Pasión fugaz. Sally Wentworth

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Pasión fugaz - Sally Wentworth Bianca

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hermosa «Rosa de Inglaterra» del brazo. ¿Mantendrán Calum el Joven y su primo Christopher esta singular costumbre?

      El tercero de los nietos, Lennox, quien actualmente reside en Madeira, asistirá a los festejos con su bella y encantadora esposa Stella. La pareja espera su primer hijo para finales de año. Ni que decir tiene que Stella es una encantadora rubia inglesa.

      La hija pequeña de Calum el Viejo, Adele, está casada con el famoso y aún apuesto Guy de Charenton, millonario francés conocido por su generoso mecenazgo a la Ópera de París y sus filantrópicas aportaciones a numerosas asociaciones de carácter benéfico.

      Aunque los Brodey están muy bien relacionados con las mejores familias, especialmente en Inglaterra, fue la única hija de Adele, la bellísima Francesca, la primera en emparentar con la nobleza, merced a su matrimonio con el Príncipe Paolo de Vieira. La boda se celebró en el magnífico castillo familiar del novio, en Italia, y aunque entonces nadie podía imaginar un final tan triste para un romance que parecía salido de un cuento de hadas, lo cierto es que la pareja acabó divorciándose tras apenas dos años de vida en común. Desde entonces, Francesca ha tenido varios pretendientes, siendo el último y más asiduo el conde Michel de la Fontaine, con quien ha sido vista a menudo tanto en París como en Roma, ciudades en las que habitualmente reside.

      Desde aquí queremos felicitar a todos los miembros de la familia Brodey, y desearles una venturosa celebración; estamos seguros de que sus afortunados huéspedes disfrutarán de la ya legendaria hospitalidad de esta influyente familia.

      Capítulo 1

      TODOS los Brodey estaban presentes, reunidos en los bellos jardines de su magnífico palacio barroco, cerca de Oporto. Habían acudido a celebrar el doscientos aniversario de la Casa Brodey.

      Cebrándolo con ellos había ciento cincuenta invitados, diseminados en grupos por la explanada de hierba del jardín, tomando aperitivos antes de la comida, hablando y riendo. Hacía un delicioso día de primavera y una ligera brisa soplaba desde la costa. Para los invitados, la fiesta y la comida significaban puro placer. Para Elaine Beresford significaba trabajo.

      Estaba al fondo del jardín, molestando lo menos posible, asegurándose de que los camareros mantuvieran atendidos a todos los grupos de invitados. En el otro extremo del jardín, las mesas ya estaban preparadas para el número exacto de personas invitadas. Dentro de una media hora ocuparían sus asientos y, entonces, Elaine tendría que ocuparse de que fueran debidamente atendidos en todos los aspectos. Su tarea ya sería difícil en Inglaterra, donde solía contar con camareros y empleados que hablaban inglés y a los que ya conocía, pero iba a serlo aún más allí, en Portugal, donde ella y los dos empleados que había traído de Inglaterra tenían que enfrentarse a través de intérpretes a todos los problemas que surgieran: viandas que no llegaban a tiempo, chefs temperamentales que querían hacer las cosas a su modo, y otros cientos de cosas que podían, y solían, ir mal.

      Y, sobre todo, tenía que tratar con los Brodey.

      Las cosas iban bien de momento, y pudo fijarse en ellos mientras se movían entre los invitados. La familia Brodey era un caso especial. Elaine había conocido primero a Francesca, la Princesa de Vieira, por darle su título completo. Se conocieron en Londres, antes de que Francesca se casara con su príncipe italiano, y cuando ella aún estaba casada. Ahora, ninguna de las dos lo estaba. El matrimonio de Francesca terminó en un feo divorcio, y el de Elaine, en el accidente de avión que mató a su marido, Neil, tres años atrás. A pesar de sus diferencias de clase y modo de vida, se hicieron muy amigas. Tras la inesperada muerte de Neil, que dejó poco dinero en herencia a Elaine, ésta tuvo que transformar su afición en una auténtica profesión y empezó a ocuparse del servicio de comidas para bodas, fiestas y diversas celebraciones. Francesca le pidió que se encargara de su boda, y, a partir de ésta, empezaron a surgirle muchos trabajos. El hecho de que le hubieran ofrecido ocuparse de la organización de aquel bicentenario suponía una culminación en su profesión, y también, una gran responsabilidad.

