enarcó una ceja.
–¿Las empresas en la ruina que compras por calderilla, quieres decir?
–Son víctimas inocentes también. En manos de personas que no las valoran y no saben cómo sacarles partido.
–¿Y tú sí sabes?
–Soy una especie de facilitador. Veo una empresa en peligro, le insuflo fuerza y la vendo a personas que puedan darle un futuro.
–Esa es una creencia muy antropomórfica.
–Dice la mujer para quien un chelo robado es comparable al tráfico de bebés.
Audrey sonrió. Tenía razón.
–¿Nunca las deshaces?
–A menos que se caigan a pedazos, no.
Ese era su gran miedo: encontrar un instrumento que alguien hubiera destrozado con un martillo para no devolverlo a su propietario. Porque había gente así; si ellos no podían tenerlo, no lo tendría nadie.
–Me imagino que los propietarios no lo ven de ese modo.
Oliver se encogió de hombros.
–Son ellos los que venden, yo no les obligo a nada.
–No me había dado cuenta de que nuestros trabajos son similares. Aunque tengo la impresión de que el tuyo tiene más facetas.
Como un diamante y, desde luego, valía mucho más.
Oliver la estudió durante unos segundos.
–No ha sido tan horrible, ¿verdad?
–¿Qué?
–Mantener una conversación.
–Hemos mantenido montones de conversaciones.
–Y, sin embargo, esta parece la primera.
Sí, era extrañamente emocionante. Audrey suspiró.
–Echo de menos una buena conversación.
–Ahora que estás sola.
–No, en realidad, Blake y yo apenas hablábamos desde hace un par de años.
–¿Te has mudado al Ártico sin decirme nada? ¿Y tus amigos?
–Hablo mucho con ellos, pero me conocen desde siempre y nuestras conversaciones suelen ser… bueno, sobre cosas de trabajo, intereses mutuos, dramas familiares, ropa.
–¿Nada más?
–¡Eso es mucho! Además, yo no… no suelo contar cosas personales.
Y jamás podría hablarle a nadie de Oliver.
–Pero sí lo haces conmigo.
–Una vez al año.
Nada cambió en su expresión y, sin embargo, algo había cambiado.
–Llámame cuando quieras –murmuró, apretando su mano–. Me encantaría hablar contigo, aunque sea por email.
La fría realidad apareció entonces ante sus ojos.
Porque iba a marcharse por la mañana, como siempre. Iba a tomar un avión para recorrer siete mil kilómetros en una dirección mientras él iba en dirección contraria. De vuelta a sus respectivas vidas.
De vuelta a la realidad, después de haber quedado en hablar por teléfono alguna vez.
–Tal vez lo haga.
O tal vez decidiría que aquella noche había sido un revolcón fabuloso y nada más.
Unos murmullos llamaron entonces su atención.
–Ya está empezando –dijo Oliver.
Audrey no tenía que preguntar qué. Era su parte favorita del veinte de diciembre. Caminó descalza sobre la gruesa moqueta hacia el enorme ventanal situado frente al puerto. Sobre ellos, el cielo de Hong Kong se iluminaba con un fabuloso espectáculo de luces. El puerto parecía un árbol de Navidad y las luces especialmente instaladas en el edificio empezaron a bailar al ritmo de la música que sonaba por los altavoces. No era un espectáculo navideño, pero para Audrey no podría serlo más si estuvieran cantando villancicos. No podía ver un espectáculo de luces en ninguna parte sin pensar en Hong Kong.
En aquel hombre.
Oliver se colocó detrás de ella, abrazándola, y ella supo que así era como recordaría ese espectáculo de luces hasta el día de su muerte.
La emoción la ahogaba y respirar normalmente era imposible. Las preciosas luces, la bonita noche, aquel hombre maravilloso… era una sobrecarga sensorial. ¿No era aquello lo que había querido durante toda su vida? ¿Incluso durante su matrimonio?
Daba igual que solo fuera algo temporal, aceptaría lo que le ofreciese.
–El año pasado eché tanto de menos esto…
–Yo te eché de menos a ti.
Audrey apoyó la mejilla en su brazo, como una silenciosa disculpa.
–Vamos a concentrarnos en esta noche.
No iba a perder el tiempo pensando en el pasado o soñando con un futuro imposible. Tenía a Oliver allí, en aquel momento, algo que nunca se hubiera imaginado.
Y pensaba aprovecharlo.
–¿A qué hora cierra el restaurante?
Oliver se puso tenso.
–¿Tienes que tomar un avión?
Audrey giró la cabeza.
–Quiero estar a solas contigo.
–Podemos volver arriba.
–No, quiero que estemos solos aquí.
Oliver murmuró un improperio.
¿Era demasiado? ¿Había cruzado una línea invisible? Se volvió hacia el ventanal como si no tuviera importancia, pero preparándose para un rechazo.
–O no. No tenemos que hacerlo.
Oliver inclinó la cabeza para hablarle al oído.
–No te muevas.
Y luego desapareció, dejándola sola, sin el calor de su cuerpo.
No se le daba nada bien eso de la seducción.
Ni arriesgarse.
Pero volvió unos segundos después y la abrazó de nuevo, como si no se hubiera