Discursos sobre la fe. Cardenal John Henry Newman
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Discursos sobre la fe - Cardenal John Henry Newman страница 9
LA HORA DE LA VERDAD
Nos interesa, por tanto, a quienes creemos en el mundo que no se ve, preguntamos qué ocurre a todo esto con su alma. Ha tenido en vida placeres y satisfacciones, así como una excelente fama; atemperó sus opiniones a medida que los años pasaban y comenzó a pensar que el orden y la religión eran cosas buenas, que debía prestarse cierta deferencia a la religión del país[11] y alguna asistencia a los servicios religiosos. Pero este hombre no es otra cosa que un sepulcro blanqueado, como dice el Señor, sucio en el interior con huesos de muerto y toda clase de corrupción. Todos los pecados de su juventud, de los que nunca se arrepintió y que jamás repudió, sus antiguas profanaciones, sus impurezas, odios e idolatrías se pudren con él, cubiertos y ocultos solamente por estratos sucesivos de faltas más recientes. Su corazón es casa de tinieblas, intervenida, violada, poseída por malos espíritus. El mismo es un ser sin fe y sin esperanza. Si mantiene algo como verdad, lo defiende únicamente a modo de opinión, y si conserva una cierta paz y calma, es la calma, no del cielo, sino del decaimiento y la disolución. Ahora el viejo enemigo ha expulsado a su ángel bueno y se halla próximo a él; alegre en su victoria, espera paciente la presa; el tentador ya no le invita a cometer nuevas faltas, no sea que su conciencia se turbe; se limita a dejarle tranquilo para que se distraiga con apariencias de fe, piedad y práctica religiosa; le ayuda incluso a que se cubra con formas de religión que consuelen la debilidad de su edad terminal, pues sabe bien que no puede durar mucho, que la muerte es cuestión de tiempo, y que pronto podrá llevarlo con él.
La hora inevitable ha llegado, y muere. Muere apaciblemente. Sus amigos están consolados. Dan gracias a Dios, que lo tomó consigo y libró de las penas de la vida y los dolores de la enfermedad. «Un buen padre», dicen, «un excelente vecino», «un hombre sinceramente lamentado en su muerte por innumerables amigos». Quizás añadan que «murió firmemente confiado en la misericordia de Dios». Pero no saben que hubiera necesitado algo que está más allá de la misericordia divina: necesitaba de un atributo que es incompatible con la perfección última, que no se encuentra, que no puede encontrarse, en el Dios de suma gloria y de suma santidad. «Confiado» iría sin duda, «en las promesas del Evangelio», que sin embargo, nunca fueron suyas o perdió muy pronto.
Pasa el tiempo, y de vez en cuando se le dedica algún comentario respetuoso o tierno. Pero mientras tanto —a pesar de este mundo falso, y aunque sus hijos no lo acepten, y griten, y protesten con indignación cuando se alude a verdad tan seria— él levanta sus ojos, atormentado y «sepultado en el infierno» (Lc XVI, 22).
Esta es la historia de un hombre en estado de naturaleza, en estado de indigencia espiritual, para quien el Evangelio nunca fue una realidad, en quien la buena semilla nunca echó raíces y el auxilio divino se dispensó en vano. Esta es su triste crónica. Pero he hablado solo de un hombre, y sin embargo, queridos hermanos, es la historia de miles: es de una forma u otra el caso de todos los hombres mundanos. «Apenas nacidos —dice la Sabiduría— dejaron de existir, y no pueden mostrar signo alguno de virtud, y se consumen en su maldad» (Sap V, 13). Pueden ser ricos o pobres, cultos o ignorantes, refinados o zafios, decentes exteriormente o de vida escandalosa, pero en el fondo son todos iguales. No tienen fe, no tienen amor. Son impuros y orgullosos. Se muestran muy de acuerdo unos con otros, tanto en opiniones como en conducta. Advierten este acuerdo mutuo y lo consideran una prueba de que su conducta es correcta y sus opiniones verdaderas. Como el árbol, así es el fruto. No es de extrañar que exista en todos el mismo fruto, si procede de la misma raíz, de una naturaleza no regenerada e inmunda[12]. Ellos, en cambio, lo consideran bueno y saludable, porque ha madurado en muchos, y expulsan como odiosa e insoportable la doctrina pura de la Revelación, tan severa con ellos. Nadie ama las malas noticias, nadie recibe alegre lo que le condena. El mundo calumnia a la Verdad en defensa propia, porque la Verdad le denuncia.
