Secretos del ayer. Elizabeth August

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Secretos del ayer - Elizabeth August Jazmín

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que si lo hubieras hecho, lo habrías admitido.

      –Es una pena que mi padre no tuviera la misma fe en mí –replicó Wolf con amargura.

      –Por lo que he oído, Katherine puede ser muy persuasiva.

      –Pues esta vez se va a encontrar con la horma de su zapato –dijo Wolf con determinación.

      Sarita se sintió repentinamente preocupada por él. Había visto a Katherine en acción y sabía que podía ser una enemiga temible.

      –Ten cuidado –advirtió.

      –Pienso tenerlo.

      Sarita estuvo a punto de ofrecerle su ayuda, si la necesitaba, pero recordó la última vez que trató de hacerlo. Decidió que no tenía sentido pasar por una nueva situación de bochorno.

      –Debo volver a la cocina –se acercó hacia la puerta.

      Wolf se apartó para dejarle pasar. La observó mientras se alejaba. Esa mañana, Bradford le había ofrecido una habitación en su casa y él la había aceptado. Pero al pasar junto a la tierra que le había hecho regresar, había visto el cartel de Habitación en Alquiler en la propiedad de Lopez. Aún sentía curiosidad por su encuentro con Sarita en el cementerio, de manera que llamó a Bradford para decirle que había cambiado de planes.

      Empezó a deshacer su bolsa de equipaje, pensativo. Era evidente que a Sarita Lopez no le hacía gracia que estuviera allí. En ese caso, ¿por qué iba a visitar su tumba? Su explicación de que pensaba que alguien debía recordarlo no le parecía consistente.

      –Joe siempre decía que tratar de leer la mente de una mujer es más difícil que descubrir por qué creo Dios a los mosquitos –murmuró para sí–. Y tenía razón –su expresión se volvió irónica–. Excepto en lo referente a mi madrastra –a ella la entendía bien. Era una mujer mal criada y egoísta, capaz de hacer lo que fuera para conseguir lo que se proponía.

      Sonrió mientras metía su ropa en los cajones de la cómoda. Había ido allí dispuesto a pelear por la tierra que era suya, pero ya no había necesidad de pelear. No sólo tenía la tierra; también era suya parte de la fortuna de su padre y un porcentaje de los beneficios del negocio familiar. Y estaba decidido a hacer que su presencia se notara.

      El ruido de la puerta de un coche al cerrarse llamó su atención.

      –¿Dónde está? –preguntó una conocida voz femenina.

      Wolf bajó al vestíbulo, deteniéndose a unos metros de la puerta mientras Katherine entraba.

      –Así que estás vivo –dijo, mirando a Wolf de arriba abajo–. Estaba en Houston cuando Greg me llamó para contarme la noticia. Tenía que venir a comprobarlo personalmente.

      –¿Greg Pike? –preguntó Wolf en tono totalmente relajado, como si la presencia de Katherine no lo afectara en lo más mínimo–. Bradford me ha dicho que lo habías contratado como abogado. Me dijo que incluso trataste de eliminarlo a él como albacea del testamento de mi padre para sustituirlo por Pike.

      Los ojos de Katherine destellaron de rabia.

      –Bradford Dillion era el abogado de tu padre. Nunca le han interesado mis asuntos.

      –Bradford Dillion es un hombre honorable.

      Katherine se encogió de hombros como si aquello no significara nada para ella.

      –No he venido aquí para hablar sobre Bradford Dillion. ¿Cuánto va a costarme que desaparezcas de mi vida?

      –Pienso quedarme. Aquí están mis raíces.

      La rabía hizo que las mejillas de Katherine enrojecieran. Tras soltar un bufido de disgusto, se dio la vuelta y salió de la casa, ignorando a Sarita y a Luis.

      –Así que vas a hacerte una casa en la tierra de Willow –dijo Luis cuando el coche de Katherine se alejó.

      Wolf se encogió de hombros.

      –Aún no he decidido lo que voy a hacer, pero no hay motivo para que Katherine lo sepa.

      Sarita volvió al cuarto de estar, del que había salido al oír las voces. Se había puesto muy tensa durante la confrontación de Katherine y Wolf, dispuesta a intervenir si ella trataba de hacerle daño. Conmocionada por la fuerza del inesperado sentimiento de protección que despertaba en ella Wolf, continuó hasta la cocina y se sentó en una silla. «Contrólate», se dijo. Wolf O’Malley era la última persona del mundo que necesitaba o quería protección.

      –Me disculpo por lo que acaba de suceder.

      Sarita se volvió y vio que Wolf se encaminaba al fregadero. No queriendo que pensara que él era el motivo de que se encontrara tan alterada, dijo:

      –Tu madrastra siempre me ha asustado un poco.

      –A mí también –admitió Wolf, sonriendo.

      La inesperada expresión juvenil de su rostro afectó a Sarita de un modo extraño.

      –¿Vasos? –preguntó él, señalando los armarios.

      –En el de la izquierda –recordando sus modales, Sarita añadió rápidamente–. ¿Prefieres un te frío, o soda?

      –Sólo agua –Wolf llenó un vaso, bebió medio y lo dejó en la encimera. Luego miró a Sarita pensativamente–. Según recuerdo, tú y yo no nos llevamos demasiado bien desde el primer día.

      Sarita bajó la mirada mientras su mente volvía a los días de su infancia. A una milla y media de allí, Frank O’Malley construyó unos corrales y establos para que Willow O’Malley tuviera caballos y pudiera cabalgar en la tierra que ella aportó como dote a la boda. Incluso antes de que supiera andar, Willow llevaba a su hijo a cabalgar con ella.

      Frank O’Malley contrató a Luis para que se ocupara de los establos y de los caballos. Cuando Sarita apenas tenía cinco años, Luis empezó a llevarla consigo, de manera que su camino y el de Wolf se cruzaron muy pronto.

      Sarita alzó la mirada.

      –Siempre tratabas de mandarme.

      –Porque siempre estabas haciendo algo con lo que podías dañarte.

      Los ojos de Sarita destellaron, desafiantes.

      –Teníamos dos caballos y yo tenía mi propio pony. Mi abuelo me enseñó cómo cuidar de ellos. Yo sabía lo que hacía.

      Wolf recordó a la niña de oscuro pelo que lo había mirado con la misma intensidad que la mujer en que se había convertido.

      –Supongo que aún sabemos cómo sacarnos mutuamente de quicio.

      –Eso parece –admitió ella.

      Otro distante recuerdo del pasado regresó a la mente de Wolf.

      –Aún me debes las gracias.

      Sarita sabía a qué se refería. Por entonces tenían catorce años. Había salido a cabalgar sola y su caballo

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