Discursos sobre la fe. Cardenal John Henry Newman
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UN DISEÑO DEL JUICIO DIVINO
¡Qué terrible cambio, hermanos míos, cuando la sentencia se ha pronunciado, la vida termina, y comienza la muerte definitiva! El pobre pecador ha vivido tanto tiempo en el pecado, que ha olvidado tener faltas de las que arrepentirse. Ha aprendido a olvidar que vive enemigo de Dios. Ha dejado incluso de excusarse, como al principio. Vive en el mundo, no cree en los Sacramentos, ni confía en los sacerdotes. Quizás no oye hablar de la religión católica ni la menciona él mismo, excepto para insultarla o someterla a ridículo. Ocupa sus pensamientos en la familia y el trabajo. Si piensa en la muerte lo hace con repugnancia, como en algo que le separará de este mundo, y no con temor saludable, como en algo que le introducirá en el más allá. Ha sido siempre un hombre fuerte y de excelente salud. Nunca ha estado enfermo. La gente de su familia vive mucho, y él cuenta, por tanto, con largo tiempo por delante. Sus amigos mueren antes que él, y siente más desprecio por su insignificancia que dolor por su desaparición. Acaba de casar a una hija, ha establecido a su primogénito, y piensa retirarse de sus actividades, aunque se pregunta cómo empleará el tiempo cuando las haya dejado. No consigue detenerse en la idea de su destino una vez que la vida termine, y si alguna vez lo hace por un momento, parece seguro de una cosa: su Creador es pura benevolencia, y resulta absurdo hablar de condenación eterna. Así tuve, pocos o muchos años, pero en cualquier caso llega el fin. El tiempo ha pasado sin ruido, y le sorprende como ladrón en la noche.
Tal vez era católico, y ha abusado, para su ruina, de las misericordias de Dios. Se ha apoyado en los Sacramentos sin preocuparse nada de albergar las disposiciones adecuadas para recibirlos provechosamente. Vivió por un tiempo descuidado totalmente de la religión, pero un día sintió el deseo de reconciliarse con Dios y comenzó desde entonces a acudir periódicamente a la confesión y a la comunión. Va al sacerdote de vez en cuando, pero sus confesiones son convencionales y no se decide a renunciar a sus malos hábitos y a las ocasiones de pecado. El sacerdote escucha sus confesiones defectuosas, pero no advierte razones suficientes para negarle la absolución. Es absuelto, en la medida que las palabras pueden absolverle. Cae enfermo, recibe los últimos sacramentos, y sin embargo, su alma se ha perdido. Se ha perdido porque en realidad nunca volvió el corazón hacia Dios, o si tuvo alguna medida de contrición no duró esta más allá de la primera o segunda confesión. Se acostumbró pronto a acudir a los Sacramentos sin dolor y sin propósito de la enmienda; se engañó y no tuvo en cuenta sus principales y más importantes pecados. Se decía a sí mismo que no eran pecados, o que no eran faltas graves. Por una u otra razón, los mantuvo callados, y sus confesiones se hicieron tan defectuosas como su contrición. Sin embargo, este barniz de devoción bastó para acallar su conciencia, y así fue año tras año, sin hacer nunca una buena confesión y comulgando en pecado, hasta que cayó enfermo. Entonces, recibidos el viático y la unción, cometió sacrilegio por última vez, y en estas condiciones comparece ante su Dios.
