La hora de la Re-Constitución. Sebastián Soto Velasco
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Todos eran abogados comprometidos políticamente. Ortúzar y Guzmán tenían clara cercanía con Jorge Alessandri. Sergio Diez y Gustavo Lorca eran entonces parlamentarios; el primero, senador recientemente electo por el Partido Nacional, y el segundo, diputado por el Partido Liberal desde 1964. Alejandro Silva y Enrique Evans eran dos destacados juristas democratacristianos. Sin duda Silva Bascuñán era, por esos años, el constitucionalista más importante del país. Había publicado en 1963 un contundente tratado sobre la Constitución de 1925 y era entonces presidente del Colegio de Abogados. Jorge Ovalle había sido radical y luego candidato al parlamento por la Democracia Radical, facción escindida del PR y contraria a la Unidad Popular. Solo Alicia Romo, la única mujer en los primeros años de funcionamiento de la Comisión, carecía de vínculos directos con la política.
Esa fue la integración que se mantuvo hasta 1977, cuando tres de sus integrantes abandonaron la Comisión. En marzo partieron Evans y Silva Bascuñán. Este último explica que el decreto de disolución de los partidos políticos dictado ese mes motivó su partida. Luego, en mayo, fue el turno de Jorge Ovalle, quien debió renunciar por su cercanía con el general Gustavo Leigh. Y en junio ingresaron tres nuevos integrantes: los constitucionalistas Luz Bulnes y Raúl Bertelsen, y Juan de Dios Carmona, quien había sido ministro de Eduardo Frei Montalva y senador DC hasta 1973.
Tras cinco años de trabajo y 417 sesiones, la Comisión Ortúzar entregó la propuesta de una nueva constitución. El texto luego fue revisado por el Consejo de Estado, institución presidida por el expresidente Jorge Alessandri y que integraban también Gabriel González Videla y un grupo de personalidades designadas por la Junta de Gobierno. El Consejo de Estado revisó nuevamente todo el texto y propuso diversos cambios, algunos de ellos sustantivos. En las actas de su discusión se aprecia la influencia de Jorge Alessandri y muchas de las modificaciones tenían en él su principal inspirador.
Finalmente fue el turno de la Junta Militar, que comparó ambos textos y tomó las definiciones más relevantes. Primero, un grupo liderado por el ministro Sergio Fernández revisó cada una de las discrepancias, que luego fueron siendo definidas con los integrantes de la Junta de Gobierno y otros invitados de confianza. Según narra Sergio Carrasco, en el articulado permanente se hicieron 175 modificaciones, de las cuales 59 fueron fundamentales. También cambió el articulado transitorio que había propuesto el Consejo de Estado, extendiendo el proceso para el retorno a la democracia4.
El 11 de agosto de 1980 se convocó a un plebiscito para treinta días después, el 11 de septiembre. Ese día la ciudadanía debía aprobar o rechazar el nuevo texto constitucional. Como es sabido, el acto careció de garantías mínimas: sin registros electorales, sin plena libertad de expresión, con un período de campaña excesivamente breve y con un acto eleccionario organizado por los propios alcaldes designados. Para votar, cada persona concurría a las urnas con su carnet de identidad, al que se le cortaba una de sus esquinas5. Estas y otras irregularidades no debieran sorprendernos demasiado. Después de todo, nunca una constitución chilena había nacido en épocas de plena normalidad democrática —no, al menos, como la entendemos hoy— y la de 1980, dictada en el marco de un régimen autoritario, no fue la excepción.
En estas circunstancias el triunfo del apruebo era esperable. Recibió el 67,04% de los votos mientras que el rechazo 30,19%. El resto fueron votos nulos. Finalmente, las cláusulas transitorias de la Constitución, que eran entonces lo relevante, entraron en vigencia el 11 de marzo de 1981.
2. Segundo acto. De la resignación al acuerdo constitucional de 1989.
La pregunta sobre qué hacer con la Constitución rondaba una y otra vez en las mentes de los opositores al régimen de Augusto Pinochet. Era evidente, decían muchos, que no podían validarla, que tenía defectos insaneables. Pero muy temprano la visión de algunos líderes empezó a cambiar. Las violentas protestas de 1982 no hicieron caer al Gobierno, como algunos esperaban, y promover la violencia solo traería más violencia. Por eso, Patricio Aylwin en 1984 fue el primero en dar el paso y reconocer que el tránsito a la democracia debía hacerse siguiendo las reglas de la Constitución de 1980.
