El desaparecido. Franz Kafka

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El desaparecido - Franz Kafka

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dos dedos, a lo que Karl, como si con eso quedara cumplida la formalidad, volvió a guardárselo.

      –Me permito decir –empezó entonces– que en mi opinión se ha cometido una injusticia con el señor fogonero. Hay aquí un tal Schubal que lo ha estado importunando. El fogonero ha servido de modo absolutamente satisfactorio en muchos barcos, y puede nombrarlos todos. Es diligente y busca hacer su trabajo lo mejor posible, por lo que en verdad resulta difícil de comprender que justo lo haya hecho mal en este barco, en el que la labor no reviste mayores dificultades, como ocurre por ejemplo en los veleros mercantes. Solo puede tratarse por lo tanto de una difamación, que ahora obstaculiza su progreso y le quita el reconocimiento que de lo contrario seguro que no le faltaría. He dicho nada más que generalidades sobre la cuestión, él mismo expondrá sus quejas específicas.

      Karl se había dirigido a todos los señores con este discurso, porque de hecho todos lo estaban escuchando, y porque parecía mucho más probable hallar un justo entre todos ellos a que el justo fuera el jefe de caja. Astutamente había callado que conocía al fogonero desde hacía tan poco tiempo. Por lo demás, habría hablado mucho mejor si no lo hubiera confundido la cara roja del caballero con el bastón de bambú, que veía ahora por primera vez desde su ubicación actual.

      –Es todo cierto, palabra por palabra –dijo el fogonero, antes de que nadie le preguntara nada, antes incluso de que alguien lo mirara.

      Esta precipitación del fogonero habría sido un gran error si el hombre con las condecoraciones, que era el capitán, como entendió Karl de pronto, no se hubiera resignado aparentemente a escuchar al fogonero. Porque estiró la mano y en dirección al fogonero exclamó “¡Venga aquí!” con voz tan firme como para dejarse golpear con un martillo. Ahora todo dependía del comportamiento del fogonero, porque Karl no tenía dudas en cuanto a lo justo de su causa.

      Afortunadamente quedó en evidencia en esta ocasión que el fogonero era un hombre de mundo. Con ejemplar calma y de un solo movimiento tomó de su maletita un manojo de papeles y un cuaderno, se dirigió con toda naturalidad hacia el capitán, ignorando por completo al jefe de caja, y desplegó sus pruebas materiales sobre el alféizar. Al jefe de caja no le quedó más opción que acercarse por su cuenta.

      –Este hombre es un conocido pleitista –dijo a modo de explicación–, está más tiempo junto a la caja que en la sala de máquinas. Ha hecho desesperar a Schubal, que es una persona de lo más tranquila. ¡Escúcheme! –se volvió hacia el fogonero–. Está usted llevando su impertinencia un poco demasiado lejos. ¿Cuántas veces fue expulsado ya de las salas de cobro, como bien se merecía por sus exigencias siempre injustificadas, sin excepción alguna? ¿Cuántas veces se vino corriendo desde allí a la caja central? ¿Cuántas veces le hemos dicho por las buenas que Schubal es su inmediato superior y por tanto el único con el que debe arreglarse como su subordinado? ¡Y ahora viene incluso aquí, cuando se encuentra presente el señor capitán, sin avergonzarse siquiera por molestarlo a él, atreviéndose incluso a traer con usted, a modo de portavoz iniciado en sus acusaciones disparatadas, a este muchacho que veo por primera vez en este barco!

      Karl hizo un gran esfuerzo por no dar un salto hacia adelante. Pero ya intervenía el capitán, diciendo:

      –Escuchemos de una vez al hombre. Schubal se ha vuelto demasiado independiente con el tiempo, con lo que no pretendo haber dicho nada en su favor.

