Discursos sobre la fe. Cardenal John Henry Newman
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Contemplad más detalladamente la historia de un hombre nacido al mundo y educado según sus criterios, y comprenderéis mejor la idea que quiero llevar a vuestra mente. El niño pasa a través de sus dos, tres, cinco años de inocencia, años benditos porque todavía no puede pecar. Pero llega un día decisivo en el que comienza a apreciar la distinción entre el bien y el mal. El día llega antes o después; la edad varía, pero la fecha en cuestión llega en todo caso. El niño tiene ya la posibilidad, terrible y sobrecogedora, de discernir y juzgar que una acción es mala y, sin embargo, ejecutarla. Posee una nítida noción de que ofenderá a su Creador y Juez si hace esto o aquello; es capaz de evitarlo y libre de escogerlo. Tiene, en una palabra, el poder terrible de cometer un pecado mortal. Aunque es joven, percibe verdaderamente el pecado y puede prestarle auténtico consentimiento, igual que hizo el ángel malo en su caída. Ha llegado el día. Nadie es capaz de asegurar si se concluirá, si discurrirán muchas horas, antes de que haya usado ese poder y perpetrado de hecho lo que no debe hacer, lo que no necesita hacer[8], lo que puede, sin embargo, hacer. ¿Conocemos a alguien que, si hubiera permanecido en su estado de naturaleza, habría empleado adecuadamente todas sus facultades para evitar la culpa y la pena de ofender a Dios? No, hermanos míos. Una ciudad como la nuestra es un pavoroso espectáculo. Recorremos las calles y nos encontramos con innumerables personas que no han recibido el Bautismo. El resto está formado en gran medida por bautizados que han pecado contra la gracia recibida y desde jóvenes se han apartado de la única grey donde se encuentra la salvación. Razón y pecado han caminado juntos desde el principio. ¡Pobre niño! A sus padres parece el mismo. No saben lo que ha ocurrido en él, o quizás si lo supieran no lo juzgarían importante, porque ellos también se hallan en situación parecida. Ellos también, mucho antes de conocerse, habían faltado gravemente, y nunca se reconciliaron con Dios. Así han vivido años, inconscientes de su estado. Un día se casaron, ocasión de alegría para ambos, mas no tanto para los ángeles. Eran ricos o pobres, afortunados o no en sus asuntos temporales, pero su unión no fue —por así decirlo— bendecida por Dios. Tuvieron un hijo. El niño bautizado no se vio señalado por el maligno en su nacimiento, pero arrastraba consigo los presagios del mal y seguiría con probabilidad el curso de toda carne. Ha llegado el tiempo; los presagios se cumplen, y el hombre joven se aleja de Dios libremente. El fruto prohibido ha sido por fin devorado; el objeto pecaminoso se ha consumido con fruición; las puertas del infierno le han atrapado silenciosamente[9] y no se ha dado cuenta; no tiene ojos para las llamas, pero los habitantes infernales le observan; no sabe que su sitio está dispuesto. A menos que su Creador intervenga de alguna manera extraordinaria está perdido.
AMENAZA DE CORRUPCIÓN INTERIOR
Su mente, sin embargo, no controla su propio crecimiento, porque él se ha hecho esclavo de sus debilidades. El intelecto se despierta, el tiempo avanza, nuestro joven aprende cosas, posee quizás habilidades, y otros le enseñan a desarrollarlas. Sus modales son atractivos, él es alegre y jovial, como suelen ser los adolescentes. Paso a paso se le educa para la vida, forma sus juicios, escoge sus principios y se moldea un determinado carácter. Este carácter puede ser más o menos bondadoso, puede encerrar poco o mucho de virtud natural; pero todo esto no importa demasiado, porque el mal está dentro, existe e irá a más. El enemigo de su alma anda suelto en torno a él. Durante un tiempo siguió con algunas de sus oraciones, pero ya las ha abandonado. Eran una formalidad y no tenía ganas de rezarlas. ¿Por qué había de continuar con ellas? ¿Para qué servían? ¿Acaso estaba obligado a mantenerlas? Así razona. Ha actuado según su razonamiento e interrumpido las oraciones. Quizás fue esta su primera falta, la falta grave inicial que le arrancó la gracia: un acto de incredulidad en la eficacia de la oración. Siendo todavía un niño se negó a rezar, con el pretexto de que era demasiado mayor para hacerlo y que sus padres tampoco rezaban. Abandonó la oración, y el tentador entró en su alma, tomó posesión de él, se instaló cómodamente como en casa propia y vivió en su corazón sin ser molestado.
