Maureen. Angy Skay

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Maureen - Angy Skay Saga Anam Celtic

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yo… —Le retiré la mirada—. Yo no…

      —No me digas más. —Se echó hacia atrás y pasó su mano por su cabello—. Comprendo.

      —¿Comprendes?

      —Maureen, el que no quisieras la otra vez en tu casa y que ahora que lo tienes a huevo, tampoco. Solo puede significar una cosa. Eres virgen, ¿verdad?

      —Sí —tardé en contestar con timidez, bajando mi mirada—. Seguro que te extraña, teniendo diecisiete años. Supongo que me he puesto unas metas concretas en mi vida y, hasta que las consiga, el tema chicos-sexo no entraba en mis planes. Tienes delante de ti a la típica chica que se pasa el día estudiando y apenas tiene vida social, a excepción de los clientes del pub. El sexo siempre ha sido secundario para mí.

      —Pero… ¿estás preparada?

      —¿A qué te refieres? —no comprendía la pregunta.

      —Vamos, nena. Las veces que nos hemos besado en ningún momento te has negado. Sé que te apetece tanto como a mí. Pero ¿sabes cuándo quieres hacerlo? ¿O tienes alguien en mente para estrenarte?

      —No —contesté por lo bajo.

      —¿Entonces?

      —No sé, estas cosas las esperas durante años, pero nunca sabes con quién.

      —Mira, no vamos a irnos por las ramas. —Se sentó en la cama—. Has aceptado venir conmigo con la moto, has venido a mi casa y ahora estás tumbada en mi cama. ¿Qué quiere decir esto?

      —No lo sé —estaba tan confundida—. Supongo que me da pudor que no quieras estrenar a una pobre virgen como yo.

      —Oye, oye, oye —se defendió—. Que yo no me dedico a lo que te imaginas. No soy un santo. No te diré que me he acostado solo con cuatro chicas, pero, por ahora, yo elijo a quién meto en mi cama y a quién no.

      —¿Va a dolerme? —fue lo primero que me vino a la mente. No había frase más estúpida que pudiera elegir para aquel momento.

      —¿Que si va a dolerte? —preguntó incrédulo—. ¿Eso es lo que te preocupa?

      —No sé. —Me senté junto a él—. Mis amigas dicen que la primera vez duele y que no disfrutaron en absoluto.

      —Tus amigas son tus amigas y tú eres tú.

      —Lo siento.

      —¿El qué?

      —No sé, me siento ahora mismo como una calienta braguetas que ha venido aquí y resulta que tú esperabas otra cosa.

      Me sentía ridícula con todo ese asunto, no sabía cómo actuar o reaccionar.

      —Mira, déjalo. —Se levantó—. Quizá ha sido un error por mi parte. Si quieres irte, vete.

      Me sentí avergonzada. Dirigí mi mirada a la ventana, me levanté, me acerqué y corrí la cortina. Pude ver la calle.

      —¿Desde aquí me ves pasar?

      —A veces sí —me contestó sin dirigirme la mirada y encendiendo su ordenador portátil.

      Entonces reflexioné, aquel chico llevaba semanas viéndome por la ventana mientras yo acudía al instituto. Estuvo en mi casa, nos habíamos besado más de una vez. En clase, había estado ausente pensando en él y más de una noche había intentado conciliar el sueño recordando sus besos. Creo que aquello fue una señal. Aidan tenía que ser el elegido.

      Me acerqué a él y me coloqué a su espalda sin apenas hacer ruido. Pasé mis manos por su cintura, besé su camiseta y apoyé mi mejilla en su espalda. Él se irguió, respiró hondo, acarició mis manos y volvió a respirar, sin moverse.

      —Maureen… —susurró.

      No contesté, moví mis manos por su pecho y me acerqué a él plantándome enfrente suyo. Lo miré a los ojos, le acaricié la cara y me puse de puntillas para besarle en los labios. Y respondió. Fue dulce. Posó sus manos en mis costados y las movió. Lo imité, deslizando mis manos por sus costados y las desplacé hasta su espalda. Un seguido de besos carnosos hicieron su agosto.

      —Confío en ti —le susurré.

      —¿Estás segura?

      —Sí. —Aunque yo misma dudaba del momento.

      Desplazó sus manos por el bajo de mi jersey y me lo quitó. Poco a poco fue desabrochando mi camisa y se deshizo de ella con delicadeza. Me acarició los hombros, me los besó y recorrió mi cuello, antes de volver a dirigirse a mis labios.

      Mi sexo llevaba un largo rato mojado, pero aquellas punzadas que comenzaba a sentir no eran normales. Me dirigió a la cama y me tumbó. Se quitó la camiseta y se echó encima de mí. Comenzó a darme suaves besos por el pecho y la cadera. Sin darse cuenta, se alzó de tal manera que noté su sexo, duro. Aquello no tenía marcha atrás y no tuve más remedio que dejarme llevar. Respondí a sus gestos, gimiendo, acariciándole la espalda, moviéndome sin darme apenas cuenta. Me quitó la falda y él hizo lo propio con sus pantalones. Los dos estábamos en ropa interior.

      —¿Estás bien? —susurró sin dejar de besarme los labios.

      —Ajá… —fue lo único que salió de mi boca, a modo jadeante.

      —Si no estás bien o te sientes incómoda, me lo dices y lo dejamos, ¿vale?

      —Mmmm… Sí…

      Pero no tenía intención de pedirle que parara. Aquello estaba gustándome, aunque resultara todo demasiado nuevo para mí.

      Me quitó el sujetador, cosa que al principio me dio algo de pudor, y al hacer lo propio con las bragas, me tocó el sexo. Como suponía, estaba mojado. A él le gustó y el flujo que tenía en sus dedos se lo llevó a la boca para chuparlo. Una sensación rara me invadió, pero mientras asimilaba lo que acababa de ver, él se quitó sus calzoncillos también. Los dos estábamos desnudos. Mi nerviosismo era evidente, por más que intentara disimularlo con besos.

      —No te preocupes —me susurró—. Todo va a ir bien, ya lo verás. Relájate y abre las piernas.

      Obedecí y él se agachó para lamer mi sexo. Tuve que agarrarme a la almohada. Aquella sensación estaba siendo bastante fuerte. Me gustaba, me gustaba y mucho. Succionaba y lamía. Hasta que paró y volvió a besarme. No tenía tiempo para parar a pensar a qué sabían sus besos después de haber lamido mi sexo. Me besaba y me acariciaba.

      Mis piernas, sin darme apenas cuenta, se abrieron más y mi cadera volvió a alzarse. Él separó nuestros labios, me miró, me besó la nariz y alargó su mano al cajón de la mesita de noche. Sacó un paquete plastificado e intuí que era un condón. Lo abrió, se lo colocó y volvió a acercarse a mí.

      —¿Estás lista?

      No contesté, asentí con la cabeza con timidez, por el nerviosismo. Entonces volvió a besarme y mientras nuestras lenguas se juntaban, sentí cómo me penetraba. Un jadeo ahogado salió

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