Destinados a amarse. Annette Broadrick

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Destinados a amarse - Annette Broadrick elit

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tiempo –comentó con los ojos brillantes.

      Clay advirtió que Katie se ruborizaba con el cumplido. Ella estaba mucho más animada que la noche anterior, se parecía más a la Katie con la que él había crecido. Le gustaba que conocer a Sam le diera un poco de vida; casi la perdonaba por haber sacado a relucir un tema tan delicado del pasado.

      –Es usted muy amable –apuntó ella.

      Sam soltó una carcajada.

      –¿Amable, yo? Estoy seguro de que Clay no opinaría lo mismo.

      Clay recordó situaciones de la instrucción. Desde luego, «amable» no era el mejor adjetivo para describirlo. Como sabía que ya no iban a seguir hablando de la misión con Katie delante, se arriesgó a enfadar a su superior.

      –Si me disculpáis, tengo que ocuparme de algunos asuntos antes de marcharme.

      Katie rió.

      –No permitas que te entretenga, Clay.

      –Lo cierto es que yo también tengo que marcharme –intervino Pam y miró a Clay–. Creo que tenemos que terminar la discusión que empezamos antes, ¿tú no?

      –Yo me quedaré aquí acompañándola, si a usted le parece bien –le dijo Sam a Katie–. No tiene por qué desayunar usted sola.

      Katie miró a Pam y a Clay, y luego a Sam.

      –Si tenéis que iros, lo entiendo perfectamente –les aseguró.

      Sam negó con la cabeza.

      –No tengo prisa –dijo y asintió hacia Pam y Clay–. Os veré luego, muchachos, estoy seguro.

      En cuanto salieron de la cafetería, Pam se giró hacia Clay.

      –¿Has preparado tú esto?

      –¿El qué, que Katie apareciera para desayunar?

      –No, que Sam nos pusiera juntos para trabajar.

      –No te hagas ilusiones. Hasta anoche yo no sabía que trabajas para el Gobierno y menos aún que te habían elegido para esta misión. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando para el FBI? –le preguntó mientras se dirigían a los ascensores.

      –Cinco años, ¿por qué?

      –Por nada en especial. ¿Y antes de eso, qué hacías?

      –Formarme. Pasé algún tiempo trabajando al otro lado del Atlántico con una ONG antes de regresar a Estados Unidos y presentarme al puesto que ocupo ahora.

      Entraron en el ascensor.

      –¿A qué planta vas? –le preguntó ella.

      –A la novena. Tengo que sacar mi maleta de tu habitación.

      –Por cierto, ¿qué sucedió con tu cita de anoche? ¿Sabe ella dónde has pasado la noche?

      Él la miró sin sonreír.

      –Luego hablaré con Melanie, no te preocupes por mí.

      Ella desvió la mirada sin decir nada. Las puertas del ascensor se abrieron en la novena planta y los dos se encontraron de frente con Melanie Montez.

      Sam Carruthers observaba desayunar a Katie Henley mientras se sentía como un tonto ilusionado. Él nunca había tenido mucho tiempo para mujeres. A sus cuarenta y dos años, había decidido hacía tiempo que, a su pesar, siempre sería soltero. Lo último que esperaba era que, estando de misión en Texas, se volvería un sensiblero a causa de una sonrisa arrebatadora y unos ojos color miel de lo más expresivos.

      Apenas se dio cuenta de que Pam y Clay se marchaban de la cafetería porque Katie reclamaba toda su atención. Ella pidió el desayuno a la camarera y lo miró tímidamente.

      –Gracias por dejarme sentarme con ustedes. ¿Está seguro de que no lo entretengo?

      –En absoluto –respondió él con una sonrisa–. Dígame, ¿vive usted en Dallas?

      –No, en Austin. De hecho, regresaré a casa en cuanto desayune.

      Una alarma interior hizo a Sam mirar las manos de ella… y advertir que no llevaba anillo de casada.

      –Supongo que una mujer como usted está casada –murmuró él, sintiéndose muy torpe.

      La sonrisa de ella se desvaneció y sus ojos perdieron su brillo.

      –Lo estuve, Sam. Llevo seis meses divorciada.

      El alivio que sintió Sam lo hizo alarmarse aún más. ¿Qué demonios le sucedía?, se preguntó. Acababa de conocer a aquella mujer y ya estaba siendo posesivo con ella. Se le hizo un nudo en el estómago, casi como cuando iba a saltar en paracaídas. Y eso no era una buena señal.

      –Tengo dos hijas de cinco años que me ayudan a centrarme en la vida y a la vez me vuelven loca –continuó ella con una sonrisa–. ¿Usted tiene hijos?

      –No, señorita. Nunca me he casado.

      Ella ladeó la cabeza y lo miró atentamente.

      –¿De veras? ¿Y no echa de menos tener una familia?

      –Ya tengo una familia… Yo era el mayor de varios hermanos. Era duro sobrevivir en la granja. Yo hacía todo lo que podía para asegurarme de que teníamos suficiente para comer. Supongo que ninguna mujer querría vivir así si pudiera evitarlo.

      Katie fijó la vista en sus manos.

      –Supongo que no tiene muy buena opinión de la gente como yo, que nunca hemos tenido que atravesar situaciones como ésa.

      Él sonrió. Lo divertía la actitud de ella.

      –En absoluto. No le deseo ese tipo de vida a nadie.

      Sam sabía que debía marcharse, pero necesitaba obtener una señal de que ella quería volver a verlo. Y como no sabía cómo lograrlo, continuó allí sentado mirándola. La camarera llevó el desayuno y Sam le preguntó sobre su vida mientras comía, quería conocerla mejor.

      Antes de que se diera cuenta, él también estaba contándole cosas sobre su vida. Ella parecía sinceramente interesada, así que él le contó lo que era ser el mayor de seis hermanos, perder a su padre a los nueve años y hacer todo lo posible para cuidar de su familia.

      Lo que no le dijo fue que la principal razón por la que se había alistado en el ejército había sido para mandar dinero a su casa.

      Cuando Katie miró su reloj y le dijo la hora que era, Sam se sorprendió de lo rápido que había pasado el tiempo.

      –Tengo que marcharme –comentó ella con cierta tristeza, según le pareció a Sam–. Gracias por acompañarme.

      –Permítame que la invite –dijo él agarrando el ticket.

      –No tiene por qué hacerlo –dijo ella ruborizándose.

      –Quiero

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