El jefe necesita esposa. Shannon Waverly
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–No tiene que ponerse nada en especial –insistió él. Era un hombre acostumbrado a ganar–. Un par de vestidos valdrán. Y la traeré el domingo por la tarde.
–Se lo agradezco mucho pero…
–Me doy cuenta de que puede que no tenga tiempo para organizar sus cosas para el lunes, así que si quiere se puede tomar el lunes por la mañana libre. ¿Qué le parece?
Le parecía excelente.
–Es usted muy generoso, señor Forrest, pero no puedo.
Antes de que él siguiera insistiendo, Meg se puso de pie.
–¿Está segura de que no se lo quiere pensar? –él también se levantó.
–Sí, estoy segura.
–La cita que tiene debe ser muy importante para usted.
–Lo es –le respondió y le dejó pensar lo que quisiera.
A eso de las cinco y media Meg había conseguido salir del atasco y se dirigía a su casa, situada en una de las zonas pobres de la ciudad. Gracie y ella vivían en un apartamento que había encima del garaje de los Gilbert. Algunos días parecía como si las dos familias vivieran juntas.
Como era habitual, Meg se sintió culpable cuando sus pensamientos con respecto a sus arrendatarios se volvieron negativos. Vera y Jay Gilbert habían sido muy amables con ella y la habían aceptado desde el primer día que su hijo se los había presentado.
Derek y ella se habían conocido en una gestoría en la que los dos trabajaban. Él trabajaba de auxiliar administrativo a sus dieciocho años, recién salido del instituto. Por las noches seguía estudiando, para terminar empresariales.
Estuvieron saliendo juntos hasta que se licenció en junio, momento en el cual le propuso que se fuera a vivir con él al este de la ciudad. Ella había aceptado dado que en la zona donde vivía sólo le quedaba su tía Bea, que acababa de morir.
Después de aquello, todo cambio muy rápido. A los diecinueve Meg se casó y vivía con Derek en el apartamento que los padres de él habían construido encima del garaje. A los veinte había dado a luz a Gracie. Aquél fue sin duda el día más feliz de su vida. A los veintiuno, sin embargo, fue el más triste, cuando Derek murió en un accidente de automóvil. Y se quedó viuda.
Recordando todo aquello, Meg se preguntaba qué habría sido de Gracie y ella si no hubieran tenido cerca a Vera y Jay. Porque ella no tenía familia, ni fuente de ingresos, ni sitio donde ir.
–Nosotros somos tu familia –le dijeron, asombrados cuando les dijo que tendría que irse de allí. Insistieron en que se quedara a vivir sin pagar nada por el apartamento. También le ayudaron con todo lo que necesitaba para alimentarse y vivir.
Le dijeron que el seguro de Derek, del cual ellos eran sus beneficiarios, cubría los gastos. Pero incluso ella, por muy ingenua que fuera, sabía que diez mil dólares no daban para tanto.
Pero lo que más agradeció fue el amor que mostraban por Gracie. Adoraban a su nieta. Se habían quedado destrozados por la muerte de Derek. Sólo habían tenido un hijo y había sido el centro de su universo. En Gracie vieron una luz que les podía iluminar la oscuridad en la que estaban sumidos.
Cuando Meg entró en la calle sin embargo volvió a tener el mismo sentimiento de claustrofobia de siempre. A pesar de todo lo que los Gilbert hacían por ella, tenía sus desventajas vivir tan cerca de ellos.
Meg aparcó el coche y apagó el motor.
–¡Mami! –llamó Gracie saliendo a saludarla desde el jardín de los Gilbert. Llevaba una especie de bata muy larga y una corona hecha de papel de aluminio. Se había disfrazado, que era el juego que más le gustaba.
–Hola, cariño –Meg se bajó del coche, con el corazón henchido de alegría cuando vio a su hija. Gracie era una niña muy guapa. Había heredado los rizos dorados de su padre y sus ojos azules. Meg estaba ya acostumbrada a que muchos le dijeran que podía llegar a ser modelo, que incluso podía llegar a ser actriz.
Pero a pesar de lo guapa que era Gracie, lo que más impresionaba a la gente era su inteligencia y su personalidad. Se quedaban boquiabiertos al ver lo bien que hablaba y lo sociable que era.
–Es una niña superdotada –era otro de los comentarios que Meg oía–. No hay muchos niños como ella.
Meg lo sabía. Pero al tiempo que su hija era una fuente de orgullo también lo era de preocupación. Meg sentía sobre sus hombros el peso de la responsabilidad. Tenía que decidir su educación, como disciplinarla, las actividades que tenía que hacer, los deportes que tenía que practicar, los parques y museos a los que tenía que llevarla, los programas que tenía que ver. No sabía si lo estaba haciendo bien, o si le estaba dando o no lo suficiente.
Vera consideraba todo aquello un poco absurdo.
–Es sólo una niña. Déjala jugar –Meg había preferido no discutir. Vera no creía que hubiera que leer ningún libro para criar a un hijo. Meg también se fiaba del sentido común y aceptaba sus consejos.
Abrió la puerta del jardín y levantó a Gracie en brazos.
–Hola, cariño. ¿Qué has estado haciendo todo el día?
–Jugando a que era una princesa –Gracie se agarró a su cuello y la rodeó la cintura con sus piernas–. Esta noche voy a ir a un baile.
–¿De verdad? ¿Dónde?
–Al castillo. Voy a bailar con el príncipe –Gracie, al parecer, había estado viendo demasiadas películas de Disney.
–¿Y cómo vas a ir hasta allí?
–En mi alfombra mágica.
–Pensé que ibas a decir que en tu carroza de calabaza.
–No –le respondió Gracie–. Está estropeada.
–Qué pena. ¿Qué le ha pasado?
–El carburador.
–Eso es lo que le pasó al coche del abuelo la semana pasada, ¿no?
Gracie asintió.
–Bueno, por suerte tienes una alfombra mágica. ¿Podría ir yo también al baile?
–Claro –le respondió su hija–. Pero tendrás que ponerte un vestido.
–Claro, claro. ¿Y podré conocer también al príncipe?
–Sí –asintió con la cabeza Gracie–. Pero no puedes masticar chicle en el baile.
–¿No? –Meg intentó como pudo no echarse a reír.
–Ni tampoco te puedes meter el dedo en la nariz.
En esa ocasión Meg no pudo aguantarse.
Vera levantó la cabeza del jarrón de flores que estaba arreglando. Era una mujer regordeta, redonda de cara y pelo rubio.
–¿Qué