En palabras del Buddha. Bhikkhu Bodhi

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En palabras del Buddha - Bhikkhu Bodhi Clásicos

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la vejez y la muerte se aproximan, Majestad, ¿qué cosa habrá que hacer?».

      «Si el envejecimiento y la muerte se aproximan, venerable señor, ¿qué otra cosa habrá que hacer sino actuar de acuerdo con el Dhamma, obrar rectamente, realizar acciones buenas y beneficiosas?».

      «Señor, los reyes embriagados con el elixir del poder, obsesionados por la codicia y los placeres sensuales, que han logrado controlar el país y gobernar después de haber dominado una gran extensión de territorio, conquistan mediante guerras con elefantes … guerras con caballos … guerras con carros de combate y … guerras con soldados de infantería, pero, cuando el envejecimiento y la muerte se aproximan, no hay recurso ni posesión que valgan. En vuestra corte, señor, hay consejeros que son capaces de dividir, mediante artimañas, a los enemigos que surgen, pero cuando el envejecimiento y la muerte se aproximan, señor, no hay recurso ni posesión que valgan. En vuestra corte, señor, hay abundancia de lingotes de oro guardados en sótanos o altillos. Con tanta riqueza sería posible sobornar a cualquier enemigo que surja, pero cuando el envejecimiento y la muerte se aproximan, señor, no hay recurso ni posesión que valgan».

      «Si el envejecimiento y la muerte vienen hacia mí, venerable señor, ¿qué otra cosa habrá que hacer sino actuar de acuerdo con el Dhamma, obrar rectamente, realizar acciones buenas y beneficiosas?».

      «¡Así es, Majestad! ¡Así es! Si el envejecimiento y la muerte se aproximan, ¿qué otra cosa habrá que hacer, sino actuar de acuerdo con el Dhamma, obrar rectamente, realizar acciones buenas y beneficiosas?».

      Así habló el Bienaventurado. Habiendo dicho esto, el Afortunado, el Maestro, añadió:

      «Como una inmensa, rocosa cordillera, que se alzara hastas las nubes y avanzara aplastando todo aquello que encontrara, así llegan la vejez y la muerte a los vivientes.

      Nobles, brahmanes, mercaderes y siervos, gente sin casta: chandalas y pukkusas, no existe nadie que pueda soslayarlos, todo lo aplastan, trituran y someten.

      Aquí no quedan atisbos de victoria con elefantes, ni con carros o soldados. No se les puede combatir con artimañas, ni sobornar con riquezas acumuladas.

      Siendo, pues, esto así, el hombre sabio contempla su destino inexorable, y, firme, pone su confianza, en el Buddha, en el Dhamma y en el Saṅgha.

      Pues cuando actúa de acuerdo con el Dhamma ya siendo en cuerpo, palabra o pensamiento, es elogiado, aquí, en esta vida, pero también goza del cielo tras la muerte».

      (SN 3:25; I 100-102 <224-29>)

      (3) Los mensajeros divinos

      «Monjes, hay tres mensajeros de los dioses.3 ¿Cuáles son los tres?

      »He aquí, monjes, que alguien actúa de forma reprochable con el cuerpo, la palabra o el pensamiento. Habiendo actuado de forma reprochable con el cuerpo, la palabra o el pensamiento, después de morir, cuando su cuerpo se descompone, renace en un estado de perdición, en un mal destino, en un lugar de sufrimiento, en un infierno. Allí varios guardianes del infierno lo agarran por ambos brazos y lo llevan ante la presencia de Yāma, el Señor de la Muerte,4 diciendo: “Este hombre, majestad, no respetó ni a padre ni madre, ni a ascetas ni brahmanes, ni a los ancianos de la familia. ¡Que su majestad le inflija un castigo apropiado!”».

      «Entonces, monjes, el rey Yāma pregunta al hombre, lo interroga y le recuerda el primer mensajero divino: “¿Es que nunca viste, buen hombre, al primer mensajero divino que se presenta a los seres humanos”?».

