Discursos sobre la fe. Cardenal John Henry Newman

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Discursos sobre la fe - Cardenal John Henry Newman Neblí

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no pueda ser salvo, por lo que respecta al necesario auxilio divino. Sin embargo, dados el poder de la tentación, la fuerza de las pasiones, la solidez del egoísmo y la soberanía del orgullo y la pereza en todo hombre, ¿quién se atrevería a afirmar que una determinada persona será capaz de mantenerse obediente a Dios, sin una abundancia de gracias que, por ser desproporcionadas a las exigencias —inexistentes— y a las estrictas necesidades de la humana naturaleza, no puede esperar? Podemos normalmente conjeturar de todo hombre venido a este mundo que, si llega al uso de razón y a pesar de la usual asistencia divina, cometerá pecado y comprometerá la salvación de su alma. No es ligero ni corriente el auxilio por el que el hombre es defendido contra sí mismo. Necesita remedios extraordinarios. ¡He aquí un pensamiento que arroja luz clara sobre el estado presente de las personas! ¡Qué diferente a las ideas que el mundo imagina! ¡Qué penetrante e irresistible ha de ser su influencia en los corazones que lo admitan!

      AMENAZA DE CORRUPCIÓN INTERIOR

      Su mente, sin embargo, no controla su propio crecimiento, porque él se ha hecho esclavo de sus debilidades. El intelecto se despierta, el tiempo avanza, nuestro joven aprende cosas, posee quizás habilidades, y otros le enseñan a desarrollarlas. Sus modales son atractivos, él es alegre y jovial, como suelen ser los adolescentes. Paso a paso se le educa para la vida, forma sus juicios, escoge sus principios y se moldea un determinado carácter. Este carácter puede ser más o menos bondadoso, puede encerrar poco o mucho de virtud natural; pero todo esto no importa demasiado, porque el mal está dentro, existe e irá a más. El enemigo de su alma anda suelto en torno a él. Durante un tiempo siguió con algunas de sus oraciones, pero ya las ha abandonado. Eran una formalidad y no tenía ganas de rezarlas. ¿Por qué había de continuar con ellas? ¿Para qué servían? ¿Acaso estaba obligado a mantenerlas? Así razona. Ha actuado según su razonamiento e interrumpido las oraciones. Quizás fue esta su primera falta, la falta grave inicial que le arrancó la gracia: un acto de incredulidad en la eficacia de la oración. Siendo todavía un niño se negó a rezar, con el pretexto de que era demasiado mayor para hacerlo y que sus padres tampoco rezaban. Abandonó la oración, y el tentador entró en su alma, tomó posesión de él, se instaló cómodamente como en casa propia y vivió en su corazón sin ser molestado.

      ¡Pobre niño! Cada día añade nuevas ofensas a su cuenta. Los requerimientos de la gracia consiguen un efecto cada vez menor. Respira el aire del mal y se corrompe día tras día más fatalmente. Ha prescindido del pensamiento de Dios y se ha colocado a sí mismo en lugar del Altísimo. Ha rechazado las costumbres religiosas que ve en torno suyo, y elegido en cambio, como guía de la vida, las tradiciones mundanas, más afines con su carácter. Está seguro de sus puntos de vista y no sospecha que el mal le acompaña. Sabe ya burlarse de los hombres prudentes y de las cosas serias, aprende enseguida las historias que circulan contra ellos, y habla con aplomo de aquello que es incapaz de juzgar o conocer. Cuanto menos cree en la doctrina cristiana, más sabio se estima a sí mismo. Si su buen talante natural le impide hablar con animosidad, se une, sin embargo, por descuido o imitación, al escarnio de cosas y personas sagradas. Es agudo, diligente e ingenioso, y emplea sin darse mucha cuenta estas cualidades en la causa del mal. Alienta una secreta antipatía hacia las verdades y actividades religiosas, así como una repulsión inconsciente, que no conseguiría explicar si alguna vez lo intentara. Así le ocurrió a Caín, primogénito de Adán, que asesinó a su hermano sencillamente porque las obras de este eran buenas. Así les ocurrió a aquellos desgraciados niños de Bethel, que insultaron al profeta Elíseo. Cualquier cosa sirve, en efecto, al propósito ridiculizador y ofensivo del hombre de mundo, que se irrita siempre por la presencia de la religión.

      EL PELIGRO DE LAS APARIENCIAS

      Podría continuar y referirme a la perversión, todavía más repulsiva y oculta, que crece y se propaga en este joven, a medida que pasa el tiempo y la vida se abre ante él. ¿Quién logrará explorar lo profundo de ese mal cuya retribución es la muerte? ¡Qué tremenda visión la de este mundo caído, atractivo y hermoso por fuera, razonable en sus afirmaciones, vergonzoso y ocultador de sus faltas, y, sin embargo, una masa de corrupción bajo la superficie! Se avergüenza de sus pecados y, sin embargo, no se confiesa a sí mismo que lo son, sino que los defiende cuando la conciencia censura, y quizás afirma con audacia que si todo impulso es permisible en sí, debe ser siempre bueno en un individuo; es más, que la autosatisfacción se justifica a sí misma, y que la tentación es voz de Dios.

      Su trayectoria terrena continúa. El joven se ha convertido en hombre. Tiene ya una profesión o un oficio. Trabaja con éxito, se casa, como su padre hizo antes que él. Desempeña su papel en la escena de la vida mortal; las relaciones aumentan con los años; alcanza una estimable reputación y ejerce influencia en la esfera social donde se mueve: la reputación e influencia de un hombre sensible, prudente y sagaz. Los hijos crecen junto a él, la madurez pasa y su estrella comienza a declinar. En la balanza y medida del mundo, ha llegado a una edad respetada y venerable, ha sido un hombre de mundo y este le muestra reconocimiento y tributa alabanzas. ¿Pero qué es él

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