Discursos sobre la fe. Cardenal John Henry Newman

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Discursos sobre la fe - Cardenal John Henry Newman Neblí

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alma está desde el principio al final a la vista de su Hacedor. Posuisti saeculum nostrum in illuminatione vultus Tui (cfr. Ps LXXXIX, 9): «Has colocado nuestra vida bajo la luz de Tu rostro». ¡Qué pena! El mundo no sabe nada sobre su alma; se despreocupa de ella; no la reconoce; solamente ve en él un intelecto dentro de un cuerpo mortal; le importa el hombre mientras está aquí, y se olvida de él cuando marcha hacia allá. Y a pesar de todo ha llegado el momento en que debe abandonar el aquí para situarse allí, y desaparece de la vista, envuelto por las sombras de aquel mundo invisible, acerca del cual el mundo visible es tan escéptico.

      LA HORA DE LA VERDAD

      La hora inevitable ha llegado, y muere. Muere apaciblemente. Sus amigos están consolados. Dan gracias a Dios, que lo tomó consigo y libró de las penas de la vida y los dolores de la enfermedad. «Un buen padre», dicen, «un excelente vecino», «un hombre sinceramente lamentado en su muerte por innumerables amigos». Quizás añadan que «murió firmemente confiado en la misericordia de Dios». Pero no saben que hubiera necesitado algo que está más allá de la misericordia divina: necesitaba de un atributo que es incompatible con la perfección última, que no se encuentra, que no puede encontrarse, en el Dios de suma gloria y de suma santidad. «Confiado» iría sin duda, «en las promesas del Evangelio», que sin embargo, nunca fueron suyas o perdió muy pronto.

      Pasa el tiempo, y de vez en cuando se le dedica algún comentario respetuoso o tierno. Pero mientras tanto —a pesar de este mundo falso, y aunque sus hijos no lo acepten, y griten, y protesten con indignación cuando se alude a verdad tan seria— él levanta sus ojos, atormentado y «sepultado en el infierno» (Lc XVI, 22).

      EL APOSTOLADO, ASPECTO BÁSICO DE LA VIDA CRISTIANA

      Este celo, aunque pobre y débil en nuestras personas, ha sido la vida de la Iglesia y el aliento de sus predicadores y misioneros en todas las épocas. Fue el sagrado fuego que trajo del cielo al Señor y que Él deseaba comunicar con esfuerzo a quienes le rodeaban. «He venido a traer fuego sobre la tierra —exclama— y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (cfr. Lc XII, 49). Este fue también el sentimiento del gran apóstol a quien su Señor se apareció para trasmitirle idéntico fervor. «Te envío a los gentiles —le dice en su conversión— para que abras sus ojos, a fin de que se conviertan de las tinieblas a la luz, del poder de Satanás a Dios». Y consecuentemente comienza enseguida a predicarles que deben arrepentirse y volverse a Dios con frutos dignos de penitencia, pues dice: «La caridad de Cristo le urge», y «se ha hecho todo para todos, con el fin de salvar a todos», y que «soporta cualquier cosa a causa de los elegidos, para que obtengan la salvación que está en Cristo Jesús y la gloria eterna».

      Esta fue la llama que ardía dentro de los predicadores a quienes los ingleses debemos el cristianismo. ¿Qué otra cosa les trajo desde Roma a una isla lejana y a un pueblo bárbaro, entre temores y sufrimientos innumerables, sino el deseo incontenible y soberano de salvar al que perecía y unir los miembros y esclavos del maligno al cuerpo de Cristo? Este ha sido el

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