      «Y aquél contesta: “No, señor, no lo vi”».

      «Entonces el rey Yāma le dice: “Pero, buen hombre, ¿es que nunca viste entre la gente a una mujer o a un hombre de ochenta, noventa o cien años de edad, achacoso, curvo como el arco de una bóveda, jorobado, sosteniéndose con un bastón, andando tembloroso, enfermizo, habiendo perdido la fuerza de la juventud, con los dientes rotos, lleno de canas, con poco pelo o calvo, y con la piel arrugada y llena de manchas?”».

      «Y el hombre responde: “Sí, señor, lo he visto”».

      «Entonces el rey Yāma le dice: “Buen hombre, ¿es que nunca se te ocurrió, teniendo conocimiento y madurez, que: ‘También yo he de envejecer y no puedo evitar la vejez. Voy a aprovechar para realizar buenas acciones con el cuerpo, la palabra y el pensamiento’?”».

      «No, venerable señor, no caí en ello. Fui negligente, venerable señor».

      «Entonces, el rey Yāma dice: “Por negligencia, buen hombre, no hiciste el bien con el cuerpo, la palabra y el pensamiento. Así pues, ahora serás tratado como corresponde a tu negligencia. Tu mala acción no la hizo ni tu madre ni tu padre, ni tus hermanos, hermanas, amigos o compañeros, ni tus familiares, ni los dioses, ni ascetas o brahmanes, sino que solamente tú has cometido esta mala acción, y eres tú quien deberá recoger su fruto”».

      «Entonces, el rey Yāma, monjes, tras haberle preguntado, interrogado, y recordado el primer mensajero divino, le pregunta, interroga y recuerda el segundo mensajero divino: “¿Es que nunca viste, buen hombre, al segundo mensajero divino que se presenta a los seres humanos?”».

      «No, venerable señor, no lo vi».

      «Pero, buen hombre, ¿es que nunca viste a una mujer o a un hombre que estuviera enfermo, padeciendo dolores, extremadamente débil, cayéndose y yaciendo sobre sus propias heces, teniendo que ser levantado por otros y llevado a la cama por otros?».

      «Sí, venerable señor, lo he visto».

      «Buen hombre, ¿es que nunca se te ocurrió, teniendo conocimiento y madurez, que “También yo he de enfermar y no puedo evitar la enfermedad. Voy a aprovechar para realizar buenas acciones con el cuerpo, la palabra y el pensamiento”?».

      «No, venerable señor, no caí en ello. Fui negligente, venerable señor».

      «Entonces, el rey Yāma dice: “Por negligencia, buen hombre, no hiciste el bien con el cuerpo, la palabra y el pensamiento. Así pues, ahora serás tratado como corresponde a tu negligencia. Tu mala acción no la hizo ni tu madre ni tu padre, ni tus hermanos, hermanas, amigos o compañeros, ni tus familiares, ni los dioses, ni ascetas o brahmanes, sino que solamente tú has hecho esta mala acción, y eres tú quien deberá recoger su fruto”».

      «El rey Yāma, monjes, tras haberle preguntado, interrogado, y recordado el segundo mensajero divino, le pregunta, interroga y recuerda el tercer mensajero divino: “¿Es que nunca viste, buen hombre, al tercer mensajero divino que se presenta a los seres humanos?”».

      «No, venerable señor, no lo vi».

      «Pero, buen hombre, ¿es que nunca viste a una mujer o a un hombre muerto desde hace uno, dos o tres días, con su cuerpo hinchado, pálido y en estado de putrefacción?».

      «Sí, venerable señor, lo he visto».

      «Buen hombre, ¿es que nunca se te ocurrió, teniendo conocimiento y madurez, que “También yo he de morir y no puedo evitar la muerte. Voy a aprovechar para realizar buenas acciones con el cuerpo, la palabra y el pensamiento”?».

      «No, venerable señor, no caí en ello. Fui negligente, venerable señor».

      «Entonces,

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