Crimen y castigo. Fiódor Dostoyevski

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Crimen y castigo - Fiódor Dostoyevski Colección Oro

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cuarto de hora fue que me entregaron la citación —contestó Raskolnikof en voz también alta. De él se había apoderado una furia repentina y con cierto placer se entregaba a ella—. ¡Demasiado he hecho con venir con fiebre y enfermo!

      —¡Ya no grite, no grite!

      —Yo no estoy gritando; hablo como debo hacerlo. El que está gritando es usted. Soy estudiante y no tengo por qué soportar que me hablen en ese tono.

      Al oficial esta respuesta lo irritó de tal forma que no pudo responder de inmediato: de sus contraídos labios solamente salieron sonidos inarticulados. Luego brincó de su silla.

      —¡Cállese! ¡Usted está en la comisaría! Aquí no se permiten insolencias.

      —¡Usted también está en la comisaría! —contestó Raskolnikof—, y no contento con gritar, está fumando, lo que es, hacia todos nosotros, una total falta de respeto.

      Sentía un placer indescriptible al pronunciar estas palabras.

      Con una sonrisa, el secretario presenciaba la escena. El apasionado ayudante pareció dudar un instante.

      —¡Eso no le concierne a usted! —contestó finalmente con gritos afectados—. Lo que debe hacer es prestar la declaración que se le solicita. Alejandro Grigorevitch, muéstrele el documento. Contra usted se presentó una denuncia. ¡Usted no cancela sus deudas! ¡Está hecho un buen pájaro!

      Pero Raskolnikof ya no lo oía: se apoderó ansiosamente del papel e intentaba, con visible desasosiego, encontrar la clave del misterio. Leyó el documento varias veces sin lograr comprender ni una sola palabra.

      —Pero ¿esto qué es? —preguntó al secretario.

      —Es un efecto comercial cuya cancelación se le solicita. Usted tiene que pagar el valor de la deuda, además de la multa, de las costas, etcétera, o hacer una declaración por escrito donde diga en qué fecha lo podrá hacer. Se tendrá que comprometer, al mismo tiempo, a no abandonar la ciudad y también, hasta que haya cancelado su deuda, a no vender ni empeñar nada de lo que tiene. En cambio su acreedor tiene completa libertad para vender los bienes de usted y pedir que la ley sea aplicada.

      —¡Pero si yo no le debo nada a ninguna persona!

      —No es de nuestra incumbencia ese punto. Se nos ha remitido a nosotros un efecto protestado de ciento quince rublos que usted firmó hace nueve meses en favor de la señora Zarnitzine, viuda de un asesor escolar, efecto que esta dama mandó al consejero Tchebarof para pagar una cuenta. Nosotros, debido a ello, le citamos a usted para que declarara.

      —¡Pero si ella es mi patrona!

      —¡Y eso qué interesa!

      El secretario lo miraba con una sonrisa de prepotencia y condescendencia, como a un principiante que comienza a aprender gracias a él lo que quiere decir ser deudor. Era como si le dijera: “¿Eh? ¿Qué te parece?”.

      Pero ¿en ese instante qué importaban a Raskolnikof las demandas de su patrona? ¿Valía la pena que se angustiara por semejante cuestión y ni siquiera que le prestara la más mínima atención? Allí estaba leyendo, oyendo, contestando, incluso preguntando, pero todo lo hacía instintivamente. Su ser estaba lleno de la felicidad de sentirse a salvo, de librarse del miedo que lo estremecía hacía unos instantes. Había desterrado de su mente, por el momento, el análisis de su situación, todas las preocupaciones y suposiciones temerosas. Fue un instante de felicidad absoluta, salvaje.

      Pero, de repente, en el despacho se desencadenó una tempestad. Todavía bajo los efectos de la ofensa que acababa de sufrir y con ganas de resarcirse, el ayudante del comisario comenzó de pronto a insultar a la señora del lujoso vestido, quien desde que lo vio entrar no dejaba de verlo con una sonrisa estúpida.

