Amianto. Alberto Prunetti
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Cicatrices, memoria, rencor, orgullo, conciencia de clase. Con estos materiales trabaja Alberto Prunetti.
EL CUERPO
Lo llamamos «trabajo manual» pero sería más exacto hablar de «trabajo corporal». El cuerpo entero del obrero, la totalidad de su organismo al servicio de la producción: músculos, huesos, órganos, sangre, cerebro.
Y como en las manos callosas, también en el cuerpo hay cicatrices, heridas, destrozos. Renato tiene las manos castigadas por cortes, quemaduras, herramientas desviadas. Pero la exposición durante años a un trabajo de gran dureza física y ambiental le daña también los oídos, los ojos, los dientes. Cuando tiene la misma edad a la que hoy escribe su hijo, Renato ya lleva audífono, gafas gruesas, dentadura postiza. Un viejo prematuro. Y otro daño invisible pero que será fatal en pocos años: los gases respirados, la microscópica partícula de amianto alojada en sus pulmones.
No es el único: mientras seguimos su historia, de fondo vemos cuerpos de obreros reventados por una máquina, aplastados en accidentes, abrasados por el metal fundido, devorados por el dragón que reclama frecuentes sacrificios. Obreros intoxicados por la fábrica o por el alcohol con que soportan el trabajo. Obreros envenenados por la exposición a químicos, y que acabarán inválidos, enfermos crónicos, muertos. Y sus hijos, los niños que juegan un fútbol salvaje sobre asfalto, dentro de una fundición abandonada. Rodillas y codos destrozados, una forma de ir acostumbrando sus cuerpos a los futuros accidentes de trabajo.
Los obreros que hace décadas morían trabajando, y los que hoy siguen muriendo por decenas, cientos: en España hubo el año pasado casi un millón y medio de accidentes laborales, y setecientos muertos. Repito: setecientos muertos. Dos trabajadores fallecidos en horario laboral cada día. De ellos, de su memoria, también habla esta novela.
EL TRABAJO
Al margen de bromas sobre jubilados apoyados en la valla de la obra, pocas cosas me fascinan más que ver trabajar, observar los movimientos, procesos, herramientas, habilidades y trucos de un trabajador. Y no hablo de profesiones en sí mismas fotogénicas, espontáneamente artísticas, que merecen un blanco y negro de gran formato y adornan lo mismo una portada de suplemento dominical que un salón de clase media-alta; no me refiero a esa cuestionable estetización del esfuerzo, la fatiga, la suciedad o directamente la explotación y la miseria. A mí me fascina por igual ver en acción al conductor del autobús, la camarera que sirve ocho mesas a la vez, el pescadero diseccionando un lenguado o el instalador que siempre sabe qué cable cortar, el rojo o el azul. Me hipnotizan por igual el cirujano de precisión que el repetitivo operario de cadena de montaje.
(Escribo estas líneas con la ventana abierta, bajo el escándalo de una radial que en el patio corta baldosas).
Como no espero que el lector de Amianto comparta mi fascinación por la actividad laboral, antes de que huya de este prólogo y de este libro, le aviso: el trabajo que aquí se nos muestra es sin duda asombroso, excita nuestra curiosidad, posee belleza visual, y algo más: pertenece a una estirpe mítica, desde la fragua de Vulcano, la de quienes trabajan con el fuego y transforman la materia, hacen sólido lo líquido, vuelven inseparables cuerpos ajenos.
El autor participa de esa fascinación, acentuada por su orgullo filial, y nos muestra con detalle y riqueza verbal a Renato trabajando, soldando estructuras, tubos, depósitos de combustible donde una chispa loca podría incendiarlo todo. Lo vemos con su máscara de cristales ahumados —que todo niño ha deseado portar alguna vez, y mirar al eclipse como hacía el pequeño Alberto—, dirigiendo la llama al metal, levantando chispazos azules —que no debíamos mirar directamente, nos advertían de niños, y girábamos la cabeza al pasar junto al soldador pero no podíamos evitar una mirada rápida—. Vemos a Renato manejar herramientas cuyo solo nombre —escofina, qué nombre tan hermoso para un artilugio tan sencillo— nos atrae en nuestra ignorancia de ciertos oficios. Las herramientas que maneja el soldador, también las que atesora en casa, las que sigue usando en su tiempo libre, en su breve jubilación, las que hereda el hijo y que al ordenarlas, empuñarlas, emplearlas, le traen de vuelta la memoria de su padre más que una fotografía o una visita al cementerio.
Para contar el trabajo, para hallar su narrativa y volverlo literatura, no basta con estudiar archivos, documentos, hemerotecas, fotografías, maquinaria y fábricas. Se necesitan sobre todo fuentes orales, testimonios que relaten la entraña de esos oficios, que los encarnen en personas; porque, de lo contrario, el trabajo, sus procesos y condiciones, se escurre de lo documental, se queda fuera, inaccesible, incomprensible. Detrás de Amianto, como detrás de los mejores ensayos de sociología del trabajo (y ahí está lo que este libro tiene también de investigación), hay muchas conversaciones, las que habrá sostenido Alberto Prunetti durante la escritura, conversaciones que siempre son más que una entrevista de documentación, con aquellos colectivos más invisibilizados y desatendidos: escuchar es de alguna manera reparar.
LA FÁBRICA
No voy a confesar aquí todas mis filias, pero idéntica fascinación que la observación del trabajo me produce la visión de una gran fábrica cuyos procesos productivos ignoro, una coreográfica cadena de montaje, un almacén de largos pasillos y estantes hasta el cielo, una estación de mercancías con cientos de contenedores apilados, un gran astillero con barquitos de juguete a medio construir, no digamos una refinería que levanta miles de tuberías enroscadas en un mecano fantástico, o una siderurgia, la increíble acería cuyo interior es el mismo infierno.
La fábrica en todas sus formas; los lugares del trabajo, los espacios donde generaciones de mujeres y hombres se dejaron, se dejan hoy y se seguirán dejando las mejores horas del día, los mejores días del año, los mejores años de su vida, y a veces la vida misma.
No conozco los paisajes industriales que recorre y describe Prunetti, pero no necesito buscar fotos. Me sirve el recuerdo de una mañana merodeando por el polo químico de Huelva, los viejos Altos Hornos de Sagunto o la visión nocturna de Torrelavega. Lugares legendarios, terribles, vinculados a una larga historia de esfuerzo, de dolor y muerte a menudo, de conflictos laborales, de durísimas reconversiones industriales. Y a la vez, lugares hermosos, estéticamente abrumadores.
Los escenarios de Amianto tienen siempre altísimas techumbres, depósitos monstruosos, hornos y cadenas que en un descuido abrasan o trituran trabajadores. En ellos hace muchísimo frío o muchísimo calor. Dominan los pueblos cercanos, las vidas y esperanzas de sus habitantes, como viejos castillos o legendarios dragones que, como el dragón de Busalla, envenenan el aire y cada poco tiempo devoran vidas.
Y las ruinas, por supuesto: el paisaje de ruinas que dejaron las deslocalizaciones y cierres, las viejas fábricas donde juegan los niños —el propio Alberto—, demolidas por el empuje urbanizador, o