En la encrucijada. Мишель Смарт

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу En la encrucijada - Мишель Смарт страница 5

En la encrucijada - Мишель Смарт Miniserie Bianca

Скачать книгу

Helios tenía que casarse y engendrar un heredero.

      La última vez que él había visto ese anillo, su madre había estado peleándose con su padre y dos horas después, estaban muertos.

      Dejó a un lado aquella noche catastrófica y volvió al presente. Volvió a Amalie Cartwright, la única persona que podía hacer justicia a la última composición de Rhea Kalliakis y, además, reconfortar a un hombre moribundo, a un rey moribundo.

      –¿Es la pieza que quieres que se interprete en el homenaje a tu abuelo?

      –Sí. Durante los cinco años que han pasado desde su muerte, hemos mantenido a salvo la partitura y no hemos permitido que nadie la interprete. Nosotros, mis hermanos y yo, creemos que ese es el momento adecuado para que todo el mundo la oiga. ¿Qué momento iba a ser mejor que el cincuentenario de mi abuelo? Además, creo que usted es la persona idónea para que la interprete.

      Él, intencionadamente, no dijo nada sobre el diagnóstico de su abuelo. No se había comunicado nada sobre su estado y no se haría hasta después de la gala por decisión de su abuelo, el rey Astraeus.

      Amalie sirvió las tazas con el café recién hecho y añadió leche a la suya, las llevó a la mesa y se sentó enfrente de él.

      –Creo que lo que están haciendo es maravilloso –comentó ella en un tono mesurado–. A cualquier violinista la perecería un honor ser el elegido, pero, desgraciadamente, ese violinista no puedo ser yo, monsieur.

      –¿Por qué?

      –Ya se lo he dicho. Tengo un compromiso previo.

      –Duplicaré lo que vayan a pagarle –replicó él mirándola fijamente–. Veinte mil euros.

      –No.

      –Cincuenta mil. Es mi última oferta.

      –No.

      Talos sabía que su mirada podía ser intimidante, tanto o más que su imponente físico. Había puesto esa mirada infinidad de veces delante de un espejo para ver lo que veían los demás, pero no lo había distinguido. Fuera lo que fuese, le bastaba con esa mirada para salirse con la suya. Las únicas personas inmunes eran sus hermanos y sus abuelos. Su abuela, cuando le había visto poner esa cara, como lo había llamado ella, le había dado un cachete.

      La echaba de menos todos los días.

      Sin embargo, aparte de esos familiares, nunca se había encontrado con nadie inmune a esa mirada, hasta ese momento.

      Amalie ni parpadeó, negó con la cabeza y su melena, que necesitaba con urgencia que la peinaran, le cayó sobre los ojos antes de que ella se la apartara.

      Talos suspiró, sacudió la cabeza y se frotó la barbilla para mostrar su decepción.

      Ella tomó la taza con las dos manos y dio un sorbo de café con la esperanza de que su penetrante mirada no captara sus nervios.

      Toda su vida había tenido que lidiar con personalidades descomunales y vanidades mayores todavía. Eso le había enseñado lo importante que era enmascarar sus emociones. Si un enemigo percibía su debilidad, se abalanzaría sobre ella, y podía notar que Talos era un enemigo en ese momento. No había que ponérselo fácil, no había que darle ventaja.

      Nunca le había costado tanto quedarse de brazos cruzados. Jamás desde que tenía doce años y los nervios que había intentado contener por todos los medios se adueñaron de ella. El miedo y la humillación le parecían tan fuertes en ese momento como le parecieron entonces.

      Sin embargo, ese hombre tenía algo que le alteraba la cabeza y los sentidos, era como si tuviera una caldera bullendo por dentro.

      Talos tomó su maletín y ella, por un instante, creyó que había ganado y que se marcharía. Hasta que lo dejó encima de la mesa y lo abrió.

      –He intentado apelar a sus mejores sentimientos y a su codicia. Le he dado muchas oportunidades para que lo acepte por las buenas… –Talos sacó unos documentos y se los dio a ella–. Son las escrituras del Théâtre de la Musique. Puede leerlas si lo desea. Comprobará que me confirman como el nuevo propietario.

      Amalie, muda por el pasmo, solo pudo sacudir la cabeza.

      –¿Le gustaría leerlas?

      Ella volvió a sacudir con la cabeza y miró los documentos que tenía en la mano antes de mirar su serio rostro.

      –¿Cómo es posible? –susurró ella intentando hacerse una idea de lo que supondría para ella y la orquesta.

      –El sábado por la noche hice una oferta y la compra se ha rematado hace unas horas.

      –¿Cómo es posible? –repitió ella–. Estamos en Francia, la patria de la burocracia y el papeleo.

      –Dinero y persuasión.

      Volvió a guardar las escrituras en el maletín y se inclinó hacia delante hasta que tuvo la cara a unos centímetros de la de ella. Casi podía notar su aliento en la cara.

      –Soy un príncipe –siguió él–. Tengo dinero, mucho dinero, y tengo poder, mucho poder. Haría bien en recordarlo.

      Entonces, él se dejó caer otra vez en el respaldo de la silla y se bebió el café mientras la taladraba con el rayo láser de los ojos.

      Ella agarró la taza con todas sus fuerzas como si, de repente, le hubiese dado miedo que se le cayera. Las consecuencias iban ordenándosele en la cabeza.

      –Ahora que soy el propietario del teatro, me preguntó qué voy a hacer con el edificio y la orquesta. Al anterior propietario le cegó tanto la codicia por la oferta que le hice que no puso condiciones… –Talos se acabó el café y empujó la taza hasta que quedó al lado de la de ella–. Acepta tocar en la gala, despinis, y meteré tanto dinero en el teatro que volverán las multitudes y tu orquesta será la más conocida de París. Recházalo y lo convertiré en un hotel.

      Ella dejó de darle vueltas a la cabeza. Las consecuencias quedaron clarísimas entre sirenas de alarma.

      –Está chantajeándome –replicó ella en tono tajante–. Mejor dicho, está intentando chantajearme.

      Él se encogió de hombros y empujó la silla hacia atrás.

      –Llámelo como quiera.

      –Lo llamo chantaje y el chantaje es ilegal.

      –Dígaselo a la policía –él le mostró unos dientes blanquísimos–. No obstante, le advierto, antes de que les llame, de que tengo inmunidad diplomática.

      –Eso es rastrero.

      –Puedo ser mucho más rastrero y lo seré. Verás, pequeño ruiseñor, puedo hacer que no vuelvas a tocar el violín profesionalmente. Puedo borrar tu nombre y el de todos los que tocan contigo de tal manera que no os llamará ni una orquesta aficionada de provincias.

      La caldera bullendo se le pasó a la cabeza y le pareció que el cerebro le hervía con veneno. Jamás había sentido un odio parecido hacia ninguna persona.

      –Márchese de

Скачать книгу