Crimen y castigo. Fiódor Dostoyevski
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Estuvo tendido en el sofá durante varias horas. Pensaba, de vez en cuando: “Sí, hay que ir a tirar todo esto en cualquier sitio y así no pensaré más en ello. Tengo que ir de inmediato”. Y en más de una oportunidad se sacudió en el sofá con la intención de ponerse de pie, pero le fue imposible. Finalmente, lo sacó de su inercia un golpe violento que dieron en la puerta.
—¡Abre la puerta si no has fallecido! —gritó Nastasia golpeando incesantemente la puerta con el puño—. Siempre está acostado. Pasa todo el día durmiendo como un perro. ¡Sí, exactamente como lo que es! ¡Abre! ¡Ya son más de las diez de la mañana!
—Quizá no esté —dijo una voz masculina.
“Es la voz del portero —pensó en seguida Raskolnikof—. ¿Qué querrá?”.
De un salto se levantó y permaneció sentado en el sofá. El corazón le latía tan fuertemente que le hacía daño.
—Y echado el pasador —señaló Nastasia—. Por lo visto tiene temor de que se lo lleven... ¿Quieres ponerte de pie y abrir de una vez por todas?
“¿Qué buscarán? ¿El portero qué hace aquí? ¡No cabe duda, ya se descubrió todo! ¿Debo hacerme el sordo o abrir la puerta? ¡Así agarren la peste!”.
A medias se levantó, extendió el brazo y tiró del pasador. El cuarto era tan angosto que sin dejar el sofá podía abrir la puerta.
No estaba errado: eran el portero y Nastasia.
La criada lo miró de una forma muy rara. Con desesperada osadía, Raskolnikof miraba al portero. Este le mostraba al muchacho un papel doblado, burdamente lacrado y de color gris.
—Han traído esto de la comisaría.
—¿De qué comisaría?
—¿De qué comisaría ha de ser? De la comisaría de policía, por supuesto.
—Pero ¿la policía qué quiere de mí?
—¿Y yo qué sé? Es una citación y debe ir.
Miró fijamente a Raskolnikof, miró todo el cuarto y se dispuso a irse.
—Pareces enfermo —dijo Nastasia, que no dejaba de ver a Raskolnikof. Cuando escuchó estas palabras, el portero giró la cabeza y la criada le comentó—: Desde ayer tiene fiebre.
Raskolnikof no respondió. Todavía tenía en la mano el papel, sin abrirlo.
—Permanece acostado —dijo Nastasia, compadecida cuando el muchacho se disponía a ponerse de pie—. No vayas si estás enfermo. No hay prisa.
Después de una breve pausa preguntó:
—¿Y qué tienes en la mano?
El joven siguió la mirada de la criada y miró el bolsillo, los flecos del pantalón y los calcetines en su mano derecha. Así había dormido así. Después se acordó que apretaba con la mano todo eso con mucha fuerza en las leves vigilias que interrumpían su sueño febril y que, sin abrirla, se dormía nuevamente.
—¡Recoges unos harapos y, como si fueran un tesoro, duermes con ellos!
Y se rio histéricamente. Raskolnikof se apresuró a ocultar debajo del sobretodo el triple cuerpo del delito y vio retadoramente a la criada.
Pese a que en esos instantes no era capaz de analizar con lucidez, notó que estaba recibiendo un trato muy diferente al que se da a alguien a quien van a apresar.
Pero... ¿la policía por qué lo citaba?
—Trata de tomar algo de té. Te lo traeré. Sobró un poco.
—No, no deseo té —susurró—. Veré qué quiere la policía. Me presentaré ahora mismo.
—¡Pero si ni podrás descender la escalera!
—Dije que voy.
—Bueno allá tú.
El joven salió después del portero. De inmediato, Raskolnikof se aproximó a la ventana y observó los calcetines y los flecos a la luz del día.
“Aquí están las manchas, pero se ven muy poco: las han esfumado el barro y el roce de la bota. El que no lo sepa, no las podrá ver. Por lo tanto, y por suerte, Nastasia no las vio: estaba muy distante”.
Con manos temblorosas abrió entonces el pliego. Para entender lo que decía tuvo que leerlo y releerlo en varias oportunidades. Se trataba de una citación redactada en la forma normal y corriente, en la que se le señalaba que debía presentarse en la comisaría del distrito, ese mismo día, a las nueve y media de la mañana.
“¡Qué cosa más extraña —pensó al tiempo que se apoderaba de él una angustia muy dolorosa—. Nada tengo que ver con la policía, y justamente hoy me cita. ¡Que finalice esto cuanto antes, mi Dios!”.
Se iba a poner de rodillas para rezar, pero en lugar de hacerlo, se rio. Se reía de sí mismo, no de las plegarias. Comenzó a ponerse la ropa velozmente.
“Si voy a fallecer, ¿qué podemos hacer?”.
Y de inmediato se dijo:
“Me pondré los calcetines. A las manchas las cubrirá el polvo de las calles”.
Cuando apenas se puso el calcetín ensangrentado, se lo arrancó con un gesto de intranquilidad y de espanto. Pero de inmediato recordó que no tenía más calcetines y se lo puso nuevamente, y se echó a reír otra vez.
“¡Bah! Estos son solamente prejuicios. En esta vida todo es relativo: las apariencias, las costumbres..., en fin, todo”.
No obstante, estaba temblando de pies a cabeza.
“Ya está; ya me lo puse y muy bien puesto”.
Rápidamente pasó de la hilaridad a la desesperación y la angustia.
“¡Esto está muy por encima de mis fuerzas!”.
Le temblaban las piernas.
—¿De temor? —murmuró.
Le daba vueltas todo; a consecuencia de la fiebre le dolía mucho la cabeza.
“¡Esto es una emboscada! Quieren cogerme desprevenido, atraerme —pensó al tiempo que caminaba hacia la escalera—. Lo más grave es que estoy muy aturdido, que quizá diga lo que no debo decir”.
Recordó ya en la escalera que las joyas que había robado todavía estaban donde las había colocado, detrás del papel roto y despegado de la pared del cuarto.
“Quizá, aprovechando mi ausencia, registren el cuarto”.