Secretos del ayer. Elizabeth August
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El rostro de Sarita reveló su conmoción.
–No puedes hablar en serio. Amas esta tierra.
–Soy viejo. Estoy satisfecho con mi vida. Pero tú…tú podrías utilizar el dinero para viajar, para ver el mundo.
Sarita vio la preocupación que había en los ojos de su abuelo y adivinó lo que estaba pensando realmente.
–Me gusta este sitio. Esta tierra forma parte de mí tanto como de ti. Es el lugar al que pertenezco. Y si quisiera ver mundo, tengo lo suficiente ahorrado como para hacer un viaje.
–Podrías ir a la universidad.
También habían tenido antes esa discusión.
–No quiero ir a la universidad. Me gusta mi vida tal como es.
–Te has tomado demasiado en serio la promesa que le hiciste a tu padre de cuidarme. Has restringido tus oportunidades. Trabajas en el café, vienes a casa, trabajas en el jardín, montas tu caballo y me cuidas. ¿Qué clase de vida es ésa?
–Una vida pacífica –Sarita admitió para sí que, a veces, su vida parecía carecer de plenitud, pero no pensaba admitirlo ante su abuelo. Su madre y su abuela murieron siendo ella muy joven. Su padre y su abuelo la criaron. Tras la muerte de su padre, ella fue la única que quedó para cuidar del hombre que tenía ante sí, y no pensaba eludir ese deber.
–Me preocupa lo que pueda pasarte cuando me haya ido. No quiero verte sola en el mundo. Deberías tener un marido y una familia.
Habían tenido aquella conversación cientos de veces antes. La respuesta normal de Sarita solía ser que le iría muy bien sola, que le gustaba ser una mujer independiente. Las palabras se formaron en la punta de su lengua, pero cuando abrió la boca se oyó decir:
–De acuerdo. Admito que me gustaría encontrar un marido y tener una familia. Pero no estoy tan desesperada como para tomar tu dinero y salir a recorrer el mundo y sus universidades.
Un destello de triunfo iluminó la mirada de Luis.
–Podrías ir a quedarte con mi primo José en Méjico –dijo–. La última vez que estuviste te hicieron cuatro proposiciones de matrimonio.
–Querían una esposa norteamericana para poder venir a vivir a este país.
–No tienes suficiente fe en ti misma. Puede que uno o dos tuvieran esa idea en mente, pero no los cuatro. Sé con certeza que Greco estaba enamorado de ti.
–Pues lo superó con mucha rapidez. Dos meses después de mi marcha se había casado y nueve meses más tarde era padre de gemelos.
–Lo rechazaste y se vio obligado a seguir adelante con su vida.
–Para ser alguien tan desesperadamente enamorado como decía, se movió rápidamente, ¿no te parece?
Luis entrecerró los ojos.
–Quiero verte casada, con un marido que te cuide.
–No necesito que nadie me cuide –dijo Sarita, impaciente–. ¡Hombres! Si fuera un hombre no te preocuparía tanto que me casara.
–Estás equivocada. Querría que tuvieras una esposa que te cuidara. Cuando Dios ordenó a Noé que agrupara a los animales por parejas, lo hizo por un motivo. El hombre cuida de la mujer y la mujer del hombre. Juntos forman un todo.
–Me siento completa sin necesidad de un marido.
–Buenas tardes –dijo una voz masculina, a la vez que su dueño giraba en la esquina de la casa.
Sarita se volvió, sorprendida.
–Supongo que he olvidado mencionarte que Wolf va a quedarse con nosotros –dijo su abuelo.
–He pasado por aquí para echar un vistazo a mi propiedad cuando he visto el cartel de habitación en alquiler –dijo Wolf, subiendo las escaleras del porche.
Sarita lo miró.
–¿Tú y yo bajo el mismo techo?
–Sé que solíamos pelearnos de pequeños, pero ahora somos adultos. Supongo que sabremos controlarnos.
–Claro, por supuesto –Sarita sabía que sonaría infantil si expresaba en alto sus dudas, pero la idea de la continua presencia de Wolf en la casa ya empezaba a causarle inquietud. «Tiene razón. Madura», se dijo.
–Le he dicho que podía utilizar la cocina, siempre que la limpie luego, claro está. Y va a pagar un extra por la cena –dijo Luis–. Le he advertido que no habrá nada sofisticado. Esta noche he preparado un guiso con patatas. He pensado que podías hacer unas tortitas de maíz.
–Como no –dijo Sarita.
Wolf asintió aprobadoramente.
–Guiso y tortitas de maiz. Va a ser una cena estupenda.
Superando la sorpresa que le había producido ver a Wolf, Sarita empezó a preguntarse cuánto habría oído éste de la conversación que estaba teniendo con su abuelo. Las voces viajaban con facilidad por el aire. Irguió los hombros, orgullosa. ¿Qué más daba que Wolf supiera que iba camino de convertirse en una solterona? Aunque no lo hubiera oído, lo habría sabido antes o después. Sabía que tenía veintiocho años. Y era evidente que no estaba casada. Si seguía allí una temporada, averiguaría que tampoco tenía perspectivas de futuro en ese aspecto.
–Voy a ver que tal va el guiso.
Tras removerlo, no pudo evitar asomarse disimuladamente a la ventana del cuarto de estar. Wolf estaba sentado en una silla junto a su abuelo, hablando del tiempo. Sarita sonrió burlonamente al admitir para sí que había temido que estuvieran hablando de ella. «Eres el último tema de conversación que interesaría a Wolf O’Malley», dijo su voz interior.
Moviendo la cabeza, fue a preparar la habitación de huéspedes. Había terminado y iba a salir cuando se fijó en una bolsa de viaje de cuero que se hallaba junto a la pared. La miró con el ceño fruncido, pensando que lo mejor para todos sería que Wolf se buscara otro alojamiento.
–No hay nada que muerda dentro de la bolsa.
Volviéndose rápidamente, Sarita vio a Wolf en el umbral de la puerta, mirándola con gesto impenetrable.
–Estaba preparando tu habitación –dijo.
Él permaneció en el umbral, bloqueando la salida.
–Si te preocupa que pueda haceros daño a ti o a tu abuelo, te prometo que no será así.
Sarita frunció el ceño, confundida.
–Ni siquiera se me había pasado ese pensamiento por la cabeza.
Wolf la miró con gesto incrédulo.
–Sé las historias que Katherine ha contado sobre mí. Todo el mundo cree que yo la tiré por las escaleras.
–No todo el mundo. Yo nunca la creí, ni tampoco mi padre,