La hora de la Re-Constitución. Sebastián Soto Velasco
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Según Sebastián Soto, en 2011, solo seis años después, tras las primeras manifestaciones masivas por distintas demandas sociales, nadie desde la izquierda se atrevió a inyectar sensatez a los gritos de la calle y “con eso se derrumbó la Concertación, el orgullo por la transición, la política de los acuerdos, la defensa del modelo y también la Constitución y sus reformas. Y surgió la Nueva Mayoría, la retroexcavadora, el igualitarismo chato y el grito por una Asamblea Constituyente (AC)”. Su veredicto es concluyente: “Es en este momento que la Constitución empezó su despedida. No hay forma en que una norma tan fundamental se mantenga en pie cuando la mitad de la política le da la espalda”. Sin embargo, con mucho acierto recuerda que las interrogantes fundamentales permanecieron pendientes: “¿De qué estaba enferma la Constitución? ¿Por qué se necesitaba una nueva constitución y no solo reformas? ¿Por qué no era el Congreso el lugar para hacerla y se requería un órgano que reclamaba una pureza especial, como la Asamblea Constituyente?”. En suma, la crítica a la Constitución se transformó en el instrumento para discutir sobre nuestra transición y, en especial, sobre el modelo económico del país en las últimas décadas.
El debate constitucional que se avecina indudablemente tendrá muchas dimensiones y el libro adelanta casi todos los temas que serán centrales en la discusión. Tal vez el principal se referirá a la naturaleza misma del ser de las constituciones, pues la historia del constitucionalismo occidental moderno nos indica que estas son, por sobre todo, mecanismos de control del poder de las mayorías para asegurar los derechos de los individuos y de los grupos minoritarios, garantizando esferas de autonomía personal no sometidas a la soberanía popular, por mayoritaria que haya sido la expresión de esta, y en general para asegurar el mayor grado de libertad compatible con la vida en sociedad. El autor teme, no sin razones, que esa visión se enfrentará a enfoques que son “más bien tributarios de otras formas de constitucionalismo radical o revolucionario, que ven en las constituciones un reflejo de la acción de las masas. Y, por ello, otro instrumento para enfrentar a las élites y hacer la revolución”.
Los eventos del último año son una manifestación clara de la crisis institucional que vive el país, no solo por el grave desprestigio del Congreso, de los políticos y sus partidos, sino también por el populismo que moviliza transversalmente de derecha a izquierda, por el uso de la violencia como instrumento para lograr objetivos políticos y por la complicidad activa o pasiva frente a ella. Una contribución muy principal de esta obra es la diferenciación que introduce entre los que son problemas políticos y los propiamente constitucionales. No se trata solamente de que por definición las constituciones no puedan resolver los problemas económicos y sociales, los cuales son materia de políticas públicas, sino también de que muchos de los problemas institucionales tampoco pueden ser resueltos por el mero expediente de escribir una nueva Constitución. Como afirma el profesor Soto: más allá de su ratificación mayoritaria en el plebiscito reciente, el Acuerdo del 15 de noviembre de 2019 no puso fin a la política como campo de batalla y solo cinco días después se presentó una acusación constitucional para destituir al Presidente de la República, confirmando que los sucesos anteriores ciertamente tenían un objetivo político central. Lo grave es que esta acusación fue apoyada prácticamente por toda la centroizquierda, sometida a las estrategias del Frente Amplio y del Partido Comunista. En suma, concluye que “la política es el principal problema que padece el país; es el estado actual de la política como institución mediadora y demuestra prácticas que, no hay que olvidarlo, no necesariamente son efecto directo de la Constitución. Digámoslo de otra forma: lo que está en crisis es la forma de hacer política y ella depende tanto de reglas escritas como de muchas no escritas que guían el actuar de los políticos. El liderazgo, la amistad cívica, los acuerdos, la importancia de la responsabilidad y el cumplimiento del deber, la misión y el servicio, y tantas otras máximas que, con altos y bajos, han guiado la política, hoy parecen encontrarse en su nivel más bajo. Abundan el desprestigio y la desconfianza respecto a su rol; también la atraviesa una cierta incapacidad e indolencia; y, por último, padece una creciente farandulización”. Lo anterior también demuestra que el problema actual no deriva tanto de las reglas constitucionales, sino más bien de la cultura política que se ha generado bajo el actual Congreso y de actos y políticas que han sobrepasado los límites constitucionales de las funciones de los miembros de la Cámara de Diputados y del Senado. Ninguna institucionalidad es viable cuando los principales encargados de respetarla dejan de hacerlo.
Tampoco es viable el sistema democrático cuando se desprecian los acuerdos, se ensalza la polarización y se establecen dinámicas de relación más propias de “amigos-enemigos” que de legítimos adversarios, unidos al menos por el propósito común de defender la democracia y sus instituciones.
Otro gran tema que también dividirá la Constitución se refiere a qué derechos deben ser incluidos en ella: si solo los derechos liberales clásicos o si hay que agregar derechos sociales y económicos, pero sobre todo si es que estos deben o no ser susceptibles de ser reclamados y determinados por el Poder judicial. El libro arroja importantes clarificaciones respecto a los que son, por una parte, los derechos “negativos de abstención”, que exigen que el poder político simplemente se abstenga de intervenir en campos como el derecho a la vida, la igualdad ante la ley, el debido proceso, la privacidad, la inviolabilidad de las comunicaciones y del hogar, la libertad de conciencia, reunión, religión, pensamiento, opinión y expresión, la libertad de enseñanza y todos los otros clásicos derechos individuales —aquellos que Bobbio llamaba “el territorio inviolable”— que son “atributos de la persona cuya protección se debe reclamar al Estado”. Por la otra parte están los “derechos positivos” económicos y sociales que implican una prestación del Estado y que, por definición, no pueden ser absolutos pues son contingentes a las posibilidades materiales de un país y difíciles de definir, y si bien constituyen aspiraciones loables del mundo civilizado, su definición y alcances, que no pueden ser estáticos, deben quedar librados a la deliberación democrática y deben ser alcanzados por medio de políticas públicas. De más está señalar cuántas constituciones en el mundo “garantizan” toda suerte de derechos que en la práctica no valen la tinta con que fueron escritas. En efecto, la Constitución actual garantiza el derecho a la salud, a la educación y al medio ambiente libre de contaminación. ¿Alguien podría sostener que los avances en la eliminación de la desnutrición infantil, la reducción de la mortalidad de los niños, el aumento de las expectativas de vida, el incremento del número de años de escolaridad o el aumento vertiginoso de estudiantes en la educación superior, son atribuibles a que hay derechos constitucionales en estos ámbitos? ¿O bien son definitivamente el resultado del crecimiento económico y de las políticas públicas adoptadas?
Será objeto de controversia también el derecho de propiedad, el cual, aunque