Discursos sobre la fe. Cardenal John Henry Newman
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La prueba de la verdad católica tal como Newman la concibe se acompaña, por tanto, de una presentación oportuna de esa verdad, porque se piensa que la mejor defensa del Credo según el sentido católico estriba en su adecuada exposición. Para nuestro autor, la «prueba del cristianismo» es precisamente el lugar donde lo polémico y lo dogmático se encuentran como en terreno común. Este punto de vista implica en Newman un cierto distanciamiento respecto a los autores que conciben la demonstratio catholica como un mero silogismo cuya hechura ignora la eventual fuerza de las objeciones contra la fe y no admite ninguna perplejidad intelectual que no sea malévola.
La herejía y el error —opina Newman— poseen también algún poder de fascinación sobre almas buenas, «al menos en Inglaterra». Hace falta por tanto una apologética que se dirija al hombre entero sin reducirle cartesianamente a una máquina de pensar, y que le muestre de modo positivo las excelencias y atractivos de la doctrina verdadera11.
El Evangelio no depende en primer término de argumentaciones. Su mera predicación contiene una capacidad innata de persuasión que basta para llevarlo a los corazones y a las inteligencias12. La misma ley es aplicable a las realidades sobrenaturales, que son intrínsecamente aptas para arrastrar suave y fuertemente a todo el que las contempla con mirada recta.
Este es el caso de la Iglesia católica, motivo externo de credibilidad, que nuestro autor describe con las siguientes palabras: «Solamente ella ha manifestado la energía divina capaz de sujetar a la humana razón y despertar en educados e ignorantes la fe en su palabra. Incluso a muchos que son ajenos a ella y a quienes no mueve a obediencia, mueve sin embargo a respeto y admiración. Los más profundos pensadores y sagaces políticos predicen sus éxitos futuros, a ta vez que se maravillan de su pasado. Sus enemigos se amedrentan ante su vista, y no encuentran modo mejor de combatirla que ennegrecerla con calumnias, o desterrarla al desierto. Verla es reconocerla. Su imagen y aspecto evidencian su estirpe real. Es verdad que sus signos y prendas divinas podrían ser más claros. La Iglesia podría haber sido instituida en Adán y no en Pedro, y abrazado de ese modo a toda la familia humana. Podría haber sido instrumento para convertir interiormente todos los corazones. Podría haber sido protegida de escándalos e infortunios, y constituida una suerte de paraíso en la tierra. Pero la Iglesia se nos muestra en su ser de criatura tan espléndida como su Dios se nos presenta en su condición de Creador. Si Él no exhibe en la naturaleza todos los posibles signos de su presencia, ¿por qué ha de desplegarlos su mensajera en el ámbito de la gracia?».
5. La apologética teológica trata de ayudar a la solución de estos nobles interrogantes y procura ofrecer una respuesta a cualquier perplejidad legítima. Como ocurre con todos los grandes convertidos —piénsese en san Pablo o en san Agustín—, las observaciones de Newman tienen un considerable apoyo en la experiencia, pero esto no significa que las evidencias o criterios internos a favor de la fe católica encierren para él un valor primario. Es consciente del valor relativo y escasa solidez de criterios subjetivos de credibilidad tales como emociones, consuelos y encendimientos espirituales13.
Prefiere siempre argumentar inicialmente en base a hechos que entran por los ojos y que pueden hablar elocuentemente de acciones divinas y causas transcendentes al hombre de buena voluntad. Precisamente «uno de los más señalados fenómenos que ha visto la historia del mundo es el hecho macizo del catolicismo» y resulta asombroso —dice— «que una nación como la nuestra haya conseguido borrarlo de su mente» (cfr. Present Position, 42, 43).
Como era de esperar, Newman recuerda a su debido tiempo que «las verdaderas tradiciones de la divina Revelación» suelen acompañarse de otros signos, tales como el milagro, la profecía, y la comprobación facilitada por la fuerza acumulada de diferentes evidencias (id. 52).