      —Y tú, bribona —le gritó fuertemente después de comprobar que la dama de luto se había ido ya—, ¿esta noche qué ha sucedido en tu casa? Contéstame: ¿qué ha ocurrido? Con los gritos, las risas y las borracheras han despertado a todos los vecinos. Parece que te has empeñado en ir a la prisión. Por lo menos en diez ocasiones te lo he advertido. Te lo diré de otra manera la próxima vez. ¡Es que no haces caso! ¡Eres una ramera incorregible!

      Raskolnikof se quedó tan atónito cuando vio tratar de esa manera a la elegante señora que el papel que tenía en la mano se le cayó. No obstante, no tardó en entender el porqué de todo eso, y el asunto le pareció muy entretenido. A partir de ese instante oyó con mucho interés y haciendo esfuerzos por dominar la risa. Su tensión nerviosa era asombrosa.

      —Bueno, bueno, Ilia Petrovitch... —comenzó a decir el secretario, pero de inmediato se dio cuenta de que sería infructuosa su intervención: por experiencia sabía que cuando el impulsivo oficial se disparaba, no existía medio humano de detenerlo.

      Con respecto a la hermosa dama, la tormenta que se desencadenó sobre ella comenzó por hacerla estremecer, pero —cosa rara— a medida que los ataques llovían sobre ella su rostro se iba mostrando más amable, y más fascinante la sonrisa que le brindaba al oficial. Aumentaba el número de las reverencias y aguardaba con impaciencia el instante en que su censor permitiera que ella hablara.

      —Señor capitán, en mi casa no hay escándalos ni riñas —dijo tan rápidamente como pudo (hablaba el ruso con facilidad, pero con evidente acento alemán)—. Ni el más mínimo escándalo —ella pronunciaba “echkándalo”—. Lo que sucedió fue que un hombre llegó a mi casa borracho... Señor capitán, se lo contaré todo. Yo no fui la culpable. Mi casa, señor capitán, es una casa tan seria como yo. Yo no quería “echkándalos”... Él llegó como una cuba y pidió tres botellas —la alemana decía «potellas»—. Luego alzó las piernas y comenzó a tocar el piano con los pies, algo que está fuera de lugar en una casa tan seria como la mía. Y terminó por destruir el piano, lo cual no me parece nada bien. Y así se lo dije, y él agarró la botella y comenzó a repartir botellazos hacia todos lados. Llamé entonces al portero, y cuando llegó Karl, él caminó hacia Karl y le dio un puñetazo en un ojo. Enriqueta también recibió un golpe. Y a mí me dio cinco bofetadas. Señor capitán, en vista de esta manera de comportarse, tan inadecuada de una casa seria, yo comencé a protestar a gritos, y él abrió la ventana que da al canal y comenzó a gruñir como un cerdo. ¿Entiende, señor capitán? ¡En la ventana se puso a hacer el cerdo! Entonces, para alejarlo de la ventana, Karl comenzó a tirarle de los faldones del frac y..., se lo confieso, señor capitán..., en las manos se le quedó un faldón. Entonces comenzó a gritar diciendo que tenía que pagarle quince rublos de indemnización, y yo, señor capitán, le pagué cinco rublos por seis Rock. No es un cliente deseable, como usted puede ver. Señor capitán, le doy mi palabra de que él armó todo el escándalo. Y me amenazó, además, con relatar toda la historia de mi vida en los periódicos.

      —Ah, entonces, ¿es escritor?

      —Sí, señor, y un cliente sin escrúpulos que, incluso sabiendo que está en una casa digna, se permite...

      —Bueno, bueno; toma asiento. Ya te dije en mil ocasiones...

      —Ilia Petrovitch... —repitió, con acento significativo, el secretario.

      El ayudante del comisario lo miró rápidamente y vio que sacudía levemente la cabeza.

      —Mi respetable Luisa Ivanovna, en fin —siguió el oficial—, en lo que a ti respecta, he aquí mi última palabra. Como en tu digna casa se vuelva a producir un nuevo escándalo haré que te enchiqueren, como suelen decir los de tu noble nivel social. ¿Comprendiste?... ¿De manera

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