Discursos sobre la fe. Cardenal John Henry Newman

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Discursos sobre la fe - Cardenal John Henry Newman Neblí

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quiso tomar sobre sí, al hacerse hombre, toda la carga humana de flaqueza y debilidad. Él no podía pecar, pero podía hacerse hombre, y asumió un corazón de hombre para que pudiéramos confiarnos a Él, y «fue tentado en todo como nosotros lo somos».

      Meditad bien esta verdad y dejad que ella os consuele. Entre los anunciadores y sacerdotes del Evangelio ha habido apóstoles, mártires, doctores y santos innumerables, y, sin embargo, aunque dotados de alta santidad, variados carismas y dones estupendos, ninguno hay que no comenzara como el viejo Adán, ninguno que no esté hecho del mismo barro, y no sea hermano de muchas almas perdidas hoy para siempre. La gracia ha vencido a la naturaleza: esta es la sola historia de los santos. He aquí saludables pensamientos para quienes se inclinan a enorgullecerse por lo que hacen y son; sugestiones confortadoras para quienes advierten con nostalgia en sus corazones la gran diferencia entre ellos y los santos; alegres nuevas para quienes odian el pecado y desean escapar de su abrazo terrible, pero sienten la tentación de juzgarlo una utopía.

      DEBILIDAD HUMANA Y FUERZA DIVINA

      Pero aparte de la Madre de Dios, toda otra criatura, el santo más excelente y el pecador más abyecto, es decir, la persona que de hecho llegó más arriba y la que perdió su alma, nacieron ambas con el mismo pecado original, eran hijas de la ira, incapaces de alcanzar el cielo.

      Ambos hombres nacieron en pecado y por un tiempo permanecieron en él. El que más tarde llegaría a la santidad habría continuado en sus faltas y se habría perdido, a no ser por la ayuda de una influencia sobrenatural e inmerecida que hizo por él lo que él era incapaz de hacer por sí mismo. El pobre niño destinado a heredar la gloria se formaba en el seno materno como un hijo del dolor, débil y miserable, sin esperanza y sin auxilio divino. Así estuvo largos días antes de nacer, y cuando finalmente abrió los ojos y vio la luz se asustó y lloró alto por haberla visto. Pero Dios oyó su gemido en este valle de lágrimas, y propició el curso de misericordias que conduce de la tierra al cielo. Envió a un sacerdote que le administrase el primer sacramento y le bautizara con su gracia. Un gran cambio tuvo lugar en su vida, pues en vez de ser presa del demonio se convirtió en hijo de Dios, y si hubiera muerto en aquel momento, antes de alcanzar el uso de razón, habría sido llevado sin tardanza y admitido a la presencia de Dios.

      Pero no murió, llegó a la edad de pensar por sí mismo, y ¿nos atreveremos a decir —aunque pueda afirmarse en algunos casos singulares—, nos atreveremos a decir que no usó mal los talentos recibidos, que no profanó la gracia que habitaba en él y que no cayó en pecado grave? En ciertos casos, gracias a Dios, nos atrevemos a afirmarlo. Tales parecen haber sido las circunstancias de mi querido Padre san Felipe, que con toda probabilidad conservó intacta su vestidura bautismal desde el día que la tomó, nunca perdió el estado de gracia que le fue concedido, y progresó de mérito en mérito durante el entero curso de su larga vida, hasta que a la edad de ochenta años, llamado a rendir cuentas, fue alegre, y atravesó como en volandas el purgatorio, derecho al cielo.

      LOS ÉXITOS DE LA GRACIA

      Estos han sido, en verdad, algunas veces, los efectos de la gracia divina sobre los elegidos. Pero con frecuencia mayor, como si se tratara de asociarlos más íntimamente a sus hermanos y convertir los favores divinos en fundamento de ánimo y esperanza para el pecador penitente, muchos que fueron finalmente ejemplos de santidad han experimentado tiempos de culpable desobediencia, se han apartado de Dios, han sido esclavos del pecado o del error, hasta que un día, recuperados por Dios, paulatina o rápidamente, volvieron a la gracia o incluso a una situación espiritual más alta que la que habían perdido. Así ocurrió a María Magdalena, que había llevado una vida pecadora, hasta el punto de que ser tocado por ella se juzgaba por todos una deshonra. Conformada a la vida mundana, apasionada y joven, había entregado su corazón a las criaturas antes de que la gracia de Dios venciera en su alma. Entonces cortó sus largos cabellos, desechó sus ricos vestidos, y de tal modo se transformó en lo que no era, que parecía otra mujer a quienes la conocieron antes y después de su conversión. No quedaba en la penitente rastro alguno de la pecadora, excepto el corazón ardiente, aplicado ahora a Jesucristo. Así ocurrió también al publicano que llegó a ser apóstol y evangelista: un hombre que por afán de una sucia ganancia no vaciló en servir a los paganos y en oprimir a su propio pueblo. Tampoco el resto de los apóstoles estaban hechos de barro mejor que los otros hijos de Adán. Eran por naturaleza vulgares, sensuales e ignorantes. Dejados a sí mismos, se habrían movido por la tierra como los animales, se habrían mirado solamente en el polvo y alimentado con él, si la gracia de Dios no hubiera venido a sus vidas y levantado sus ojos al cielo después de haberles colocado derechos sobre sus pies. Igual sucedió al culto fariseo que buscó a Jesús de noche, celoso de su reputación y confiado en su ciencia. Pero llegó por fin el tiempo cuando, huidos los discípulos, se dispuso a embalsamar el cuerpo abandonado de Aquel a quien no se atrevió a confesar en vida. Veis que fue la gracia la que venció en María de Magdala, en Mateo y en Nicodemo. La gracia divina vino a la naturaleza corrompida, y dominó la impureza de la joven mujer, la codicia del publicano y el respeto humano del fariseo.

      AGUSTÍN

      Permitidme hablaros de otra señalada conquista de la gracia divina en edad tardía, y apreciaréis cómo hace Dios un confesor, un santo y doctor de su Iglesia a partir del pecado y la herejía juntos. No bastaba que el padre de las escuelas cristianas de Occidente, autor de mil obras y campeón de la gracia fuera un pobre esclavo de la carne, sino que era también víctima de un intelecto equivocado. El mismo que por encima de otros iba a exaltar la gracia de Dios experimentó como pocos la impotencia de la naturaleza. Agustín, que no tomaba en serio su alma ni se preguntaba cómo podría limpiarse el pecado, se aplicó a disfrutar de la carne y el mundo mientras le duraban la juventud y la fuerza, aprendió a juzgar sobre todo lo verdadero y lo falso mediante su capricho personal y su fantasía, despreció a la Iglesia católica, que hablaba demasiado de fe y sumisión, hizo de su propia razón la medida de todas las cosas, y se adhirió a una secta pretendidamente filosófica e ilustrada, ocupada en corregir las vulgares nociones católicas sobre Dios, Cristo, el pecado y el camino de la salvación. En esta secta permaneció varios años, pero lo que aprendió no le satisfizo. Le agradó por un tiempo, hasta que descubrió estar recibiendo alimento que no nutría. Tenía hambre y sed de algo más sustancial, aunque desconocía qué podría ser. Se despreciaba a sí mismo por ser esclavo de la carne, a la vez que comprobaba con amargura que su religión no podía socorrerle. Descubrió entonces que no había encontrado la verdad y se preguntaba dónde la hallaría y quién le llevaría hasta ella.

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