Deuda de deseo. Caitlin Crews
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–Siempre me ha parecido que le gusta controlarlo todo, señorita Boucher –dijo, cada vez más hechizado con ella–. Pero soy demasiado dominante para admitir eso. Tengo demasiadas exigencias.
Julienne se estremeció como si estuviera deseando que la dominara, y a él le pareció tan delicioso que quiso comérsela allí mismo, encaramarla a la barra del bar, separarle las piernas y darse un festín con su cuerpo.
Eso sí que habría sido digno de enmarcarse.
–¿En qué tipo de exigencias está pensando? –preguntó ella.
La voz de Julienne había cambiado de repente. Ya no sonaba tranquila, sino con un fondo ronco y sensual que avivó el deseo de Cristiano y le hizo pensar en habitaciones oscuras y gemidos de placer.
Incómodo, cambió de posición y miró a su alrededor, intentando controlar los acelerados latidos de su corazón.
Intentando controlar su hambre.
Por lo visto, se había equivocado al creerse inmune a ese tipo de cosas. No había conseguido controlar sus pulsiones. Se había limitado a esperar.
A esperar a la mujer adecuada.
A la que se atreviera a asaltar sus defensas.
Pero, por muy excitado que estuviera y muy apetecible que le resultara la idea de tomarla en el bar, no estaban en el lugar apropiado. Montecarlo era un nido de enemigos que vigilaban todos sus movimientos; sobre todo, en los salones de los ricos y poderosos, siempre atentos a sus debilidades y siempre decididos a aprovecharlas.
A sus debilidades o a sus querencias. Aunque eso daba igual, porque a Cristiano le parecían lo mismo.
Al final, tomó a Julienne de la mano y la sacó rápidamente del bar. No la miró ni una sola vez. No necesitaba mirarla para saber lo que pensaba. Vio su imagen en todos los espejos del camino, y era evidente que estaba tan dispuesta como él.
Consciente de que el vestíbulo estaría lleno de turistas y clientes, tomó uno de los corredores laterales, flanqueados de tiendas lujosas. Y no se detuvo hasta que vio un hueco entre un establecimiento de perfumes injustificadamente caros y una zapatería cuyo calzado le pareció directamente absurdo.
Entonces, la metió en él y la apretó contra la pared. No se podía decir que estuvieran a salvo de posibles curiosos, pero al menos tenían un poco de intimidad.
Ella respiró hondo, nerviosa.
Él la miró con intensidad y se preguntó cómo era posible que su belleza le hubiera pasado desapercibida durante tantos años.
–¿Quiere conocer mis exigencias? –dijo Cristiano, pensando que habría podido escribir un libro con lo que quería hacer con ella–. Lo exijo todo y no exijo nada. Sencillamente, me gustan las cosas que me gustan. ¿Será un problema para usted?
–Llevo diez años a sus órdenes. Si no lo ha sido hasta ahora, no lo será después –respondió ella, sin aliento.
Los ojos de Julienne brillaron con desafío, y él deseó devorar su aplomo, dejarla a su merced y hacerla arder en las llamas de la pasión.
–Será una relación de una sola noche, Julienne –le advirtió.
–Lo dice como si creyera que busco algo más –replicó ella, alzando la barbilla–. Pero le aseguro que mi oferta es de carácter exclusivamente sexual.
–Solo una noche –repitió.
–Ya lo he oído.
–Pero debo insistir, cara. No quiero que haya ninguna… confusión.
Los ojos de Julienne se oscurecieron un poco.
–No me subestime, señor Cassara. Soy yo quien ha hecho la propuesta. Y no una, sino dos veces –le recordó–. Quizá sea usted quien está confuso y necesita que le repitan las cosas.
–Lo único que quiero que repitas es mi nombre –replicó él en voz baja, mientras inhalaba su dulce y cálido aroma–. Y basta ya de llamarme señor Cassara… Quiero que nos tuteemos cuando estemos desnudos. Quiero que me llames por mi nombre. Quiero que grites, chilles o gimas mi nombre, porque todo eso es aceptable para mí. Y lo repetirás constantemente, como descubrirás pronto.
Cristiano estaba tan cerca de Julienne que notó su estremecimiento.
–Estás muy seguro de que no serás tú quien grite mi nombre –dijo Julienne con sorna–. Es extraño, teniendo en cuenta que ni siquiera sabemos si nos llevaremos bien en la cama. Puede que no haya gemidos, sino gestos de incomodidad.
–Sí, eso es cierto.
Cristiano no se lo discutió.
Se limitó a acercarse un poco más y asaltar su boca.
Sin delicadeza, sin suavidad, sin la menor intención de resultar amable.
Asaltó su boca con la simple y contundente energía de su necesidad, tomando lo que buscaba en un encuentro directo de labios y lenguas, dándole un ejemplo práctico del tipo de exigencias que tenía.
No, no fue dulce con ella.
Pero ella tampoco lo fue con él.
Lejos de someterse, se apartó de la pared, se frotó contra su cuerpo y respondió a su asalto con fuego. La fuerza de su pasión fue de tal calibre que Cristiano se cuestionó su propia fuerza de voluntad, pensando por primera vez en su vida que quizá no era capaz de controlarlo todo.
Cuando por fin rompieron el contacto, estaba jadeando. Y solo deseaba una cosa: penetrarla una y otra vez.
Si es que sobrevivía a la única noche que le iba a conceder.
La única noche que se iba a conceder a sí mismo.
Pero, ¿sería suficiente con una sola noche?
Al pensarlo, Cristiano se dio cuenta de que estaba dispuesto a concederle muchas más, y se preguntó cómo era posible que no le preocupara. Aquella mujer estaba destruyendo sus defensas. Era una verdadera amenaza.
–Una noche –insistió, sacando fuerzas de flaqueza–. Es todo lo que puedo ofrecer.
–¿Todo lo que me puedes ofrecer? ¿A mí? –preguntó ella–. ¿O todo lo que puedes ofrecer en general?
Cristiano pensó que Julienne era muy inteligente. Había hecho la pregunta adecuada. Y quizá fue eso lo que le empujó a acariciar su labio inferior con un dedo.
Quería probarla. Separar sus piernas y llevar la boca a su sexo.
–¿Eso importa?
Ella volvió a respirar hondo. Los pezones se le habían endurecido, y se notaban claramente bajo su blusa de seda.
–Está bien, solo una noche –declaró Julienne, casi con solemnidad–. Pero espero que no sufras de pánico escénico… Sería lamentable que no estuvieras a la altura de unas expectativas