Hierba mora. Teresa Moure
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¿Qué pasaría si reivindicáramos esos saberes? ¿Qué vidas y libros surgirían a partir de esa reivindicación? ¿Cómo sería este nuevo lugar si el cuerpo y esos conocimientos prácticos formaran parte de la historia y de la narrativa central? ¿Qué historias escribiríamos y leeríamos si hubiéramos conocido todo lo que prosigue desde el día a día, todo lo que siempre sucede en los mismos espacios domésticos, en nuestras casas? ¿Qué narrativas se impondrían ahora o no serían invisibles si se hubieran puesto en el centro? ¿De qué manera podríamos remendar esta ausencia? ¿Cómo podríamos escribir todo lo que sucedía fuera de campo, porque no se consideraba importante, por primera vez? ¿Por qué hemos asumido de forma tan natural y brutal estos espacios domésticos sin narrativas posibles como prolongaciones naturales y normales de tantas mujeres? Sí, piensen de nuevo en ese cuerpo como casa que nunca para de latir y de bombear sangre con oxígeno al resto de habitaciones y convivientes. ¿Por qué hemos llegado tan tarde a cuestionar esta herencia considerada válida, universal y única?
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Solanum nigrum es una planta de la familia de las solanáceas, una especie considerada mala hierba que crece y se distribuye silvestre por todo el mundo, y que se encuentra hoy en día en discusión, ya que muchos autores la consideran, por sus diferencias mínimas con esta especie, un mero sinónimo de la también solanácea Solanum americanum. Es una planta tóxica pero que, usada en las cantidades adecuadas y con conocimiento, ha sido uno de los remedios naturales más conocidos y empleados en todo el mundo. De ella tira con cuidado y sigilo Teresa Moure, y hace que sigan brotando pequeños tallos y hojas que alcanzan todas las páginas de este libro que acuna y cobija historias, remedios, creencias, sororidades, costumbres y cuidados. La escritora gallega se convierte aquí en la planta madre de la que crecen las raíces y alcanzan todo, como sucede en esa creencia antigua sobre los tejos en algunos cementerios, donde los muertos se enterraban sin ataúd, solo vestidos para la nueva tierra y preparados para recibir a las raíces del árbol. Se pensaba que las raíces del tejo crecían y crecían hasta llegar a la boca de cada uno de los que estaban enterrados. Así, la aldea se encuentra unida y comunicada también en el subsuelo, siendo ellos parte del árbol. Y aquí la escritora gallega, con su narrativa, consigue ser tejo y tocar con sus manos y dar vida a todas las historias y saberes del género olvidado. No las pone en una posición de dominante, sino que les da el valor y el reconocimiento que merecen. Las coloca en el centro, con una escritura y un pensamiento que yo enmarco dentro del ecofeminismo, ya que son muchas las escenas donde en Hierba mora las protagonistas forman parte del territorio que habitan, tienden lazos con él y cuidan y respetan lo que la naturaleza les da y les provisiona. Desconfían también de la inmediatez y de ese falso progreso que nos lleva a la muerte y a la pérdida de ecosistemas, que nos conduce ciegamente y sin remedio al colapso. Como lectora, me maravilla y emociona encontrar un libro escrito hace ya más de diez años con este discurso atravesado por la ecología y el feminismo, tan actual, reivindicativo y necesario en estos tiempos de emergencia climática que nos acechan. Porque todas las narrativas se construyen desde un conocimiento y un cuerpo, pero también desde el alma. No dejan de responder a un modelo que se inserta dentro de nosotras y que, en cierto modo, nos da la oportunidad de construir un nuevo escenario futuro. De ahí, creo poderosamente en que toda narrativa es política. Como escritora, siento rabia por no haber podido leer a Teresa Moure antes, rabia de no conocerla, de no haber podido reconocerme en su narrativa desde el principio, porque muchas veces olvidamos lo importante que es sentirse reconocida y amparada, y no solo en un libro. Como feminista, celebro esta nueva edición de Hoja de Lata, porque gracias a ella podemos encontrar el excelente trabajo de una hermana más, una hermana con la que compartimos átomos, como los compartimos con la hierba mora, con el mirlo, con las piedras, con el musgo, con el arroyo, con el glaciar, con la misma niebla.
Herbamoura. Hierba mora. Yerba mora. Hierba negra, negral. Beninas. Borracheras. Cenizos. Ceñilos. Chirinchos. Guinda de perro. Morella negra. Gajo tomatero. Tomate del diablo. Pan de culebra. Pico de azada. Planta mora. Hierba de Santa Marina. Solano negro. Tomatillo zorrero. Uva de perro. Uvas del diablo. Jajo rastrero. Jajo borriquero. Yerba morisca…
Ellas, siempre, cómo no, a lo largo de la historia, también, consideradas como malas hierbas. También forasteras, temidas, brujas, curanderas, mujeres de mala vida, esposas, hermanas, hijas, hechiceras, criadas, animales de sangre caliente, amas de leche, cuerpos que se dejan llevar por las pasiones, portadoras de la sangre, casas ajenas.
¿Y si somos el resultado de la ausencia de?
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Annie Dillard se definió en su primer libro, Una temporada en Tinder Creek, como alguien que explora y acecha, reconociéndose a sí misma como el «mismísimo instrumento de caza». Para ello, contaba como algunos indios tallaban largos surcos a lo largo de los astiles de sus flechas. Los llamaban marcas del rayo, porque les recordaban a las grietas que provocaba el rayo al caer sobre los troncos de los árboles. Estas señales hechas a conciencia, hijas y hermanas del rayo, servían como pista de rastreo para los que disparaban las flechas. Si la presa no moría y comenzaba la huida (no olvidemos que los animales siempre buscan sitios difíciles para parir y morir), la sangre se convertía en las miguitas de pan que señalaban el camino a seguir. Al tener la madera esas marcas del rayo trazadas, la sangre que brotaba se canalizaba desde la herida por ellos, siguiendo gota a gota todo el astil hasta llegar al suelo, manchando musgo, hojas, tierra seca, pequeños charcos… da igual el sustrato, la sangre siempre termina marcando el camino. La escritora estadounidense se declara como astil de la flecha, un cuerpo tallado de arriba abajo por luces inesperadas e incisiones del mismo cielo, y nombra a su escritura como el mismísimo rastro perdido de la sangre. Teresa Moure, en Hierba mora, escribe que «dicen que el tiempo es una flecha, siempre disparada hace un rato.» Tenemos nosotras la fortuna de sentir el aire que rompe la flecha de la escritura de Teresa en este libro como las urracas juegan en la mañana a romper la niebla con sus alas entre árboles y tejados. Porque la escritura de Teresa alcanza, enseña, nombra, deslumbra, traza una estela inigualable y nos cuida. Aquí no hay rastro de sangre ni animales moribundos. Hay una pasión por la escritura, por lo que no nos enseñan desde los relatos oficiales y los libros de texto, por esas vidas y latidos que comienzan una vez que alguien se decide a buscar y se deja llevar por los márgenes, explora lo que siempre se ha apartado y no se ha considerado importante, lo que se deja atrás. Indaga en todos los cuerpos y voces que han sostenido y hecho posible a los narradores, historiadores, filósofos, inventores y demás hombres de nuestra historia. Rompe como nadie las dualidades de cuerpo-alma y naturaleza-conocimiento, para desgranarlas