Crimen y castigo. Fiódor Dostoyevski
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Hondamente conmovido, Marmeladof realizó una nueva pausa. En ese instante un grupo de bebedores, en los que ya había hecho efecto el licor, invadió la cantina. Las notas de un organillo sonaron en la puerta de la taberna, y una voz de infante, débil y temblorosa, entonó la Petite Ferme. Muchos ruidos llenaron la sala. El cantinero y los dos chicos acudieron rápidamente a atender a los recién llegados. Sin prestarles atención, Marmeladof prosiguió su narración. Parecía muy débil, pero se iba mostrando más abierto y efusivo a medida que se incrementaba su borrachera. El recuerdo de su último triunfo, el reciente trabajo que había logrado, le había reconfortado y daba a su rostro una especie de luminosidad. Con mucha atención, Raskolnikof lo oía.
—Hace cinco semanas de esto. Pues sí, cuando Catalina Ivanovna y Sonetchka supieron lo de mi trabajo, me sentí como trasladado al paraíso. Antes, cuando tenía que estar acostado, se me veía como a un animal y no oía más que ofensas e insultos; ahora caminaban de puntillas y hacían callar a los pequeños. “¡Silencio! Simón Zaharevitch trabajó mucho y está agotado. Tenemos que dejarlo descansar”. Antes de irme al despacho me daban café e incluso nata. Compraban nata auténtica, ¿sabe usted?, lo que no entiendo es de dónde sacaron los once rublos y medio que invirtieron en abastecer mi ropero. Soberbios puños, botas, todo un uniforme en excelente estado, por once rublos y cincuenta kopeks. Cuando regresé a casa al mediodía, en mi primera jornada de empleo, ¿qué es lo que vieron mis ojos? Catalina Ivanovna había cocinado dos platos: sopa y lechón en salsa, manjar que ni siquiera conocíamos. No tiene vestidos, ni siquiera uno. No obstante, se había arreglado como para realizar una visita. Incluso no teniendo ropa, se había arreglado muy bien. Con nada ellas saben arreglarse. Un cuello muy limpio y blanco, unos puños, un peinado bonito y gracioso, y parecía otra mujer; estaba más hermosa y mucho más joven. Mi paloma, Sonetchka, solamente pensaba en apoyarnos con su dinero, pero nos dijo: “Creo que ahora no es muy adecuado que los venga a ver frecuentemente. Los visitaré en alguna ocasión de noche, cuando nadie me pueda ver”. ¿Entiende, entiende usted? Después de comer me acosté, y entonces Catalina Ivanovna no pudo dominarse. Había tenido un violento altercado con Amalia Ivanovna, la dueña de la casa, hacía apenas una semana; no obstante, la invitó a tomar café. Dos horas estuvieron conversando en voz baja.
—Simón Zaharevitch —dijo Catalina Ivanovna— ahora tiene un trabajo y recibe un sueldo. Se presentó a su excelencia, y su excelencia salió de su despacho, extendió la mano a Simón Zaharevitch, les dijo a los demás que esperaran y, delante de todos, lo hizo pasar. ¿Entiende, entiende usted? “Por supuesto —le dijo su excelencia—, recuerdo sus servicios, Simón Zaharevitch y, a pesar de que usted no se comportó como debió hacerlo, su promesa de no reincidir y, por otro lado, el hecho de que aquí todo ha ido mal desde que usted no está (¿se da usted cuenta de lo que esto quiere decir?), me lleva a confiar en su palabra”.
—Vale decir —prosiguió Marmeladof— que todo esto lo inventó mi esposa, pero no por ligereza ni para presumir. Es que ella misma estaba plenamente convencida de ello y se reanimaba con sus propias fantasías, le doy mi palabra de honor. Yo no se lo recrimino, no se lo puedo recriminar. Y hace seis días, cuando le di mi primer sueldo completo, veintitrés rublos y cuarenta kopeks, me dijo cariñito. “¡Mi cariñito!”, y tuvimos un diálogo íntimo, ¿entiende? Y dígame, se lo suplico: ¿yo qué encanto puedo tener y qué papel puedo hacer como marido? No obstante, ella me pellizcó el rostro y me dijo cariñito.
Marmeladof se quedó callado. Trató de sonreír, pero su mentón comenzó a temblar. Pero logró dominarse. Esa cantina, esa cara de hombre acabado, las cinco noches transcurridas en las barcas de heno, esa botella y, vinculado a esto, la dulzura enfermiza de ese hombre por su mujer y su familia, tenían desconcertado a su oyente. Raskolnikof estaba pendiente de lo que decía, pero se arrepentía de haber entrado en ese sitio y experimentaba una sensación penosa.
