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frío? —me preguntó al ver cómo cruzaba mis brazos a modo de resguardarme del viento.

      —No, estoy bien —contesté con una tímida sonrisa.

      —Ya podemos irnos, he hecho lo que tenía que hacer.

      Recorrimos el mismo camino para volver a casa y aparcó la moto dentro del mismo garaje de donde la había sacado por la mañana. Bajó la persiana, cogió la mochila y, a punto de cruzar la calle, su mirada se clavó en una chica que estaba apoyada en un coche gris, fumándose un cigarrillo con una mirada desafiante. Era guapa, alta, delgada y con pelo largo castaño. No pude obviar mi sexto sentido, no era trigo limpio.

      —¿Quieres subir? —me invitó a entrar al portal, ignorando a la chica.

      —No sé… —dudé.

      —Creo que no te queda más remedio que hacer algo durante todo el día. Te recuerdo que en el colegio piensan que estás enferma.

      —¡Mierda! Ya no me acordaba. En fin, sí, algo tengo que hacer…

      Aquella escalera estaba bastante… era… Digamos que le hacía falta una reforma algo urgente. Entramos en un recibidor y dejó las llaves en un mueble destartalado que había en la entrada. Aquello no tenía pinta de ser un… ¿hogar? Aunque tuviera salón, cocina, un baño, un dormitorio, todo parecía muy descuidado y no tenía pinta de que nadie pudiera vivir allí.

      —Sube.

      —¿Vives solo?

      —No, mi madre está durmiendo la mona en su dormitorio —contestó sin darle importancia al comentario.

      Mientras subía, recorría las paredes con la mirada. Estaba muy dejado y seguro que hacía muchos años que aquellas paredes no se pintaban. Abrió una puerta y me hizo entrar. Era una habitación simple con una cama, un escritorio, un armario, un televisor y algunos aparatos electrónicos encima de un mueble. Las paredes estaban forradas de decenas de fotografías. Dejó la mochila encima de la mesa e intentó desalojar la cama.

      —Siéntate si quieres.

      Volvió a la mesa, abrió la mochila y sacó la cámara, para llevarla dentro de un cuarto. Me quedé inmóvil, no me senté. Mi vista recorría todas aquellas instantáneas que estaban en las paredes y me acerqué para observarlas mejor.

      —Así que estas son las imágenes que tomas cuando sales con la moto… —murmuré observando todas y cada una de ellas.

      —Sí —contestó desde dentro del cuarto.

      No sabía qué hacía allí dentro, pero no me atreví a moverme.

      —Son buenas, son muy buenas —pensé en voz alta.

      —Gracias.

      —¿Cómo las retocas?

      —Ven, entra.

      Le hice caso y entré al cuarto donde estaba. Era oscuro, con una tenue luz, fotos colgadas con pinzas, cubetas con líquido…

      —Es un cuarto de revelado.

      —¡Ajá! —Me dio la razón mientras repasaba unos papeles de encima de una mesa—. ¿Entiendes algo de esto?

      —Nada —me avergoncé y me maravillé a la vez.

      Me enseñó con rapidez cómo retocaba las fotos, las pintaba, las revelaba, las secaba, y los lugares donde se habían publicado algunas de ellas.

      —¿Te pagan mucho por esto?

      —Algunas valen bastante dinero, pero no todas valen. ¿Quieres tomar algo? ¿Té, café, agua, soda…?

      —Un té estará bien, gracias. —Apenas lo miré a la cara al contestarle, tenía la vista fija en una instantánea preciosa de un atardecer.

      A los pocos minutos llegó con una taza para mí y una lata de cerveza para él. Se sentó en la cama después de dármela.

      —Aidan, esto es precioso.

      —Veo que te gustan.

      —Me encantan. —Me senté junto a él en la cama, pero no aparté mi mirada de otra fotografía de un acantilado—. Lo siento. —Me reí—. No te lo tomes a mal, pero no te imaginaba con todo esto.

      —¿Con la fotografía?

      —Sí. —Sorbí mi infusión—. ¿Desde cuándo te dedicas a esto?

      —De pequeño jugaba en un callejón cercano, donde vivían un matrimonio de ancianos. Él había sido fotógrafo durante la Segunda Guerra Mundial y me enseñó a apreciar la fotografía. Mis padres nunca estaban en casa y siempre me llevaba con él al campo, al puerto o al centro de la ciudad.

      De repente se hizo un silencio y los dos nos quedamos mirando la pared. No comprendía por qué no me sentía incómoda con él en aquel lugar. Me vino a la mente los días que había pasado en casa, estando al cuidado de John y mío. Al volver a sorber la taza, alcé la vista y vi que justo encima de la cama había cuatro fotos.

      —¿Y estas?

      —Este es el callejón que te dije. La del árbol es la primera fotografía de la que me sentí orgulloso. Ese fue… —se calló— un simple amanecer, y esta otra es mi moto en un prado.

      —¿Tienen algún significado en concreto?

      —Cada una tiene su significado.

      —¿Y cuál es?

      Aquello estaba absorbiéndome cada vez más.

      —Ya te lo conté. —Se calló y se tumbó en la cama mirando hacia arriba.

      No habló durante un rato y allí me quedé yo, como una tonta, sin saber qué hacer. Hasta que decidí imitarlo. Dejé mi taza en el suelo, me eché en la cama y clavé mi mirada en aquellas cuatro fotografías.

      Eran bonitas, las cuatro eran verdaderamente bellas, y la razón por la que las exponía allí tenía su lógica. Los dos estábamos en la misma posición, hasta que él decidió ponerse de lado, apoyar su codo en la cama y la mano en su cabeza. Lo miré sin decir nada. Aquella habitación, aquellas fotografías, su presencia, era como si estuviéramos dentro de una burbuja. Hasta que acercó su mano y acarició mi mejilla.

      Cerré los ojos, para sentir el roce de aquellos dedos en mi piel y noté cómo mi respiración comenzó a acelerarse. Se acercó y me dio un simple beso en los labios. Un minúsculo roce de nuestros labios. Abrí mis ojos y vi que él seguía mirándome. Me quedé inmóvil, pero algo por dentro me pedía más. Levanté mi mano y rocé su brazo, sin apartar la mirada de sus ojos. Volvió a acercarse y repitió el gesto, con la diferencia que entreabrí mis labios. Con ellos aprisioné los suyos y mi mano volvió a subir para acariciarle su cabello por detrás. Él colocó su mano en mi estómago y ahí comencé a ponerme algo nerviosa. Mi pulso se aceleró, al igual que mi respiración. Volvió a besarme, bajó su mano para meterla por debajo de mi falda y subirla a la altura de mis muslos. Comencé a

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