¡Pobre niño! Cada día añade nuevas ofensas a su cuenta. Los requerimientos de la gracia consiguen un efecto cada vez menor. Respira el aire del mal y se corrompe día tras día más fatalmente. Ha prescindido del pensamiento de Dios y se ha colocado a sí mismo en lugar del Altísimo. Ha rechazado las costumbres religiosas que ve en torno suyo, y elegido en cambio, como guía de la vida, las tradiciones mundanas, más afines con su carácter. Está seguro de sus puntos de vista y no sospecha que el mal le acompaña. Sabe ya burlarse de los hombres prudentes y de las cosas serias, aprende enseguida las historias que circulan contra ellos, y habla con aplomo de aquello que es incapaz de juzgar o conocer. Cuanto menos cree en la doctrina cristiana, más sabio se estima a sí mismo. Si su buen talante natural le impide hablar con animosidad, se une, sin embargo, por descuido o imitación, al escarnio de cosas y personas sagradas. Es agudo, diligente e ingenioso, y emplea sin darse mucha cuenta estas cualidades en la causa del mal. Alienta una secreta antipatía hacia las verdades y actividades religiosas, así como una repulsión inconsciente, que no conseguiría explicar si alguna vez lo intentara. Así le ocurrió a Caín, primogénito de Adán, que asesinó a su hermano sencillamente porque las obras de este eran buenas. Así les ocurrió a aquellos desgraciados niños de Bethel, que insultaron al profeta Elíseo. Cualquier cosa sirve, en efecto, al propósito ridiculizador y ofensivo del hombre de mundo, que se irrita siempre por la presencia de la religión.
EL PELIGRO DE LAS APARIENCIAS
Podría continuar y referirme a la perversión, todavía más repulsiva y oculta, que crece y se propaga en este joven, a medida que pasa el tiempo y la vida se abre ante él. ¿Quién logrará explorar lo profundo de ese mal cuya retribución es la muerte? ¡Qué tremenda visión la de este mundo caído, atractivo y hermoso por fuera, razonable en sus afirmaciones, vergonzoso y ocultador de sus faltas, y, sin embargo, una masa de corrupción bajo la superficie! Se avergüenza de sus pecados y, sin embargo, no se confiesa a sí mismo que lo son, sino que los defiende cuando la conciencia censura, y quizás afirma con audacia que si todo impulso es permisible en sí, debe ser siempre bueno en un individuo; es más, que la autosatisfacción se justifica a sí misma, y que la tentación es voz de Dios.
Pero no necesito analizar la influencia recíproca o el poder combinado del orgullo y la sensualidad —la sensualidad investiga los caminos que llevan al mal y el orgullo los consolida— hasta que las verdades elementales de la Revelación llegan a considerarse simples leyendas infantiles. No he pretendido otra cosa que situar en su curso, por así decirlo, a la pobre naturaleza, y dejarla a vuestra reflexión, al comentario individual que cada uno de vosotros podrá sin duda añadir a este leve bosquejo, descubriendo en la propia mente y en la propia conciencia lo que ninguna palabra sabe formular adecuadamente[10].
Su trayectoria terrena continúa. El joven se ha convertido en hombre. Tiene ya una profesión o un oficio. Trabaja con éxito, se casa, como su padre hizo antes que él. Desempeña su papel en la escena de la vida mortal; las relaciones aumentan con los años; alcanza una estimable reputación y ejerce influencia en la esfera social donde se mueve: la reputación e influencia de un hombre sensible, prudente y sagaz. Los hijos crecen junto a él, la madurez pasa y su estrella comienza a declinar. En la balanza y medida del mundo, ha llegado a una edad respetada y venerable, ha sido un hombre de mundo y este le muestra reconocimiento y tributa alabanzas. ¿Pero qué es él