Pero Newman, como muchos autores de su tiempo y del nuestro, está convencido de que las dificultades reales y concretas que impiden a muchas personas abrazar la fe católica o vivirla con todas sus consecuencias no son de índole intelectual sino moral. Porque el intelecto es solo un factor en la búsqueda de la verdad religiosa.
Muchos «no dudan de que la conclusión alcanzada sobre la procedencia divina de la Iglesia católica sea verdadera. Su razón no vacila acerca de esta verdad, pero no son capaces de que su ánimo la capte y se deje penetrar por ellas».
Resulta a veces extraño que quienes «contemplan la Iglesia desde lejos y aprecian destellos de su claridad no se sientan suficientemente atraídos como para tratar de ver más y no se coloquen en situación de ser conducidos a la verdad».
El caso es que «no saben por qué, pero no pueden creer... Su razón está convencida y sus dudas son de orden moral, surgidas en su raíz de una falta de voluntad».
Se comprueba así que «los argumentos favorables a la religión no obligan a nadie a creer, igual que los argumentos en favor de ta buena conducta no obligan a nadie a obedecer».
«La fe es consecuencia del deseo de creer». «El espíritu orgulloso no desea lo sobrenatural y consiguientemente no cree en ello».
Algunos alegan nada menos que la Sagrada Escritura, para justificar su resistencia a creer, a modo de coartada consciente o inconsciente. Se oye decir a personas que han perdido la fe o que no acaban de recibirla —afirma Newman— «que sus dificultades surgieron cuando al leer la Sagrada Escritura advirtieron el carácter no escriturístico de la Iglesia. Pero no es cierto. Es imposible que la Sagrada Escritura haya provocado su incredulidad. Habían dejado de creer antes de abrir la Biblia. Comenzaron la lectura con un espíritu de incredulidad y con el propósito de no creer...».
Se trata entonces, en primer lugar, de reconocerse criatura de Dios y de ir extrayendo poco a poco todas las consecuencias de este hecho.
«Una vez que la mente se ha abierto como debe a la creencia en un poder que está por encima de ella; una vez que comprende que no es la medida de todas las cosas... experimentará pocas dificultades para ir adelante. No digo que llegue o pueda llegar a otras verdades sin convicción. No digo que deba aceptar la fe católica sin motivos. Digo simplemente que cuando crea en Dios se habrá removido el gran obstáculo para la fe, es decir, un espíritu orgulloso y autosuficiente».
La libertad del hombre juega un papel decisivo, con la ayuda imprescindible de la gracia. Es lo que Newman trató de hacer comprender en innumerables ocasiones a personas que, procedentes del agnosticismo o de la Iglesia anglicana, se encontraban próximas a la fe en Dios o al catolicismo.
Una carta de 1848 resume muy bien su pensamiento. En ella leemos lo siguiente: «La doctrina católica sobre la fe y la razón enseña que la razón prueba que el catolicismo debe ser creído y que de ese modo se presenta ante la voluntad, que lo acepta o lo rechaza según sea movida o no por la gracia. La razón no demuestra que el catolicismo sea verdadero como prueba, por ejemplo, que son verdaderas las conclusiones matemáticas..., pero demuestra que sus razones para ser tenido en cuenta son tan poderosas que uno ve que debe aceptarlo. Puede haber dificultades que no podemos responder, pero vemos en conjunto que existen motivos suficientes para la convicción. No es una convicción pura y simple. Porque si fuera inevitable, podría decirse que se nos fuerza a creer, como nos vemos obligados a aceptar las conclusiones matemáticas. Pero queda a nuestra discrecionalidad si hay o no motivos suficientes para la convicción, es decir, si seremos o no convencidos»14.
Hay por tanto abundantes argumentos para llevar a una persona hacia la Iglesia romana, pero estos argumentos no fuerzan la voluntad. Podemos conocerlos, sin que nos lleven adelante. «Podemos ser convencidos sin ser persuadidos. Una cosa es ver