—¡Ah, señor, mi apreciado señor! —exclamó Marmeladof, algo recuperado—. Quizás a usted, como a todos los demás, todo esto le parezca muy gracioso; probablemente lo estoy aburriendo con todos estos pequeños pormenores, estúpidos y miserables, de mi existencia cotidiana y doméstica. Pero le puedo asegurar que yo no tengo deseos de reír, ya que siento todo esto. Todo ese día inolvidable y toda esa noche estuve forjando en mi mente los sueños más maravillosos y fantásticos: soñaba en cómo planificaría y reorganizaría nuestra existencia, en los trajes que pondrían a los pequeños, en la calma y serenidad que iba a tener mi mujer, en que sacaría a mi querida hija de la vida de degradación y vergüenza que llevaba y volvería a ocupar su lugar en la familia... Y soñé todavía muchas cosas más... Pero, caballero, he aquí —y Marmeladof tembló repentinamente, alzó la cabeza y miró fijamente a su oyente—, he aquí que al siguiente día a ese en que toqué todos estos sueños (hace exactamente cinco días de esto), por la noche, concebí un engaño y, como un vil ladrón nocturno, le quité, sin que se diera cuenta, la llave del baúl a Catalina Ivanovna y robé el resto del dinero que le había dado. ¿Cuánto había allí? Se me olvidó. Pero... ¡mírenme todos! No he puesto los pies en mi casa desde hace cinco días, y mi familia me busca y he perdido mi trabajo. Cambié el uniforme por este traje en una cantina del puente de Egipto. Ha finalizado todo.
Se dio un golpe en la cabeza con el puño, cerró los ojos, oprimió los dientes y, pesadamente, se acodó en la mesa. Su semblante, poco después, cambió y, viendo a Raskolnikof con una especie de perversidad intencional, de cinismo simulado, soltó una carcajada y dijo:
—Hoy estuve en la casa de Sonia. Le fui a pedir dinero para beber. ¡Ja, ja, ja!
—¿Y ella te lo dio? —interrogó uno de los que habían entrado recientemente, soltando también una carcajada.
—Con su dinero pagué esta media botella que ve usted aquí —prosiguió Marmeladof, dirigiéndose únicamente a Raskolnikof—. Me dio todo lo que tenía: treinta kopeks, los últimos; lo vi con mis propios ojos. Ella no me dijo absolutamente nada; solamente me miró en silencio... Fue una mirada que pertenecía al cielo, no a la tierra. Solamente allá arriba se puede sufrir de esa manera por los hombres y sin condenarlos, llorar por ellos. Sí, sin condenarlos... Pero es todavía más doloroso y amargo que no se nos condene. Treinta kopeks... ¿Es que acaso ella no los necesita? Mi apreciado señor, ¿a usted no le parece que ella ha de mantener una atractiva limpieza? Y cuesta dinero esta limpieza; es una limpieza muy especial. ¿No cree? Necesita enaguas almidonadas, cremas, elegantes zapatos que engalanen el pie en el instante de brincar sobre un charco. ¿Entiende, entiende usted la importancia y el significado de esta limpieza? Pues bien; entonces yo, su propio padre, le he quitado los treinta kopeks que poseía. Y me los bebo, ya me los bebí. Dígame usted: ¿quién puede compadecerse de un individuo como yo? Señor, dígame: ¿tiene usted compasión de mí o no la tiene? Señor, con sinceridad: ¿se apiada o no de mí? ¡Ja, ja, ja!
Trató de llenarse el vaso, pero estaba vacía la botella.
—Pero ¿por qué han de apiadarse de ti? —preguntó el cantinero, aproximándose a Marmeladof.
De risas mezcladas con insultos y ofensas se llenó la sala. Los primeros en reír y ofender fueron los que oyeron al funcionario. Los demás, los que no estaban prestando atención, les hicieron coro, pues con mirar el rostro del charlatán les era suficiente.
—¿Apiadarse de mí? ¿Por qué han de apiadarse de mí? —rugió de repente Marmeladof, poniéndose de pie y extendiendo los brazos con un gesto de exaltación, como si solamente aguardara este instante—. ¿Por qué han de apiadarse de mí?, me preguntas. Es verdad, tienes razón: no merezco que nadie se apiade de mí ni que me compadezca; solamente merezco que me crucifiquen, ¡Sí, la cruz, no la misericordia, no la piedad!... ¡Juez, crucifícame! ¡Hazlo y, al crucificarme,