      Esto último aludía al fogonero, resultaba natural que no pudiera ponerse de inmediato de su lado, pero todo parecía estar encaminado. El fogonero empezó con sus explicaciones y se esforzó desde el principio por tratar a Schubal de “señor”. Qué alegría sintió Karl junto al escritorio vacío del jefe de caja, donde de puro contento se puso a apretar una y otra vez una balanza para cartas. El señor Schubal era injusto. El señor Schubal favorecía a los extranjeros. El señor Schubal había expulsado al fogonero de la sala de máquinas y le había hecho limpiar los retretes, cosa que sin duda no era tarea para un fogonero. En un momento hasta se puso en duda la capacidad del señor Schubal, capacidad que al parecer era más aparente que real. Karl clavó los ojos en el capitán, con confianza, como si fuera su colega, solo para que este no se dejara influenciar en desmedro del fogonero por su forma un poco torpe de expresarse. De todos modos no sacaron nada en limpio de las muchas palabras y, aunque el capitán seguía con la mirada perdida, teniendo en vista solo la decisión de por esta vez escuchar al fogonero hasta el final, los otros señores empezaron a perder la paciencia y al poco tiempo la voz del fogonero ya no reinaba sola en la habitación, lo que despertaba ciertos temores. El caballero de civil fue el primero en poner en movimiento su bastón de bambú para golpear, aunque despacio, sobre el parqué. Los otros caballeros seguían alzando la vista de vez en cuando, pero los señores de la administración portuaria, con evidente prisa, volvieron a tomar las actas y empezaron a revisarlas, aunque algo distraídos aún, el oficial de navío se acercó otra vez a la mesa y el jefe de caja, creyendo haber ganado la partida, lanzó un suspiro cargado de ironía. Solo el criado parecía a resguardo de la incipiente distracción generalizada, por participar en parte de las penurias del pobre hombre puesto allí entre esos grandes señores, y asentía con seriedad en dirección a Karl, como queriendo explicarle con eso alguna cosa.

      Entretanto, la vida del puerto seguía transcurriendo frente a las ventanas: pasó un barco de carga chato con una montaña de barriles, que debían estar maravillosamente acomodados para no salir rodando, y dejó la habitación casi a oscuras; pequeñas barcas a motor, que de haber tenido tiempo Karl se habría puesto a observar en detalle, pasaban con un zumbido en línea recta, siguiendo los movimientos espasmódicos de las manos de hombres erguidos ante sus timones. Aquí y allá aparecían de pronto curiosos objetos flotantes en el agua intranquila, pero que enseguida quedaban cubiertos otra vez y se hundían ante la mirada absorta; gracias a la ardua labor de los marineros junto a los remos, los botes pertenecientes a los vapores transoceánicos avanzaban llenos de pasajeros, que iban inmóviles y expectantes tal como los habían apretujado allí dentro, aunque algunos no podían evitar girar la cabeza hacia los escenarios cambiantes. Un movimiento sin fin, una inquietud que se transmitía del intranquilo elemento a las personas desamparadas y sus obras.

      Todo reclamaba rapidez, claridad, una descripción bien precisa: ¿y qué hacía el fogonero? Hablaba frenéticamente, hacía tiempo que sus manos temblorosas ya no podían sostener los papeles sobre el alféizar de la ventana; se le ocurrían todo tipo de quejas sobre Schubal, cada una de las cuales hubiera bastado en su opinión para enterrar a ese Schubal por completo, pero lo que lograba mostrar al capitán era solo un triste remolino caótico de todas juntas. El caballero del bastón de bambú hacía rato que había empezado a silbar débilmente en dirección al techo, los señores de la administración portuaria retenían al oficial en su mesa y no daban señales de querer soltarlo nunca más, era evidente que el jefe de caja se abstenía de intervenir como hubiese querido solo por la calma que mostraba el capitán. El auxiliar, en posición de firme, esperaba a cada momento una orden del capitán referida al fogonero.

      Karl no pudo seguir inactivo. Se acercó al grupo despacio, pero pensando con la mayor velocidad cómo abordar el asunto de la manera más hábil posible. Ya iba siendo tiempo, solo un ratito más y volarían de esa oficina. El capitán era tal vez un buen hombre y tenía ahora, según le pareció a Karl, algún motivo especial para mostrarse como un patrón justo, pero a fin de cuentas no se trataba de un instrumento que se pudiera usar hasta gastarlo, que era lo que estaba haciendo el fogonero guiado por la infinita indignación que llevaba adentro.

      Karl dijo entonces al fogonero:

      –Tiene que contarlo de manera más simple y clara, porque así como lo está haciendo ahora, el señor capitán no puede apreciarlo. ¿O conoce él a todos los maquinistas y auxiliares por su apellido o incluso por su nombre de pila como para poder saber de inmediato de quiénes le está hablando solo porque usted los menciona? Organice sus quejas, diga la más importante primero y las otras en orden decreciente, tal vez entonces no sea necesario ni mencionar

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