Maureen. Angy Skay

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Maureen - Angy Skay Saga Anam Celtic

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tramo paré, me toqué el pecho y comprobé que tenía la respiración agitada. No era normal la sensación que aquel chico me hacía sentir. Con ninguno de mis anteriores novios había sentido aquello.

      Tuve una cena familiar de lo más normal. Dylan volvió a llamarme para quedar por la tarde y volví a declinar su invitación. Se estaba irritando porque no sabía qué era lo que hacía a espaldas de él. Siempre nos lo habíamos contado todo y aquello lo mataba.

      —¿Hasta cuándo estará tu amigo aquí? —le pregunté a John en el pub.

      —Hasta cuando las aguas vuelvan a su cauce.

      —¿Y eso será muy tarde?

      —No tengo ni idea. ¿Por qué? ¿Te ha hecho algo? —Se puso alerta.

      —¡No! —Aunque no era verdad, no quería que sospechara nada.

      —La herida la tiene mucho mejor y ya no hace falta que hagas guardia a pie de cama. Eso sí, al menos tendrías que quedarte arriba por si acaso.

      —Está bien —resoplé—. ¿Cuándo vamos a hablar?

      —En cuanto tenga un rato, de verdad. Aunque no hay demasiado que contar.

      Subí a mi dormitorio y comencé a navegar por Internet en busca de enlaces para el trabajo de fin de curso. Pero la mirada se desviaba cada dos por tres a la puerta. Deseaba que se abriera la puerta vecina, pero no fue así. Oí unos pasos que subían la escalera. Era John que le llevaba algo de comer a su amigo. No estuvo más de cinco minutos encerrado y, cuando salió, vino a mi dormitorio.

      —Está todo en orden. La herida está bien y le he subido algo para cenar. Si quiere algo más, ¿se lo darás?

      —¿Algo como qué?

      —Algo de comer o si sintiera molestia por la herida.

      —Claro, descuida.

      —Está bien. Entonces bajo al pub, que hay una fiesta de cumpleaños a las siete.

      —¿Me necesitaréis?

      —Lo dudo. Hoy está papá, tío Brannagh, Liam y Shane. Entre los cinco iremos bien, y si hay más trabajo llamaremos a los demás. Cualquier cosa, házmelo saber, ¿vale?

      —Vale.

      No comprendía cómo John, siendo persona responsable, podía juntarse con gente como Aidan. La verdad es que nunca habría imaginado que tuviera amigos que se metieran en follones de ese tipo.

      La semana transcurrió con normalidad. La herida de Aidan iba mejorando y nadie de la casa llegó a sospechar nada de que teníamos un inquilino arriba en el desván. El tema de «flirteo» por parte de Aidan frenó, supuse que el aviso de mi hermano le hizo reaccionar. Pero eso no quitaba que, cada vez que me acercaba a su habitación o tenía que atenderlo o curarlo, no sintiera nada.

      En cuanto John lo vio oportuno, dejó que su amigo volviera a casa. No me lo hicieron saber, fue un día que volví del instituto y no lo vi en el desván.

      —¿Y Aidan? —pregunté.

      —Se fue esta mañana, en cuanto Alison llevó a los pequeños al colegio.

      —¿Está bien?

      —Ya vistes que sí, la herida estaba mucho mejor y podía irse.

      —Pero… ¿y el tema de la policía? ¿No decías que lo buscaban?

      —Está controlado. Ya hablé con el grupo que estaba en el follón y me dijeron que había carta blanca.

      —Oh —bajé la vista apenada—, vaya.

      Seguía sin entender a qué follón se refería, pero estaba claro que nada bueno podía ser.

      —¿Qué pasa? ¿Te apena que se haya ido? Míralo por el lado bueno, tendrás más tiempo para ti y ya no tendrás que hacer de niñera de nadie.

      —No es por hacer de niñera, pero me había acostumbrado a su presencia.

      —Da igual, la cuestión es que está fuera y ya podemos seguir con nuestra rutina, sin tener que inventarnos más excusas.

      Dylan agradeció aquel cambio, sin saber por qué. Supuse que porque le presté más atención aquel fin de semana.

      —Todavía tienes que explicarme qué te ha pasado estos días.

      —Dylan, déjalo, he tenido una mala racha, es eso. No es nada en contra de nadie. Me apetecía estar sola.

      —¿Cómo se llama? —insistió.

      —¡Dylan! Odio cuando eres tan insistente. ¿Y tú? ¿No tienes nada que contarme?

      —Nada de nada. Mi vida sigue siendo tan aburrida como siempre o más. Desde que tú decidiste quedarte en casa.

      —Lo dicho, eres el rey del drama. Anda, acompáñame a comprarle algo a mi prima Cheryl. La semana que viene sale de cuentas y todavía no tengo nada para su bebé.

      —¿De compras contigo? —se alegró—. Esto va a ser interesante.

      Dylan y yo teníamos gustos diferentes a la hora de vestir, pero el ir de compras era uno de sus mejores pasatiempos.

      El domingo lo pasamos en plan familiar. Mis abuelos y tíos decidieron comer juntos en el pub. Me gustaban aquellas reuniones y disfrutaba mucho de la compañía de mi abuela. De vez en cuando los ojos se me iban a la puerta que conectaba con la casa, para «buscar» a Aidan, pero me di cuenta de que ya no estaba allí. Echaba de menos tener que subir cada dos por tres al desván para ver si necesitaba alguna cosa, aunque me fastidiase su reacción.

      Reconozco que tengo una familia bastante peculiar. Aparte de haberme adaptado a mi vida en el país y asumir que formaba parte de una gran familia, no quitaba que a veces pareciéramos lapas. Donde iba uno, iban todos. Aunque no sé por qué, nunca me sentí tan… apegada como los demás. No era que no los quisiera, porque los quería y me sentía una Hagarty más, pero mi carácter era algo más distante y eso hacía que yo fuera más a mi aire. Mi abuela Maureen era igual. Su gran vida social, sus viajes a Blacksod, sus momentos sagrados de soledad —nadie podía interrumpirla— y su adicción a la lectura hacían que se ausentara muy a menudo, de muchos momentos familiares. Pero cuando estaba… era quien llevaba la batuta de toda la familia entera.

      Una tarde, tomando un té en una cafetería con mi amiga Laurie, vi a mi abuela caminando sola por la calle, charlando por teléfono. Tenía bien ganado el título del miembro más peculiar de mi familia. Matriarca, abuela, amiga, confidente… Jamás pensé que podría querer a nadie tanto como a mi abuela Herminia, pero mi abuela Maureen era diferente.

      No aparté mi vista de ella, mientras pagaba la cuenta de mi infusión y, en cuanto terminé, salí cómo una flecha a la calle para alcanzarla y animarla a que se uniera a nosotras. Mientras esperaba poder cruzar la calle, oí cómo un hombre mayor, de unos setenta largos, pasó junto a mí y gritó: «¡Brigid! ¡Brigid!». Lo que me sorprendió fue que mi abuela se girara,

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