EL APOSTOLADO, ASPECTO BÁSICO DE LA VIDA CRISTIANA
Si estas cosas son como digo, y si nosotros, católicos, creemos que son así, si las creemos tan firmemente que nos haría felices morir antes que dudarlas, no es extraño ni exige una explicación complicada que vengamos a una población como esta, a un lugar donde el error religioso y la corrupción que lo acompaña imperan; a una población que ciertamente no es peor que el resto del mundo, pero tampoco mejor. No es mejor porque no posee el don de la verdad católica; no es más pura porque no posee el don de la gracia, único capaz de destruir la impureza; es una población pecadora, entregada a satisfacciones ilícitas, cargada de faltas, y expuesta a eterna ruina, porque no ha sido bendecida con la presencia del Verbo Encarnado, que difunde suavidad, tranquilidad y pureza en el corazón. ¿Es de admirar que comencemos a predicar a unos hombres por los que Cristo ha muerto y tratemos de convertirlos a Él y a su Iglesia? ¿Hacen falta más razones? ¿Es necesario atribuir motivos humanos a una conducta tan lógica en quienes aceptan el anuncio y los requerimientos del Evangelio? Si estamos convencidos de que el Redentor ha derramado su Sangre por todos los hombres, es una consecuencia normal que nosotros, sus siervos, hermanos y sacerdotes, no queramos que esa Sangre se derrame inútilmente, se malgaste, por así decirlo, respecto a vosotros, y busquemos haceros partícipes de los beneficios que nosotros mismos hemos recibido. No es razonable que se nos llame vanidosos, inquietos, ávidos de influencia, resentidos, parciales o nombres parecidos, cuando a la vista está el motivo mucho más poderoso y decisivo que explica nuestro celo. ¿Existe mayor incentivo para predicar que la creencia firme de que se anuncia la verdad? ¿Hay algo que impulse a convertir las almas como la conciencia del pecado y del peligro eterno en que viven? Nada persuade tanto a urgir a los hombres su entrada en la Iglesia como la convicción de que la Iglesia es el medio normal que Dios emplea para salvar a los iniciados por el mundo en el pecado y la incredulidad[13]. Admitid solamente que creemos lo que profesamos —lo cual no es mucho pedir, pues nada hemos hecho para merecer desconfianza— y entenderéis sin dificultad nuestro propósito. Venimos porque creemos que solo hay un camino de salvación señalado desde un principio, y que no vais por ese camino. Venimos como ministros de la gracia extraordinaria de Dios que necesitáis. Venimos porque hemos recibido un gran don divino, y deseamos que participéis de nuestra alegría, pues está escrito: «Gratis lo recibisteis, gratis dadlo» (cfr. Mt X, 8); y porque no nos atrevemos a esconder en un paño las misericordias de Dios, que se nos han concedido no solo por nosotros, sino para el beneficio de los demás.
Este celo, aunque pobre y débil en nuestras personas, ha sido la vida de la Iglesia y el aliento de sus predicadores y misioneros en todas las épocas. Fue el sagrado fuego que trajo del cielo al Señor y que Él deseaba comunicar con esfuerzo a quienes le rodeaban. «He venido a traer fuego sobre la tierra —exclama— y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (cfr. Lc XII, 49). Este fue también el sentimiento del gran apóstol a quien su Señor se apareció para trasmitirle idéntico fervor. «Te envío a los gentiles —le dice en su conversión— para que abras sus ojos, a fin de que se conviertan de las tinieblas a la luz, del poder de Satanás a Dios». Y consecuentemente comienza enseguida a predicarles que deben arrepentirse y volverse a Dios con frutos dignos de penitencia, pues dice: «La caridad de Cristo le urge», y «se ha hecho todo para todos, con el fin de salvar a todos», y que «soporta cualquier cosa a causa de los elegidos, para que obtengan la salvación que está en Cristo Jesús y la gloria eterna».
Esta fue la llama que ardía dentro de los predicadores a quienes los ingleses debemos el cristianismo. ¿Qué otra cosa les trajo desde Roma a una isla lejana y a un pueblo bárbaro, entre temores y sufrimientos innumerables, sino el deseo incontenible y soberano de salvar al que perecía y unir los miembros y esclavos del maligno al cuerpo de Cristo? Este ha sido el