Jamás te olvidé - Otra vez tú. Patricia Thayer
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–Muy bueno.
–Gracias, señor. Es un vino del norte de Los Ángeles.
El botones llenó las dos copas y Vance le dio una propina antes de que se marchara.
–Parece que has impresionado a la de recepción –dijo Ana.
Vance agarró una copa y se la entregó.
–Jessica es la ayudante del gerente.
Ana vaciló un momento, pero aceptó la copa.
–No me gusta mucho beber.
–A mí tampoco, pero creo que esta noche no nos vendrá mal una copita de vino –levantó su copa para brindar y entonces bebió otro sorbo–. Ven a ver las estrellas de Los Ángeles.
Ana no sabía si beber alcohol era una buena idea, pero no tenía que ir a ningún sitio. Caminó hasta la ventana.
–¿Dónde?
Él señaló hacia abajo.
–Están ahí abajo. Mira todas esas luces.
–Oh, vaya. Cuántas casas.
–A mí también me parece que están un poco hacinados. ¿Cómo soportan vivir tan cerca los unos de los otros?
Ana bebió otro sorbo, disfrutando del sabor del vino.
–¿Y el ruido? ¿Cómo aguantan el ruido y el tráfico?
Él se encogió de hombros.
–No tengo ni idea. Siento que tengo mucha suerte al haber terminado en el Lazy S.
–Lo sé –Ana se volvió hacia él.
Se sentía abrumada por todo lo que había ocurrido la semana anterior.
–No quiero perder el rancho, Vance. No puedo.
Él la miró a los ojos.
–Te prometo, Ana, que no lo perderás. No dejaré que ocurra.
–¿Entonces me ayudarás?
Ana se dio cuenta de que le estaba mirando los labios. De repente se acordó de aquel día. La había mirado de la misma forma, justo antes de besarla.
–No tienes ni que pedirlo, ojos brillantes.
Su voz grave y aterciopelada la hizo sentir un escalofrío a lo largo de la espalda. Bebió otro sorbo y entonces sintió un pequeño mareo. No sabía si era por el vino o por él. Le agarró del brazo para recuperar el equilibrio.
Mirarle a los ojos… era un error.
–Me gusta que me llames así.
Nada más hablar, Ana se arrepintió de lo que había dicho.
Vance frunció el ceño.
–Creo que necesitas comer algo –dijo Vance.
Tomó las dos copas de vino y las dejó sobre la mesa.
–Pensándolo bien, no comiste mucho hoy.
–Discutir con mis hermanas siempre me hace perder el apetito –las lágrimas la asediaron de nuevo–. Están tan enfadadas con papá. Pero no puedo echarles la culpa.
Vance la agarró de los brazos.
–Mira, Ana, tienes que darles tiempo. Tengo la sensación de que finalmente encontrarán el camino a casa.
Ana vaciló un momento. Su tacto era imposible de ignorar.
–¿Vas a dejar el rancho si Colt no se pone mejor?
–¿Quieres que me vaya? –le preguntó él.
Ana no podía imaginar cómo sería el Lazy S sin él. Sacudió la cabeza.
–No. Tienes que quedarte. Quiero decir que… Estás al tanto de todo, conoces el ganado, los cultivos.
Vance sabía que estaba exhausta. Los días vividos empezaban a pasarle factura, y el vino podía empeorar las cosas. Era tan fácil acercarse y robarle un beso…
Retrocedió rápidamente. ¿De dónde había salido ese pensamiento?
–Busquemos una forma de ganar dinero.
Ana agarró su copa y bebió otro sorbo.
–¿Y qué pasa con el rodeo?
–Los precios del ganado están bajando y nuestro rebaño es pequeño. No es suficiente. Además, hay algo que tenéis que saber… –se detuvo.
Ana le miró con esos ojos azules en los que podía perderse. Lo último que quería era darle más malas noticias.
–¿Qué?
–Necesitamos algo más que un arreglo temporal. Desde que soy el capataz del rancho, los beneficios no han hecho más que bajar. Sé que no hay fondos para pasar por una época de crisis. A lo mejor tenemos que reducir el negocio, vender cabezas de ganado… Tenemos que encontrar una solución.
Llamaron a la puerta y Vance fue a abrir. Era el mismo empleado de antes con el carrito de la comida. Les dio un tique para firmar y se marchó. Vance fue hacia la mesa y le sacó una silla a Ana.
–Vamos a comer.
–Gracias –dijo ella, sentándose.
Bebió otro sorbo de vino y le observó mientras se sentaba frente a ella. Era un hombre muy apuesto. Lo era. Esos ojos marrones ligeramente hundidos y la mandíbula cuadrada, cubierta por una fina barba de unas horas, le daban un aire interesante y viril. Había sido guapo de adolescente, pero se había convertido en un hombre irresistible y seguro de sí mismo.
Se fijó en su boca. Tenía el labio inferior carnoso… No podía evitar preguntarse cómo sería…
Ana apartó la mirada. ¿Qué estaba haciendo? No podía pensar de esa forma en Vance Rivers. Además, a lo largo de los años, muchas mujeres habrían pasado por su cama.
Al día siguiente, cuando el avión aterrizó en Montana, Ana estaba agotada. No había logrado descansar mucho, por culpa del hombre que dormía al otro lado de la pared.
Vance había aparcado su camioneta en el aparcamiento del aeropuerto, así que pudieron ir directamente al hospital. El viaje en coche fue tranquilo, y Ana lo agradeció. Tenía un ligero dolor de cabeza, gracias a esa segunda copa de vino que se había tomado, la que Vance no se había tomado con ella.
Se bajaron del ascensor en la segunda planta y se dirigieron a la habitación de Colt. La cama estaba vacía. Colt estaba sentado en una silla de ruedas.
–Oh, papá. Mírate –Ana fue hacia su padre. Quería