Crimen y castigo. Fiódor Dostoyevski

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Crimen y castigo - Fiódor Dostoyevski страница 9

Crimen y castigo - Fiódor Dostoyevski Colección Oro

Скачать книгу

posible que se lo haya tomado todo? ¡En el baúl quedaban doce rublos!

      Cogió a su esposo por los cabellos en un arrebato de furia y lo forzó a entrar a punta de tirones. Marmeladof intentaba aminorar su esfuerzo arrastrándose, de rodillas, humilde y dócilmente tras ella.

      —¡Para mí es un placer, no un sufrimiento! ¡Amigo mío, un placer! —exclamaba al tiempo que su esposa lo agarraba del cabello y lo zarandeaba.

      Finalmente, su frente dio contra el entarimado. La niña que estaba durmiendo en el suelo se despertó y estalló en llanto. De pie en su rincón, el niño no pudo aguantar la escena: nuevamente comenzó a gritar, a temblar y, estremecido y lleno de pánico, se lanzó en brazos de su hermana. La niña mayor temblaba como una hoja.

      —¡Se lo ha bebido todo, todo! —gritaba la pobre mujer llena de desesperación—. ¡Y este traje no es suyo! ¡Están muertos de hambre! —señalaba a los pequeños, se retorcía los brazos—. ¡Maldita existencia!

      De repente se dirigió a Raskolnikof.

      —¿Y a ti no te avergüenza? ¡Vienes de la cantina! ¡Estabas bebiendo con él! ¡Vete de aquí!

      Callado, el muchacho se apresuró a irse. Acababa de abrirse la puerta interior y se iban asomando rostros cínicos y burlones, bajo el gorro encasquetado y llevando en la boca la pipa o el cigarrillo. Unos llevaban batas caseras; otros, trajes de verano ligeros hasta rayar en la indecencia. Unos tenían las cartas en la mano. Cuando escucharon a Marmeladof decir que los tirones de cabello eran para él una delicia se echaron a reír con todas sus ganas. Algunos entraron en el cuarto. Finalmente se escuchó una voz silbante, de mal agüero. Era, en persona, Amalia Ivanovna Lipevechsel que entre los curiosos se abrió paso para restituir el orden a su modo y apurar, por centésima ocasión, a la desgraciada mujer, cruelmente y con palabras ofensivas, a abandonar el cuarto al día siguiente.

      Raskolnikof, antes de salir, tuvo tiempo de llevarse la mano al bolsillo, tomar las monedas que le sobraban del rublo que cambió en la cantina y dejarlas, sin que lo vieran, en el alféizar de la ventana. Luego, cuando estuvo en la escalera, se arrepintió de su generosidad y casi estuvo a punto de subir nuevamente.

      Pensó: “¡Pero qué estupidez cometí! Ellos cuentan con Sonia, y yo no tengo nadie que me ayude”.

      Después se dijo que ya no podía regresar a recoger el dinero y que, aunque hubiese podido, no lo habría hecho, y decidió volver a casa.

      “Sonia requiere cremas —continuó diciéndose, con una risita irónica, al tiempo que caminaba por la calle—. Es una limpieza que cuesta mucho dinero. Sonia, quizá ahora está sin un kopek, ya que depende de la suerte esta caza de hombres, igual que la de los animales. Tendrían que apretarse el cinturón sin mi dinero. Igual les sucede con Sonia. Han hallado en ella una auténtica mina. Y se están aprovechando... Sí, se están aprovechando. Se han habituado. Inicialmente derramaron unas pocas lagrimitas, pero después se habituaron. ¡Miseria humana! A todo se acostumbra uno”.

      Quedó absorto. De repente, instintivamente, dijo:

      —Sin embargo, ¿y si esto no es cierto? ¿Y si los seres humanos no son unos miserables, o, por lo menos, todos los seres humanos? Entonces habría que aceptar que los prejuicios, los temores inútiles, nos someten y que, ante nadie ni ante nada, uno no debe paralizarse. ¡Lo que hay que hacer es actuar!