      Al principio, consideró seriamente rechazar el trabajo; implicaba muchas dificultades, la menor de las cuales no era precisamente el idioma. Pero era ambiciosa en su trabajo y quería ver crecer su empresa, de manera que, finalmente, no fue capaz de resistirse a aquel reto.

      El abuelo de Francesca, Brodey el Viejo, que tenía más de ochenta años, era el cabeza de familia, y se había tomado un interés personal en la organización del acontecimiento. Pero había sido a Calum el Joven al que Elaine había mandado el presupuesto y con el que había mantenido largas conversaciones por teléfono para dejar aclarados todos los detalles del acontecimiento.

      Calum y Francesca eran primos; Elaine podía ver a ambos mientras se movían entre los invitados. Francesca era alta y muy guapa, y llevaba un vestido de brillantes colores. Calum Brodey era aún más alto y sobresalía entre casi todos los presentes. Ambos eran rubios y su aspecto de ingleses se hacía más evidente entre tantos portugueses. Francesca tenía un acompañante, un conde francés, pero, ¿cuándo no había tenido alguno últimamente?

       Calum no estaba casado, aunque ya tenía más de treinta años y era muy atractivo, de un modo ligeramente duro y arrogante, al menos desde el punto de vista de Elaine. Esta se dirigió a un camarero para indicarle que atendiera a un grupo de personas un poco apartado, y al hacerlo pasó junto al círculo que rodeaba a Calum. Este hablaba con los invitados en fluido portugués. Mientras volvía a ocupar su puesto en los escalones de una de las entradas de la casa, desde donde podía divisar todo el jardín, Elaine pensó que resultaba un poco extraño que aquella familia, que llevaba doscientos años trabajando y viviendo en Portugal, conservara aquel aspecto tan inglés. Todos hablaban inglés con total naturalidad y fluidez; los hijos de la familia acudían sistemáticamente a colegios ingleses, y casi todos se casaban con inglesas o ingleses. Sobre todo, cada heredero. Se decía que, según una extraña tradición, todos los herederos debían casarse con inglesas rubias.

      Había pocas rubias en la fiesta; Elaine sólo había localizado media docena. Y no había ninguna con el pelo rojizo, como el suyo.

      Miró su reloj y comprobó que llegaba la hora acordada para la comida. Volvió a acercarse al círculo de Calum. Alguien se apartó para dejarla pasar.

      –Creo que ya es la hora –dijo.

      –Por supuesto –Calum avisó a los que le rodeaban mientras Elaine de dirigía a otro grupo para comunicar que podían ir ocupando sus asientos.

      Hubo un momento embarazoso cuando se comprobó que había un lugar de menos en las mesas preparadas para la comida, pero enseguida se puso un servicio de vajilla más y el incidente fue rápidamente olvidado mientras se servía el primer plato.

      Elaine mantuvo la mayor discreción posible, asegurándose de que todo iba bien, tanto en la cocina como en el jardín. Los Brodey no habían reparado en gastos para que todo fuera de primera calidad y algunos de los vinos servidos eran de cosechas consideradas sublimes por los entendidos.

      En sus conversaciones con Calum, Elaine había comprobado lo orgulloso que se sentía éste de su tradición familiar, y, aunque le hizo alguna sugerencia para reducir algún gasto, él se negó, alegando que celebraciones como aquella no tenían lugar todos los días y que sólo quería lo mejor para sus invitados.

      El resto de la comida transcurrió sin incidentes, y, cuando acabó, Elaine pudo escapar unos minutos al guardarropa para descansar un rato. Mientras estaba allí, entró un momento una joven rubia que Elaine había visto hablando antes con los primos Brodey.

      Fuera,

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