En la encrucijada. Мишель Смарт

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En la encrucijada - Мишель Смарт Miniserie Bianca

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una imagen completada por un cuerpo tan esbelto que cualquiera podría pensar que iba a llevársela una ráfaga de viento. Tenía esa elegancia que parecía natural en muchas mujeres parisinas. Lo había percibido antes, aunque hubiese tenido el precioso pelo castaño oculto bajo un gorro de lana que se había puesto para protegerse del frío.

      Sin embargo, las apariencias podían engañar.

      Se había negado a tocar en la gala de su abuelo y, por extensión, había ofendido al apellido Kalliakis. Además, se había pasado de la raya con la burla sobre la decapitación de la familia real francesa.

      Amalie Cartwright tocaría de solista. Él se ocuparía de que lo hiciera. Talos Kalliakis siempre conseguía lo que quería.

      Capítulo 2

      AMALIE se tapó la cabeza con la almohada y no hizo caso del timbre de la puerta. No esperaba visitas ni ninguna entrega. Su madre, francesa, no se presentaría sin avisar a esa hora de la mañana, ella opinaba que cualquier hora antes de mediodía era plena noche, y su padre, inglés, estaba de viaje en Sudamérica. Fuera quien fuese, podría volver en otro momento, aunque estaba claro que fuera quien fuese no tenía intención de volver en otro momento.

      Siguieron llamando al timbre y empezaron a aporrear la puerta.

      Se levantó de la cama entre maldiciones, se puso una bata y bajó las escaleras para abrir.

      –Buenos días, despinis.

      Dicho lo cual, Talos Kalliakis se metió en su casa.

      –¿Puede saberse…? Disculpe, pero no puede entrar en mi casa sin más.

      Ella lo siguió apresuradamente mientras él recorría su estrecha casa como si le perteneciera.

      –Le dije que hoy hablaría con usted.

      Él lo dijo sin inmutarse, como si la furia y el asombro de ella le dieran igual.

      –Y yo le dije que hoy es mi día libre. Me gustaría que se marchara.

      –Cuando hayamos hablado –replicó él entrando en la cocina.

      Para que no cupiera duda, dejó el maletín en el suelo, se quitó el abrigo negro, lo dejó en el respaldo de una silla y se sentó a la pequeña mesa de cocina.

      –¿Qué hace? No lo he invitado a entrar…Si quiere hablar conmigo, tendrá que esperar hasta mañana.

      –Ocuparé diez minutos de su tiempo y luego me marcharé –él agitó una mano–. No tardaremos mucho en hablar lo que tenemos que hablar.

      Amalie se mordió la lengua e hizo un esfuerzo para conservar la calma. Él pánico no la llevaría a ninguna parte.

      –Es mi casa y usted ha entrado sin permiso. Váyase o llamaré a la policía.

      Él sabía casi con toda certeza que su teléfono móvil estaría en la mesilla de noche.

      –Llámela –él encogió sus inmensos hombros–. Para cuando lleguen, habremos terminado nuestra conversación.

      Ella lo miró con cautela para no parpadear, se frotó los brazos con las manos y retrocedió hasta que se topó contra la pared. ¿Qué podría utilizar como arma?

      Ese hombre era un desconocido y el hombre más imponente, físicamente, que había visto en su vida. La cicatriz que le partía la ceja solo terminaba de completar le sensación de peligro que transmitía. Si él fuera a… Ella no podría defenderse solo con su propia fuerza, sería como un ratoncillo campestre contra una pantera.

      Él esbozó una sonrisa de desagrado.

      –No tiene nada que temer, no soy un animal. He venido para hablar con usted, no para… atacarla.

      ¿Acaso le diría la pantera al ratoncillo campestre que pensaba comérselo? Claro que no. Repetiría una y otra vez que era lo último que haría y entonces, cuando el ratoncillo se hubiera acercado lo bastante… ¡Zas!

      Miró sus impresionantes ojos y vio que aunque eran fríos, no eran amenazantes. Se desvaneció una parte minúscula de su miedo. Ese hombre no le haría daño, al menos, físicamente. Bajó la mirada y se frotó los ojos, que le escocían de no parpadear.

      –De acuerdo. Diez minutos, pero debería haber llamado antes. No puede irrumpir en mi casa cuando estaba dormida.

      Entonces, cayó en la cuenta de que él estaba recién duchado, afeitado y vestido y ella llevaba un pijama viejo de algodón y una bata, además de estar despeinada y recién levantada de la cama. Se sentía en franca desventaja.

      –Son las diez –comentó él mirando el reloj–. Una hora muy prudencial para visitar a alguien un lunes por la mañana.

      Para colmo, ella sentía el calor en la piel. No era asunto de él que ella casi no hubiese dormido, pero sí era su culpa. Daba igual lo mucho que hubiese intentado alejarlo de su cabeza, él aparecía cada vez que cerraba los ojos. Había pasado dos noches con su arrogante rostro pegado detrás de los párpados, su arrogante y atractivo rostro. Asombrosa y perversamente atractivo.

      –Es mi día libre, monsieur. Es asunto mío lo que hago o no hago –se le había secado tanto la boca que las palabras le salieron como un graznido–. Necesito un café.

      –Yo tomaré el mío solo.

      Ella no replicó, cruzó la cocina y apretó el botón de una cafetera que había dejado preparada la noche anterior.

      –¿Ha vuelto a pensar en mi oferta? –preguntó él mientras ella sacaba dos tazas.

      –Ya sé lo dije; no tengo nada que pensar. Estoy ocupada ese fin de semana.

      Ella vació una cucharada de azúcar en una de las tazas.

      –Me temía que esa sería su respuesta.

      El agua empezó a caer, gota a gota, a través del filtro y se olió el aroma a café recién hecho.

      –Voy a apelar a sus mejores instintos –siguió Talos mirando fijamente a Amalie, quien estaba observando el goteo del café–. Mi abuela era música y compositora.

      –¡Rhea Kalliakis! –exclamó ella después de una breve pausa.

      –¿La conoce?

      –No creo que haya ningún violinista vivo que no la conozca. Compuso unas piezas preciosas.

      Talos sintió una punzada de orgullo al saber que esa mujer apreciaba los talentos de su abuela. Amalie no podía saberlo, pero que los apreciara solo servía para confirmar su decisión de que era la violinista perfecta para ese cometido, de que era la única violinista.

      –Terminó su última composición dos días antes de que muriera.

      Ella se dio la vuelta para mirarlo.

      Amalie Cartwright tenía unos ojos almendrados preciosos, y no era la primera vez que se fijaba. El color le recordaba al anillo de zafiro verde que había llevado su madre. En

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