Crimen y castigo. Fiódor Dostoyevski

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Crimen y castigo - Fiódor Dostoyevski Colección Oro

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las campanillas de los pequeños apartamentos en todos los enormes edificios similares a ese. Pero el muchacho ya no recordaba este detalle y el tintineo de la campanilla debió despertar en él, con total claridad, algún antiguo recuerdo, pues tembló. Era extrema la fragilidad de sus nervios.

      Transcurrido un momento, se entreabrió la puerta. Por la angosta abertura, la inquilina miró detenidamente al intruso con notoria desconfianza. Solamente se veían sus pequeños ojos brillando en la oscuridad. Cuando vio que había personas en el rellano, se calmó y abrió la puerta. El muchacho cruzó el umbral y entró en un vestíbulo sombrío que estaba dividido en dos por un tabique, tras el cual había una pequeña cocina. La vieja se mantenía paralizada frente a él. Era una mujer de unos sesenta años, reseca, menuda, con unos ojos chispeantes de maldad y con una nariz puntiaguda. Tenía la cabeza descubierta, y sus cabellos, de un rubio descolorido y con solo algunas hebras grises, estaban untados de aceite. Su cuello, largo y esquelético como una pata de pollo, estaba rodeado por un viejo chal de franela y sobre los hombros llevaba, aunque hacía mucho calor, una pelliza, pelada y amarillenta. A cada instante la tos la agitaba. La vieja sollozaba. Los pequeños ojos de la anciana recuperaron su expresión de desconfianza, porque el muchacho debió mirarla de una forma algo extraña.

      —Soy el estudiante Raskolnikof. Hace un mes vine a su casa —susurró apresuradamente, haciendo una inclinación a medias, ya que pensó que debía mostrarse muy amable y gentil.

      —Sí, me acuerdo, joven, me acuerdo perfectamente —dijo la anciana, sin dejar de mirarlo con una expresión de desconfianza.

      —Muy bien; pues vine para un pequeño negocio como aquel —dijo Raskolnikof, un poco aturdido y también asombrado por aquel recelo.

      “Quizás esta anciana siempre es así y yo no me di cuenta la otra vez”, pensó, desagradablemente sorprendido.

      La anciana no respondió; daba la impresión de que estaba reflexionando. Luego señaló al visitante la puerta de su cuarto, al tiempo que se hacía a un lado para permitirle pasar.

      —Pase, joven.

      El estrecho y pequeño cuarto donde entró el muchacho tenía las paredes tapizadas de papel amarillo. Ante sus ventanas, adornadas con macetas de geranios, colgaban cortinas de muselina. El sol poniente iluminaba el cuarto en ese instante.

      De repente, Raskolnikof pensó: “Entonces, también, probablemente lucirá un sol como este”.

      Y miró rápidamente todo el cuarto para grabar en su memoria hasta el más mínimo detalle. Pero la habitación no tenía nada de particular. Los muebles, decrépitos, de madera clara, consistían en un inmenso sofá, de respaldo curvado, una mesa ovalada situada frente al sofá, un tocador con espejo, algunas sillas adosadas a las paredes y dos o tres grabados, que no tenían valor y que mostraban a unas señoritas alemanas, cada una con un ave en la mano. Esto era absolutamente todo.

      Una lamparilla ardía en un rincón ante una imagen. Todo estaba perfectamente limpio y resplandeciente.

      “Seguro que esto es obra de Lisbeth”, pensó el muchacho.

      En todo el apartamento, ninguna persona habría podido descubrir ni la más mínima partícula de polvo.

      “Solamente en las casas de estas malignas y ancianas viudas puede verse una limpieza semejante”, pensó Raskolnikof. Y dirigió una mirada curiosa y soslayada a la cortina de indiana que escondía la puerta del segundo cuarto, también extremadamente pequeño, donde se encontraban la cama y la cómoda de la anciana y en la que él nunca había puesto los pies. En el apartamento ya no había más habitaciones.

      —¿Usted qué desea? —preguntó con excesiva aspereza la anciana, quien, apenas había entrado en el cuarto, se había detenido frente a él para mirarlo frente a frente.

      —Quiero empeñar esto.

      Y extrajo del bolsillo un antiguo reloj de plata, en cuyo dorso tenía un grabado que simbolizaba el globo terrestre y del que colgaba una cadena de acero.

      —¡Pero si aun no me ha devuelto la cantidad que le presté! Hace tres días finalizó el plazo.

      —Tenga paciencia. Le cancelaré los intereses de un mes más.

      —¡Soy yo quien decido tener paciencia o vender de inmediato el objeto empeñado, muchacho!

      —Aleña Ivanovna, ¿por el reloj me dará una buena cantidad?

      —¡Pero si usted me está trayendo una miseria! Mi buen amigo, este reloj no tiene ningún valor. La otra vez le di dos bellos billetes por un anillo que podía comprarse como nuevo en una joyería por solamente rublo y medio.

      —Lo desempeñaré si me da cuatro rublos. Es un recuerdo de mi padre. De un instante a otro recibiré dinero.

      —Le doy rublo y medio, y le descontaré los intereses.

      —¡Rublo y medio! —dijo el muchacho.

      —Bueno, se lo lleva si no le parece bien.

      Y la anciana le devolvió el reloj. Él lo cogió e indignado se dispuso a salir; pero, de repente, recordó que la vieja usurera representaba su último recurso y que fue allí para otra cosa.

      —Está bien, deme el dinero —dijo con sequedad.

      La anciana extrajo unas llaves del bolsillo y pasó al cuarto contiguo.

      El muchacho comenzó a reflexionar cuando se quedó a solas, mientras aguzaba el oído. Hacía conjeturas. Escuchó abrir la cómoda.

      “El cajón de arriba, sin duda —dedujo—. Tiene las llaves en el bolsillo derecho. Un mazo de llaves en un anillo de acero. Hay una más grande que las otras y que tiene el paletón dentado. Probablemente no es de la cómoda. Entonces, hay una caja, quizás una caja de caudales. Las llaves de las cajas de caudales tienen esa forma frecuentemente... ¡Ah, todo esto es tan innoble!”.

      Reapareció la anciana.

      —Amigo mío, aquí tiene. A diez kopeks por rublo mensual, los intereses del rublo y medio son quince kopeks, que me tiene que pagar por adelantado. Además, por los dos rublos del préstamo de antes tengo que descontar veinte kopeks para el mes que comienza, lo que son treinta y cinco kopeks en total. Usted ha de recibir, por lo tanto, un rublo y quince kopeks por su reloj. Aquí los tiene, tome.

      —Así, ¿todo se reduce a un rublo y quince kopeks?

      —Sí, exactamente.

      El muchacho tomó el dinero. No deseaba discutir. Veía a la anciana y no mostraba ninguna prisa por irse. Daba la impresión de que deseaba hacer o decir algo, aunque ni él mismo sabía con exactitud qué.

      —Quizá, Aleña Ivanovna, le traiga otro objeto de plata muy pronto... Una hermosa pitillera que le presté a un amigo. En cuanto me la devuelva...

      Se interrumpió, aturdido.

      —Amigo mío, cuando la traiga ya hablaremos.

      —Bueno, entonces, adiós... ¿Usted siempre está sola aquí? ¿Jamás está su hermana con usted? —interrogó en el tono más impasible e indiferente que le fue posible, al tiempo que pasaba al vestíbulo.

      —¿Y

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