¡Qué momento para la pobre alma, que se mira y se sorprende repentinamente ante el tribunal de Cristo! ¡Qué dramático instante, cuando, jadeante del camino, deslumbrado por la majestad divina, confundido por lo que le sucede, incapaz de advertir dónde se halla, el pecador escucha la voz del espíritu acusador que le recuerda todos los pecados de su vida! Son las faltas que ha olvidado o que estimó irrelevantes al no considerarlas pecados, aunque sospechaba que lo fueran. ¡Qué confusión cuando oye referir las misericordias de Dios que ha rechazado, las advertencias que tuvo en nada, los juicios a que sobrevivió! Más terrible aún el momento en que habla el Juez y le manda encerrar hasta que pague la deuda infinita que contrajo. «¡Imposible que yo sea un alma condenada! ¿Separado yo para siempre de la esperanza y de la paz? ¡El Juez no se refería a mí! ¡Ha habido un error! ¡Cristo Salvador, alarga tu mano, permite un instante de explicación! Mi nombre es Dimas, soy Dimas, no soy Judas, Nicolás o Alejandro. ¿Condenado ¡sin remedio? ¡No puede ser!». La pobre alma lucha, y se agita en poder del demonio que le sujeta y cuyo contacto es ya un tormento. Grita en agonía y con ira, como si la misma intensidad del dolor fuera una prueba de su injusticia. «No lo soporto. Detente, horrible ser; soy un hombre, no me parezco a ti; no sirvo para tu alimento o tu diversión; no he estado nunca, como tú, en el infierno, ni he olido a fuego. Conozco lo que son sentimientos humanos; he aprendido religión, he tenido una conciencia, poseo un espíritu cultivado, soy un hombre versado en la ciencia, el arte y la literatura, sé apreciar la belleza, soy filósofo, poeta, conocedor de hombres, soy un héroe, un estadista, un orador, un hombre lleno de ingenio. Más aún, soy católico, no un protestante irredento. He recibido la gracia del Redentor y los sacramentos durante años. Soy católico desde niño, soy hijo de mártires...».
LO IMPERECEDERO Y LA MISERICORDIA DIVINA
¡Pobre alma! Mientras lucha de este modo contra el destino y los compañeros que ha elegido, su nombre es quizás alabado solemnemente y su memoria exaltada entre sus amigos. Su elocuencia, mente preclara, sagacidad, sabiduría, no se olvidan. Se le menciona de vez en cuando, se le cita como autoridad, se repiten sus palabras, se le erige incluso un monumento, o se escribe su biografía. ¿De qué le sirve? Su alma está perdida.
¡Vanidad de vanidades y miseria de miserias! Los hombres no nos escucharán ni creerán nuestras palabras. Somos pocos en número, y ellos una multitud, y los muchos no dan crédito a los pocos. Miles de hombres mueren diariamente, y despiertan ante la ira eterna de Dios; vuelven la mirada a los días terrenos y los estiman escasos y malos; desprecian los mismos razonamientos en que una vez confiaron y que han sido rectificados por los hechos; maldicen el descuido que les hizo retrasar el arrepentimiento; han caído bajo la justicia de Aquel cuya misericordia abusaron; sus amigos actúan como ellos y pronto les acompañarán.
La nueva generación es tan presuntuosa como la anterior. El padre no creía que Dios pudiera castigar, y el hijo tampoco lo cree. El padre se indignaba cuando oía hablar del dolor eterno, y el hijo rechina los dientes y sonríe despectivo ante observaciones análogas. El mundo hablaba bien de sí mismo hace treinta años y continuará igual dentro de otros treinta. Así es como este vasto caudal de la vida avanza de edad en edad. Millones de hombres trivializan el amor de Dios, tientan su justicia, y como la piara de cerdos, caen de cabeza por el precipicio. ¡Oh Dios Todopoderoso, Dios de Amor! ¡Es demasiado! La miseria del hombre extendida delante de sus ojos divinos rompió el corazón de tu dulce Hijo Jesús. Él murió a causa de ella, a la vez que por ella. También nosotros, según nuestra medida, sentimos que los ojos sufren, el corazón se duele, la cabeza gira, cuando la contemplamos débilmente. ¿Cuándo querrás terminar, suavísimo corazón de Jesús, este peso siempre creciente de pecado y perdición? ¿Cuándo sepultarás al demonio en su infierno, y cerrarás la boca del abismo, para que tus elegidos puedan alegrarse en Ti y no haya quien perezca en su loca desobediencia?
Deus misereatur nostri et benedicat nobis. Señor, ten misericordia de nosotros, y bendícenos. Haz que tu rostro nos ilumine, y apiádate, para que reconozcamos tus caminos y tu salvación entre todas las gentes. Que tu pueblo y todos los pueblos te alaben, Señor. Que las naciones se alegren y salten de gozo, porque Tú las juzgues con equidad y las dirijas con justicia en toda la tierra. Bendícenos, Señor, y haz que todos los confines del orbe te veneren y te amen[3].
1 El término razón se toma aquí en sentido muy amplio, y engloba también la conciencia, es decir, el sentido del hombre para lo ético y lo religioso, que le permite distinguir entre el bien y el mal. Más adelante, razón y conciencia se mencionan ya separadamente, como es habitual en Newman.