      Capítulo III

      Tras un sueño intranquilo que no le había proporcionado ningún descanso se despertó muy tarde al día siguiente. Abrió los ojos de muy mal humor y paseó una mirada hostil por su cuartucho. No tenía más de seis pasos de longitud y brindaba el aspecto más miserable, con su tapiz amarillo y cubierto de polvo, despegado a pedazos, y tan bajo de techo, que una persona que rebasara solamente en unos centímetros la estatura media no habría permanecido allí cómodamente, ya que habría tenido miedo de pegar la cabeza contra el techo. Los muebles armonizaban con la estancia. Eran tres sillas viejas, casi cojas; una mesa pintada, que se encontraba en un rincón y sobre la cual se podían ver, como tirados, unos cuadernos y libros tan llenos de polvo que bastaba mirarlos para sacar la deducción de que en mucho tiempo no los habían tocado, y, en fin, un largo y raro diván que llenaba casi todo lo largo y la mitad de lo ancho de la habitación y que se encontraba forrado de una indiana hecha jirones. Esta era la cama de Raskolnikof, que acostumbraba a acostarse totalmente vestido y con su vieja capa de estudiante como única manta. Usaba como almohada un pequeño cojín, bajo el cual ponía, para hacerlo algo más alto, toda su ropa blanca, la sucia y la limpia. Había una pequeña mesa frente al diván.

      No era fácil imaginar una pobreza más grande y un mayor abandono; pero debido a su estado de ánimo y espíritu, Raskolnikof se sentía dichoso en esa cueva. Vivía como una tortuga dentro de su concha, se había aislado del resto del mundo. Lo ponía fuera de sí la simple presencia de la criada de la casa, que en ocasiones echaba una mirada a su cuarto. Así les sucede frecuentemente a los enfermos mentales sometidos por pensamientos fijos.

      La dueña de la casa no le mandaba la comida desde hacía quince días, y ni siquiera le había pasado por la mente ir a pedirle explicaciones, aunque se quedaba sin ingerir alimentos. La cocinera y única criada de la casa, Nastasia, estaba fascinada con el comportamiento del inquilino, cuyo cuarto había dejado hacía tiempo de barrer y limpiar. Excepcionalmente entraba en la habitación solo a pasar la escoba. Aquella mañana ella fue la que lo despertó.

      —¡Levántate ya! ¡Vamos! —le gritó—. ¿Te piensas pasar la vida durmiendo? Ya son las nueve de la mañana... Te traje té. ¿Deseas una taza? Hasta pareces un muerto.

      El joven abrió los ojos, ligeramente se estremeció y reconoció a la criada.

      —¿Me lo manda la patrona? —preguntó, incorporándose trabajosamente.

      —¿Cómo se le ocurre algo tan absurdo?

      Y colocó frente a él una tetera rajada, en la que todavía quedaba algo de té, y dos terrones de un amarillento azúcar.

      —Escucha, hazme un favor, Nastasia; —dijo Raskolnikof, extrayendo de un bolsillo un puñado de calderilla, algo que pudo hacer porque, como ya era habitual, se había dormido con ropa—. Toma y cómprame un panecillo blanco y un poco de salchichón del menos costoso.

      —En seguida te traeré el panecillo blanco, pero el salchichón... ¿No deseas mejor un plato de catchis? Está muy rico y es de ayer. Te lo había guardado, pero regresaste muy tarde. Está muy bueno, palabra.

      Cuando trajo la sopa y Raskolnikof comenzó a comer, Nastasia se sentó junto a él, en el diván, y comenzó a conversar. Ella era una campesina que hablaba hasta por los codos y que llegó a la capital directamente de su pueblo.

      —Praskovia Pavlovna quiere ir a la policía a denunciarte —dijo.

      Él frunció el ceño.

      —¿A la policía? ¿Pero por qué?

      —La cosa no puede ser más evidente: porque no le pagas ni tampoco lo vas a hacer.

      —Esto es lo único que me faltaba —susurró el muchacho, oprimiendo los dientes—. En estos instantes, esa denuncia para mí sería una perturbación. ¡Esa mujer es estúpida! —agregó en voz alta—. Hablaré con ella hoy mismo.

      —Es estúpida, desde luego. Igual que yo. Pero tú, que eres tan inteligente, ¿por qué pasas todo el día tendido de esa manera como un saco? Y ni siquiera

Скачать книгу