Suya hasta medianoche - Te enamorarás de mí - Oscura venganza. Ким Лоренс

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Suya hasta medianoche - Te enamorarás de mí - Oscura venganza - Ким Лоренс Omnibus Jazmin

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próximo año debería tomar el último vuelo nocturno.

      Era imposible saber si su estómago estaba dando saltos por el rápido descenso del ascensor o porque sabía lo que estaba por llegar. Las puertas hicieron una pausa antes de abrirse.

      Audrey hizo lo mismo.

      Salieron juntos del edificio y luego, sonriendo, se estrecharon la mano como hacían siempre.

      –¿Algún mensaje para Blake?

      Siempre recordaba a su marido, por si de repente su cuerpo decidiera lanzarse sobre él y avergonzarlos a los dos. Blake porque era lo más seguro. Blake o el trabajo.

      Los ojos pardos se oscurecieron durante una décima de segundo mientras tomaba su mano.

      –No. Gracias.

      Qué raro. Blake tampoco le había dado ningún mensaje para su amigo. Era la primera vez.

      Y no soltaba su mano. No era una caricia, nada que hiciese enarcar una ceja a alguien que pasara a su lado, pero le latía el corazón con tal fuerza que temía que lo oyese. Deseaba aquel momento y lo odiaba al mismo tiempo porque nunca era suficiente.

      Pero tenía que serlo. El olor de la exclusiva colonia masculina embriagó sus sentidos mientras se inclinaba para rozar su mejilla con los labios… un poco más atrás que otros años, un poco más abajo. Lo bastante cerca como para que su pulso se volviera loco.

      Ni siquiera era un beso de verdad y, sin embargo, no podía excitarla más.

      Las hormonas.

      Hablando de cosas químicas que alteran…

      –Hasta el año que viene –se despidió Oliver.

      –Lo haré.

      –¿Eh?

      «Saluda a Blake de mi parte». Eso era lo que solía decir después de besarla, por eso había respondido de ese modo, sin pensar. Qué raro que no lo hubiera dicho.

      –No, nada.

      Parecía nerviosa, pensó Oliver. No era la serena y compuesta Audrey de siempre.

      –Gracias por invitarme a comer.

      «Uf, qué horror».

      Llamar «comida» a su anual maratón era como sugerir que Oliver la hacía sentir «un poco agitada». Doce horas en su compañía y le daba vueltas la cabeza. Nerviosa, se metió en el taxi a toda prisa.

      Oliver se quedó en la acera, con la mano levantada en un gesto de despedida mientras el taxista arrancaba.

      –¡Espera!

      De repente, abrió la puerta del taxi y durante un segundo absurdo, loco, Audrey pensó que iba a tomarla entre sus brazos.

      Y se habría echado en ellos sin dudarlo.

      Pero no lo hizo.

      Por supuesto que no.

      –Audrey…

      –¿Sí?

      –Es solo… quería decirte…

      Había una docena de expresiones indescifrables en su rostro, pero por fin vio un brillo de pesar en sus ojos.

      –Feliz Navidad, Audrey. Nos vemos el año que viene.

      El anticlímax la dejó sin aliento, de modo que apenas pudo murmurar:

      –Feliz Navidad, Oliver.

      –Si alguna vez necesitas… si necesitas cualquier cosa, llámame –sus ojos pardos parecían implorar que lo hiciera–. En cualquier momento, de día o de noche. Cuando quieras.

      –Muy bien.

      No tenía intención de hacerlo, por supuesto. Oliver Harmer y el mundo real existían en realidades alternativas y su vuelo a Hong Kong la transportaba a otra dimensión durante unas horas. En esa realidad alternativa, él era el primer hombre, el único hombre, al que llamaría si tuviese algún problema. Pero una vez de vuelta en casa…

      En casa su vida era demasiado normal como para necesitar ayuda y, aunque así fuera, no lo llamaría.

      El taxi arrancó de nuevo y Audrey respiró suavemente hasta que los latidos de su corazón volvieron a la normalidad.

      Había sobrevivido a otra reunión en nombre de su marido y, con un poco de suerte, con su dignidad intacta.

      Y solo quedaban trescientos sesenta y cuatro días para volver a ver a Oliver Harmer.

      Trescientos sesenta y cuatro largos y confusos días.

      20 de diciembre, dos años atrás

      Restaurante Qingting, Hong Kong

      OLIVER miraba el cielo oscuro de Hong Kong por el ventanal del restaurante, intentando no pensar en los camareros, que apartaban mesas y sillas, a punto de cerrar.

      Los brazos cruzados sobre el pecho era lo único que sujetaba su loco corazón dentro de la cavidad torácica y el hermoso regalo que tenía en la mano lo único que impedía que golpease la pared con el puño.

      No había aparecido.

      Por primera vez en años, Audrey no había acudido a su reunión anual.

      20 de diciembre, el año anterior

      Gambas de Caledonia, caviar con ostras Royale Cabanon y jugo de yuzu

      –TIENES suerte de que haya venido.

      La acusación se coló entre el murmullo de conversaciones y el ruido de las cuberterías y la carísima porcelana. Audrey irguió los hombros bajo la chaqueta de color crema, mirando el gesto enfadado de Oliver.

      –Pero estás aquí.

      Llevaba una camisa blanca con el primer botón desabrochado, sin corbata. Todos los demás clientes la llevaban, pero tal vez el rígido código de etiqueta del restaurante no se aplicaba a los muy ricos, pensó.

      –Parece que tardo en aprender. O tal vez sea ingenuamente optimista.

      –Pero estoy aquí, ¿no?

      –Y no pareces contenta.

      –Tu correo no me dejó elección. No sabía lo bien que se te daba el chantaje emocional.

      –No era un chantaje, Audrey. Solo quería saber si vendrías… para ahorrarme el viaje si no era así.

      Ella apartó la mirada. Sí, le había dado plantón el año anterior, pero un hombre

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