Mi honorable caballero - Mi digno príncipe. Arwen Grey
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—¿Me permitís que os acompañe, señoras? Me aburro y tal vez podría ayudaros en algo.
Las jóvenes se volvieron hacia la voz y se sorprendieron al reconocer a Joseph, que atravesaba el salón con su caminar elegante y una sonrisa amable. Tomó y besó la mano de Cassandra, que lo miró parpadeando por la sorpresa al no notar ningún síntoma de malestar en su aspecto.
—Veo que os habéis recuperado de un modo admirable de vuestra migraña, señor.
Él la miró con el ceño fruncido, como si no supiera a qué se refería, aunque luego rio al recordar la excusa que le había dado a su hermano para escapar de la terrible excursión. Se llevó una mano al pecho y agachó la cabeza en una reverencia burlona.
—Os ruego que no me delatéis ante mi hermano. Lo cierto es que prefiero disfrutar de vuestra compañía que de la de unos viscosos peces —añadió con una sonrisa torcida, clavando los ojos azules en los suyos.
Cassandra sonrió a su vez, pasándole la libreta y el lápiz.
—Ya que os ofrecéis de modo tan amable, estoy convencida de que mi prima os agradecerá vuestra ayuda, caballero. Seguro que tenéis mejor letra que yo.
Iris se sonrojó por el descaro de su prima y trató de arrancarle los utensilios de escritura.
—Por favor, señor, perdonad a mi prima, es incorregible.
Joseph negó con la cabeza y retuvo la mano de Iris durante unos segundos contra su pecho, mirándola con intensidad, haciendo que se sonrojara hasta la raíz del cabello.
—Querida señorita Ravenstook, no se me ocurre mejor modo de pasar mi tiempo que ejerciendo de ayudante de unas damas tan hermosas.
Cuando él se adelantó preguntando sobre menús, telas y flores, Cassandra e Iris intercambiaron una sonrisa cómplice. Aquel hombre encantador y simpático con fama de huraño era toda una sorpresa para ellas.
—Te he dicho que no pienso meterme ahí. Por mí, esos salmones pueden vivir tranquilos por los siglos de los siglos —dijo Benedikt pasando la página del libro que leía, mientras se refugiaba del sol bajo un frondoso roble, aunque de tanto en tanto lanzaba ocasionales miradas a sus camaradas y al príncipe, que hacían el ridículo más absoluto con sus cañas al tratar de pescar algo sin tener la más mínima idea de cómo hacerlo.
—Entonces te quedarás sin cenar, amigo —dijo el príncipe, que estaba empapado de pies a cabeza, ya que se había caído al agua al menos en dos ocasiones.
Benedikt enarcó una ceja pelirroja.
—Nunca he oído que un poco de ayuno sea perjudicial para nadie —respondió, sin apartar la vista del libro, aunque no sabía ni lo que estaba leyendo. Era imposible concentrarse con tanto ruido. Y si él no podía leer, los salmones debían de haber escapado a millas de distancia a esas alturas.
Lord Ravenstook aseguraba que no volverían a casa hasta que lograran pescar algo.
Benedikt alzó la vista hacia el cielo. Era más de mediodía. Se preguntó si debería haber llevado la tienda para acampar, porque se temía que pasaría allí media vida.
Con un suspiro, dejó el libro a un lado y pensó en el ridículo modo en que estaba llevando Charles el cortejo de Iris Ravenstook. O el no cortejo. Para empezar, si tan claro tenía que la quería, debería decírselo, sin importarle lo que viejos amargados como él creyeran sobre el amor, pensó con una sonrisa. Al fin y al cabo, ¿qué sabía él del amor, si nunca había conocido a ninguna mujer que le hubiera interesado más allá de una noche o un par de ellas, a lo sumo? Charles ni siquiera debería pedirle consejo sobre mujeres, porque no sabía nada de ellas. Ni le interesaban, ni quería que le interesaran.
Con un gruñido satisfecho, volvió a tomar el libro y trató de concentrarse en él.
Pero él era una cosa y Charles, otra muy distinta. Él parecía feliz. Y a la joven parecía gustarle. Si ambos eran ridículamente felices en ese estado de fantasía color de rosa llamado amor, ¿por qué no decidirse de una vez?
Un salpicón de agua helada le atrajo al presente.
Charles dejó caer un bicho aún vivo y palpitante sobre su regazo, arruinando el libro que había cogido prestado de la biblioteca de su anfitrión y que tenía abierto sobre las piernas.
Se levantó de un salto a causa de la impresión, mirando al animal agonizante que salpicaba agua y se retorcía a sus pies. En un impulso, lo cogió y lo volvió a soltar en el río.
—¿Estás loco? Me ha costado horas pescarlo, iba a ser mi cena y la de la señorita Iris.
Benedikt se limpió las manos en el pantalón, aunque al llevárselas a la nariz pudo comprobar que el olor permanecería allí hasta que pudiera darse un baño caliente, a ser posible con alguna de sus esencias más caras.
—Bonito regalo para una enamorada, un pez muerto —dijo con socarronería—. ¿Dónde quedaron los clásicos como las flores y las joyas?
Charles se sonrojó y lanzó una mirada hacia lord Ravenstook, que parecía no haber escuchado nada, y seguía concentrado en lo alto de una solitaria roca donde había colocado una silla nada más llegar y de donde no se había movido desde entonces. A su lado, en una cesta tejida con juncos, había tres hermosos salmones que atestiguaban su destreza en el noble arte de la pesca.
—¿Acaso pretendes que se entere toda Inglaterra?
Benedikt le quitó el corbatín a Charles y se lo pasó por las manos, tratando otra vez de quitarse el pestilente olor del pescado de ellas, sin conseguirlo.
—Lo que pretendo es que se lo digas a Iris de una maldita vez. A este paso se te adelantará algún guapo muchacho del condado y se llevará el premio, la dote y la herencia.
Charles entrecerró los ojos y recuperó su corbatín de un tirón, aunque, tras olisquearlo, se lo devolvió.
—Debes de estar pasándotelo de miedo con mis problemas —rezongó.
—¡Oh, sí! No me divertía tanto desde Waterloo —respondió el escocés recordando las noches tras la batalla, luchando contra la fiebre causada por la herida, no tan lejanas—. Hablando en serio, no dejes pasar la oportunidad, muchacho. Puede que creas que soy un viejo descreído, pero tengo ojos para ver y puedo ver que a ella le gustas, aunque sea un poquito. Aprovecha que todavía no se ha dado cuenta de tus muchos defectos.
El joven lo miró sorprendido por sus palabras, su enfado evaporado como una tormenta de verano.
—Es cierto que debes de estar envejeciendo, Ben, porque incluso hablas como un romántico, animándome a soportar el yugo, como decías hace no tanto tiempo —añadió con tono burlón.
Benedikt entrecerró los ojos.
—No me tientes a demostrarte que, a pesar de mi edad, aún puedo darte más de una lección, muchacho. Solo tengo diez años más que tú. En cuanto a lo de animarte… vas a hacerlo de todos modos, así que será mejor que te acompañe en el sentimiento. Al fin y al cabo, somos amigos.