Trilogía de Candleford. Flora Thompson
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Así montó de nuevo su corcel blanco como la nieve
y al tordo a su lado llevó,
cabalgó hasta la casa de su padre
y una hora antes del amanecer en su lecho se durmió.
Cuando se escuchaba la voz rota del anciano entonando esta última canción, las mujeres comentaban a las puertas de sus casas en las noches de verano: «Saldrán enseguida. El pobre y viejo Dave ya está entonando su Caballero extravagante».
Las canciones y los cantantes han desaparecido, y en su lugar suenan con estridencia en la radio melodías de espectáculos de variedades y música swing, o las voces de los reporteros que informan en tono distinguido acerca de lo que está sucediendo en China o en España. Los niños ya no escuchan las conversaciones desde la puerta de la taberna, y lo cierto es que a muy pocos podrían escuchar, pues de los treinta o cuarenta que allí se reunían entonces, tan solo queda media docena de hombres, que afortunadamente ahora tienen libros, radio y un buen fuego junto al que calentarse en una casa propia. Sin embargo, los hombres y mujeres de la generación anterior aún tienen la sensación de escuchar el eco de aquellas canciones al pasar junto a la taberna. Los cantantes eran rudos e iletrados, y pobres más allá de lo que hoy día es posible imaginar, pero merecen ser recordados, pues conocían el hoy olvidado secreto de cómo ser felices con muy poco.
4. En español en el original.
V
Supervivientes
Había tres clases de hogares bien distintos en la aldea. Los de las parejas ancianas que vivían en circunstancias acomo-dadas, los de los matrimonios que aún estaban en edad de formar familia, y unos pocos, más nuevos, de familias que se habían asentado recientemente. Las casas de los ancianos cuyas circunstancias no les permitían vivir tan cómodamente no eran dignas de mención, pues en cuanto pasaban la edad de trabajar se veían obligados a instalarse en un hogar de acogida o a buscar sitio en las casas de sus hijos, ya de por sí abarrotadas. Por lo general siempre había un hueco, por pequeño que fuera, para un padre o una madre, aunque nunca para ambos. De modo que uno de sus hijos acogía a uno y otro al otro, e incluso en el peor de los casos, como solían decir, siempre había algún pariente a quien recurrir. Era habitual oír decir a la gente entrada en años que ojalá Dios se los llevara antes de retirarse para no llegar a convertirse en un estorbo para nadie.
Las casas de los ancianos más afortunados, sin embargo, eran sin lugar a duda las más confortables de la aldea. Una de las más atractivas era conocida como «la de la vieja Sally». Nunca «la del viejo Dick», que era su marido, a pesar de que a cualquier hora del día se le podía ver cavando, sachando, regando y plantando en su huerto. Hasta tal punto que el hombre ya formaba parte del paisaje en la misma medida que sus colmenas de abejas.
Era un tipo menudo, enjuto y algo mustio, que siempre llevaba el guardapolvo enrollado a la altura de la cintura y los pantalones que cubrían sus piernas de alambre sujetos con tirantes. Sally era una mujer alta y ancha de espaldas, no gorda sino enorme, y su gran rostro sonriente y bondadoso, con el visible bigote que perfilaba el labio superior y los rizos negros como el carbón que caían sobre sus orejas, siempre estaba enmarcado por un gorrito blanco con una floritura que no se quitaba ni a sol ni a sombra. Pues Sally, aunque todavía era fuerte y activa, pasaba de los ochenta y había permanecido fiel a las modas de su juventud.
Ella era la parte dominante de la pareja. Cuando a Dick le pedían su opinión para resolver cualquier asunto, él se marchaba nervioso diciendo: «Entraré un momento en casa a ver qué opina Sally» o «Todo depende de lo que diga Sally». La casa era de ella y ella era quien se ocupaba del dinero. Pero Dick se sometía gustoso y disfrutaba de la desigualdad de poderes. Le ahorraba muchas preocupaciones y le permitía dedicar todo su tiempo libre a las preciosidades que crecían en su huerto.