Dejemos que sea el mismo Aylwin quien narre su posición: “Tanto el Grupo de los 24 como la Alianza Democrática sostuvimos sistemáticamente que no reconocíamos la Constitución como legítima. Hasta que se efectuó un seminario en 1984 en el Hotel Tupahue, organizado por el Instituto Chileno de Estudios Humanísticos, cuyo Director Ejecutivo era Gutenberg Martínez. Participamos Pancho Bulnes, por su sector, Carlos Briones, por el mundo socialista, Enrique Silva Cimma, por el mundo radical y yo por el democratacristiano. Lo que se debatía era cómo salía Chile, desde el punto de vista constitucional, del problema en que estaba. Ahí sostuve que debíamos abandonar la tesis de la ilegitimidad de la Constitución del 80. Textualmente dije: ‘(…) lo que debemos estudiar es, sin entrar a discutir la legitimidad de la Constitución, qué reformas son necesarias para que sea aceptable para nosotros. Entonces, acepto la legitimidad para el solo efecto de reformarla’. Desde aquel seminario quedó flotando esa tesis, que fue la que inspiró posteriormente la política de la Alianza y luego de la Concertación”6.
El liderazgo de Aylwin es indudable. Su realismo, que hoy llamaríamos pragmatismo, combina ponderadamente con la búsqueda de un objetivo preciso. No hay utopía en sus proyecciones sino una estricta planificación política que, con la perspectiva de hoy, solo lo hacen crecer. No deja de ser una paradoja que la figura de Aylwin se debilite ante los ojos de la izquierda al mismo tiempo que esta empieza a adquirir rasgos propios de un utopismo político peligroso.
Poco a poco entonces comenzó a estructurarse la oposición que vencería a Pinochet en el plebiscito de 1988. Jugaron con las propias reglas transitorias de la Constitución de la que desconfiaban y ganaron limpiamente en un plebiscito ejemplar en términos de garantías electorales y participación ciudadana.
Tan solo semanas después del plebiscito empezó a circular la idea de reformar la Constitución. Cuentan que, al dejar el Ministerio del Interior tras la derrota, Sergio Fernández le habría dicho a su sucesor, Carlos Cáceres, que no modificara la Constitución, que esa sería una concesión inaceptable. Pero Cáceres tuvo una visión más precisa. Se dio cuenta de que la reforma a la Constitución permitiría reducir la presión por el cambio constitucional durante el nuevo Gobierno que se avecinaba. La forma de reforzar la Constitución era modificándola. Y así empezó un largo diálogo con diversos actores que, para sorpresa de muchos, terminó en un acuerdo tan relevante como olvidado en el Chile de la transición.
Cáceres lo relata en detalle. Desde otro ángulo también lo narra Ascanio Cavallo. Ambos muestran cómo el acuerdo pendió de un hilo durante casi todas las negociaciones. A las desconfianzas profundas entre los bandos, se sumaba la tensión interna entre duros y blandos. Tanto en el Gobierno como en la oposición había “duros” que se oponían a cualquier acuerdo y “blandos” que los promovían. El ministro Cáceres narra un intenso intercambio de visiones con Hugo Rosende frente a Pinochet. Rosende sostenía que la reforma era una claudicación innecesaria7. En el otro bando, Cavallo cuenta un tenso encuentro que enfrentó a Aylwin con Lagos. También este último sostenía que la reforma era insuficiente8. Visto con perspectiva, hay que agradecer a Aylwin, Cáceres y tantos otros que vieron en ese paso un camino hacia una transición que tendiera a acercar a quienes antes eran enemigos. Todos ellos permitieron superar las críticas fundamentales a la Constitución, dando inicio a las décadas más prósperas de la historia de nuestro país.
El apoyo que recibió la reforma en las urnas fue contundente: más de seis millones de personas, que representaban al 85% de los votantes la ratificaron. Esta masividad del voto y la densidad de las reformas hicieron que este acto electoral fuese un punto de quiebre en nuestra historia constitucional9. Su contenido fue profundo: se introdujeron 54 modificaciones para afirmar el pluralismo político, robustecer libertades y fortalecer