La de la vieja Sally era una casita baja y alargada techada de paja, con ventanas de cristales laminados en forma de rombo que parecían parpadear bajo los aleros, y un porche rústico tomado al asalto por la madreselva. Exceptuando la taberna, era la casa más grande de toda la aldea, y, de las dos estancias de la planta baja, una era utilizada como cocina-despensa, con ollas y sartenes y una gran jarra de loza roja para el agua en un extremo, y sacos de patatas, guisantes y alubias puestos a secar en el otro. La reserva de manzanas estaba almacenada en estantes que llegaban hasta el techo, de los cuales colgaban además manojos de hierbas y especias. En una esquina estaba el gran alambique de cobre en el que Sally todavía elaboraba cerveza con malta y lúpulo una vez por trimestre. El olor de la última fermentación flotaba en el ambiente hasta la siguiente y se mezclaba con las manzanas y las cebollas, con el tomillo seco y la salvia e incluso un toque de espuma de jabón, conformando un aroma que permanecía en la memoria de los niños durante toda la vida, un aroma cuyos componentes aislados eran capaces de despertar en ellos, mucho tiempo después y en cualquier lugar del mundo, el recuerdo de «la casa de la vieja Sally».
La estancia interior —a la que llamaban sencillamente «la casa»— era el cuarto ideal y un ejemplo de comodidad, con paredes de sesenta centímetros de ancho y contraventanas exteriores que cerraban por las noches, mullidas alfombras, cortinas rojas y cojines rellenos de plumas. Había una estupenda mesa de madera de roble con alas abatibles, una vitrina con jarras de estaño y platos decorados con motivos orientales, y un gran reloj antiguo que no solamente daba la hora, sino también el día de la semana. Antiguamente incluso señalaba las fases lunares, pero el mecanismo encargado de esa función se había estropeado y donde en otro tiempo rotaban los cuatro cuartos ahora solo se podía ver la gran esfera blanca e inmóvil de la luna llena con un par de ojos pintados sobre una nariz y una boca. El reloj era tan preciso que la mitad de los vecinos de la aldea ponían sus relojes en hora por él. La otra mitad prefería guiarse por la sirena de la fábrica de cerveza de la ciudad, que podía escucharse cuando el viento era favorable. Así que en la aldea había dos usos horarios, y al preguntar la hora la gente decía: «¿Es por la sirena o es la hora de la vieja Sally?».
El huerto era grande y en un extremo se estrechaba dando lugar a una pequeña franja donde Dick cultivaba sus cereales. Más cerca de la casa crecían los árboles frutales y, protegiendo las colmenas y bordeando el jardín de flores, se alzaba el seto de tejo, tan tupido y sólido como un muro. ¡Qué flores tan bonitas tenía Sally! ¡Y qué cantidad, la mayoría de ellas aromáticas! Alhelíes y tulipanes, lavanda y clavelina, y muchas variedades de rosas de nombres encantadores como siete hermanas, rubor de doncella, musgosas, centifolias, rosas de Bengala, rosas de sangre y el preferido de todos los chiquillos, un gran arbusto de rosas de York y Lancaster que cuando estaba en todo su esplendor hacía palidecer a los demás rivales. Parecía que todas las rosas de Colina de las Alondras hubieran ido a parar a aquel jardín. La mayoría solo tenían un pobre rosal famélico y decaído o ninguno en absoluto. Aunque lo cierto es que nadie tenía tanto de nada como la vieja Sally.
Cuando Sally salía de casa los domingos con su vestido de seda negra, la gente siempre especulaba sobre cómo era posible que ella y su marido vivieran de forma tan desahogada, sin más medios visibles que lo que producía su huerto y sus colmenas y los pocos chelines que supuestamente les enviaban sus dos hijos soldados. Y a Dick tampoco le faltaba nunca dinero para semillas o para llenar su petaca con buena picadura de tabaco. «Ojalá me contaran cómo lo hacen», refunfuñaban algunos. «Pues a mí me bastaría con una sola hoja de su manual».
Pero Dick y Sally no hablaban de sus asuntos. Lo único que se sabía de ellos era que la casa pertenecía a Sally y había sido construida por su abuelo antes de que los páramos se dividieran y parcelaran en campos de cultivo y se empezaran a construir las nuevas casas que ocuparían los jornaleros